Adiós, Libertad

Las concepciones individualistas o subjetivistas de la libertad, a mi juicio, son otra de las víctimas de la pandemia del Covid-19. Esta terrible pandemia mundial que está dejándonos a todos en jaque. Y es que podemos decir que las situaciones tan tremendas que estamos viviendo han evidenciado -aunque siempre hay quien no quiere enterarse- que en cuanto personas somos seres sociales, determinados por las otras personas y por las instituciones y ceremonias que nos han formado. Instituciones y ceremonias que necesitamos para vivir y que determinan los rumbos que cada persona -que si es persona, insistimos, lo es porque vive entre otras- puede ejercitar en su vida. De ahí, por ejemplo, la lógica preocupación que podemos tener todos por aquellas personas que pasan el confinamiento solas, o el dolor que genera no poder pasar por las ceremonias de duelo de todos aquellos que pierden a un ser querido por el Covid-19 y ni se pueden despedir.

A su vez podemos observar que este virus ha determinado un recorte drástico de nuestra libertad de movimiento, por ejemplo, o de reunión. Por nuestra propia supervivencia. Incluso nos ha impedido poder trabajar y consumir, siendo así que la economía española está sufriendo una debacle de tal magnitud que sólo se puede comparar con una guerra. Es decir, estamos completamente determinados tanto por factores sociales y culturales como naturales (radiales).

Pero no queda la cosa ahí. Que ahora mismo no seamos libres de y para hacer una gran cantidad de cosas, que no contemos con una gran cantidad de libertades se debe a que el Gobierno así lo ha ordenado por razones de salud pública -órdenes que procura que se cumplan con sus limitados medios-, y muestra que nuestras libertades también dependen del Estado y los grupos humanos en los que nos encontramos. Depende de la capacidad de los Estados, de su libertad, de su fortaleza para garantizar la salud y la seguridad de sus ciudadanos que estos puedan ejercerla o no. Cuanto más débil sea el Estado menos libres seremos. Por eso podemos ver que ya hay países que han iniciado, escaladamente, el desconfinamiento, porque han tenido la fortaleza y la prudencia como para abastecerse y proveer a sus ciudadanos (incluyendo a todos aquellos que han luchado contra el virus) de los medios necesarios para protegerse. Desgraciadamente en España no se ha tenido esa prudencia y fortaleza -de ahí que tengamos, a día de hoy, el mayor índice de mortalidad por millón de habitantes y el mayor número de sanitarios infectados- y la desescalada va a costar bastante más suponiendo que no haya graves repuntes. No digamos ya la recuperación económica.

La libertad, decimos, no reside en la conciencia, no reside en el sujeto, porque no reside en ningún sitio; tampoco es darse a uno mismo la propia autonomía. A lo sumo la podríamos intentar definir, siguiendo a Espinosa, como la conciencia de la necesidad. Porque desde el materialismo pluralista (discontinuista) y actualista defendemos que todo lo que existe y ocurre existe y ocurre, al menos, por una causa o una razón. Una causa o razón que requiere de un contexto o armadura en el que se da el proceso causal. Procesos causales (y contextuales) en los que los sujetos están insertos, fuertemente determinados por ellos y a los cuales con sus acciones u operaciones contribuyen, de ahí que después a los sujetos se les pueda exigir responsabilidad y culpa. Unas armaduras que vienen dadas por las instituciones y ceremonias, que son las que encauzan las operaciones y las vidas en general de los sujetos y de las sociedades de personas. Y es que a pesar del determinismo la libertad, que es poder, no deja de existir. Una libertad que, repetimos, se ejerce en y a través de las instituciones y ceremonias (circulares, angulares y radiales) del espacio antropológico -como el Estado, la familia o el laboratorio, por ejemplo-. Si dejara de existir la libertad por el determinismo -no nos olvidemos de la symploké, pues no todos los procesos causales están entretejidos con todos ni ninguno con ninguno- gran parte de nuestro sistema judicial carecería de sentido. Porque determinismo no es fatalismo. Si podemos atribuir culpa a una persona es porque es posible determinar que es la causa de unos efectos perniciosos para los derechos de otra u otras personas -por ello tampoco sería posible determinar esa culpa sin instituciones como la ley, la policía, los jueces o los tribunales-, y desligar el proceso causal generado por esa persona de otros. Si alguien es culpable de lo realizado es porque ha sido libre.

Y es que la libertad tiene un carácter objetivo que además es irrenunciable, precisamente, en las sociedades democráticas de mercado pletórico. Es esta libertad objetiva democrática -o idea de libertad objetiva-, forjada a través de las diversas transformaciones basales con el desarrollo del capitalismo desde la Edad Media, imperio español mediante, la que permitió la transformación de las sociedades no democráticas en democráticas (antes que la idea de igualdad o de fraternidad)[1]. Siendo quizá los llamados Estados de bienestar su mejor ejemplo. 

Es, pues, esta involucración de los desarrollos basales con la armadura reticular del Estado (capas conjuntiva y cortical) los que permitirán nuestras actuales libertades democráticas. Unas libertades que, dado su carácter objetivo, antropológico e histórico, en modo alguno pueden depender de la conciencia subjetiva de cada uno, del propio espíritu o de la voluntad individual.

Demos, pues, una cordial despedida a estas concepciones desbarradas de la libertad -aunque bien sabemos que hay quien no querrá hacerlo ni lo hará nunca- igual que esperamos poder despedirnos pronto de este peligro microscópico que nos ha obligado a renunciar a un buen número de ellas.


[1]En otros artículos en esta misma revista hemos profundizado un poco más en este proceso.

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