No hay discurso sobre la democratización de la cultura que no entrañe la aniquilación de la misma cultura y su suplantación por un discurso estético infantil y consagrado al beneficio común de lo grosero. El último ejemplo de esta monstruosa pretensión, en España, ha sido la fechoría perpetrada entre una ignorante —y por tanto osada—, vecina de Rañadorio (Tineo, Asturias), y un estúpido cura de pueblo, quienes son responsables materiales de la pretendida restauración de una hermosa talla románica y su transformación en un colorido esperpento de feria. La responsabilidad moral y política de esta barbaridad ya es otra cuestión: el ministerio de cultura —si sirviese para algo—, la Dirección General del Patrimonio, los mandamases autonómicos y locales, la autoridad eclesiástica y los administradores del patrimonio de la iglesia católica, que es patrimonio de todos los españoles… Aunque, por supuesto, nadie va a asumir responsabilidades. En el fondo, ¿qué importa? ¿De qué se extraña nadie? Vivimos —de momento—, en una sociedad —todavía “sociedad”—, que considera derecho inalienable de cada individuo la creación artística, la libre expresión y demás inquietudes del espíritu; y aparte de considerarlos un derecho —en sentido extenso, lo son—, proclama la presunción igualitarista como valor añadido a cada “obra” surgida de este maremagno de diletantes con pretensiones. En principio, y según dicha lógica dominante, nadie es quién para restar mérito a ninguna obra; todo es cuestión de gustos y, al final, quien decide son los “consumidores”, la audiencia, el beneplácito o la indiferencia popular. Por tanto, cualquiera puede ser poeta, novelista, ensayista, escultor —no hay más que ver los adefesios que coronan las rotondas de la patria—, editor, guionista de cine, filósofo, opinólogo, articulista… ¿Y por qué no restaurador de arte? ¡Al menos, tiene derecho a intentarlo! Por supuesto, que el arte sea un largo aprendizaje, llevado a cabo con humildad, paciencia y tenacidad, es un requisito impopular. Las almas agotadas y las civilizaciones agotadas precisan de estímulos inmediatos para sentirse vivas y con cierto sentido; y la inmediatez excluye la postulación, la instrucción y la prudencia. La práctica extinción de límites entre cultura popular y cultura de primer nivel ha sido nefasta para tanto para la cultura popular como para la cultura clásica, reducida ésta a candidata en igualdad de condiciones ante el tribunal inapelable, también falible, del gusto de las masas; desprovista aquella de los valores elementales “espontáneos” que expresaban individualmente el “genio” y el “duende” larvado como potencial excelso en el poso de la tradición. La cultura popular ya no es legado y expresión del hecho humano que llamamos civilización, sino una propuesta banal dirigida a la conquista del mercado del entretenimiento; la cultura clásica ha decaído en su categoría de realidad ontológica instalada en el pasado por una constante voluntad civilizadora de transcender hacia el provenir, para proponer su bagaje estético y moral como recurso de escaso interés en el reclamo de audiencias y consumidores de productos artísticos. Y no expreso una queja: intento definir una realidad.
Dicha realidad no se produce porque sí, azarosamente, sino que es resultado de la larga. agresiva contienda desarrollada por el poder contra la cultura, a la que tilda de “elitista” para desautorizarla, y en favor de una “cultura democrática” donde toda voz es válida y todo criterio tan merecedor de encomio como el que menos. El poder —cualquier poder en cualquiera de las sociedades del agotado occidente—, no puede ni quiere distinguir entre el derecho universal a la instrucción y el supuesto derecho a la cultura. Al contrario: necesita encauzar y reconducir el pensamiento instruido sobre cauces culturales “democráticos”, es decir: inanes. En una sociedad titulada democrática, resulta antidemocrática y muy impopular la afirmación de que la cultura, el talento, el buen gusto, la pericia creativa… no son democráticos, sino fruto de un esmerado trabajo y a beneficio exclusivo de quien lo merece y de nadie más. Nuestras sociedades sedicentemente democráticas se horrorizarían de la democracia ateniense, donde los ciudadanos votaban sobre asuntos de gobierno pero la aristocracia de las ideas mantenía a la plebe y los poderosos razonablemente apartados de la praxis y del Ateneo. Aunque aquellos eran otros tiempos.