No se extrañe ni, menos aún, se soliviante el lector si eludo hablar aquí de las previsibles consecuencias políticas, económicas, diplomáticas, sociales, morales, militares y religiosas de la crisis originada por la derrota del mundo occidental en el avispero afgano. Efecto dominó. De eso ya he escrito en otras partes y lo seguiré haciendo, aunque a rastras de la actualidad y con la desgana que ésta siempre suscita en mí. Afganistán, país sin estado que recorrí muy a fondo, por carretera, en el tardío otoño del año en que los pijoprogres y perroflautas del mayo francés se echaron a la calle y removieron los adoquines que aún empedraban los cimientos de la cultura grecolatina y cristiana para apedrear con ellos a los cabizbajos representantes de la ley y el orden, es para mí otra cosa, que me llega envuelta por el celofán de los sueños y de las ilusiones perdidas. Estoy acariciando la idea de irme ahora a Kabul como freelance para recuperarlas. De sobra sé que no será fácil ni lo uno ni lo otro: llegar allí y reencontrarme con el fulgor del pasado.
Vaya por delante que yo, cuando viajo, y cuando no también, no meto las narices en el huerto del vecino, ni le toco las pelotas, ni lo pongo en compromisos, ni imito a los intrusos y gorrones de las oenegés, ni tengo la más mínima pretensión de arreglar el mundo. Viajo para ver, para aprender, para divertirme, para cambiar de piel y, sobre todo, para contarlo. O sea: viajo con el mismo talante con el que de niño leía libros de aventuras. Mi modelo es Sinuhé, el egipcio, el protagonista de una de las mejores novelas que jamás se hayan escrito. No soy un viajero moral. Allá se las compongan con sus gozos y sus cuitas los habitantes de los países que visito. Soy un viajero literario. No sólo. Más aún. Soy una persona literaria, por no decir un personaje de letra impresa, que echó los dientes leyendo y leyendo los perderá cuando la sesera se me vuelva calavera. Vivo permanente inmerso hasta la coronilla del alma en la vocación de leer y de escribir. La única realidad que me interesa, y la que me parece más real, es la de la literatura. No pretendo convencer a nadie de que me imite, pero quien sepa hacer eso será emocionalmente autónomo y siempre vivirá feliz.
Estuve un par de años vagabundeando por Asia y narré esa experiencia, la más importante de mi vida, en la más celebrada de mis novelas: El camino del corazón (Planeta y Booket). Se ha traducido a seis o siete lenguas y ahora va a salir en japonés. Yo, entonces, fugitivo ya del partido comunista, en particular, y de la izquierda, en general, militaba, siempre por libre, en el movimiento hippy. Uno, con tanta edad a cuestas, ha hecho casi de todo en los últimos ochenta años. Incluso, sí, subir en globo.
Salir de un país tan antipático, cejijunto y castrense como Paquistán y pasar sin más solución de continuidad que cincuenta metros de tierra de nadie a un país en el que casi no había leyes, si es que alguna había, y en el que todo, menos lo roturado por unos usos y costumbres muy anteriores a la llegada del Islam ‒el burka, por ejemplo, que viene de la antigua Asiria‒, era como saltar con pértiga de un mundo represor a otro liberador. Sorprenderá lo que digo, pero eso fue lo que pensamos y manifestamos las cuatro personas que íbamos en aquel decrépito Volswagen, acribillado por los remiendos y los achaques.
La aduana paquistaní fue dura de pelar. Nos interrogaron con saña, nos registraron de arriba abajo, escudriñaron nuestros bártulos y nuestros pasaportes, nos obligaron a vaciar el coche y a volverlo a cargar, y fueron, sencillamente, odiosos.
Todo aquello duró por lo menos un par de horas.
Tras ellas llegamos en un pispás a la frontera afagna, entramos en un mugriento edificio de adobe que apenas se tenía en pie y allí nos recibió un funcionario ‒llamémoslo así, aunque de funcionario tenía poco y mucho de personaje de las mil y una noches‒ ataviado con ropajes de bandolero y repantigado en un maremágnum de cojines, que nos invitó a sentarnos, nos pasó un chilón humeante y bien cebadito de potente hachís, requirió los pasaportes, les echó un rápido vistazo, lo que en ellos había no despertó su interés, los estampilló, nos los devolvió, nos dio la bienvenida y nos invitó cortésmente a entrar en su país.
Lo hicimos. Al salir de la casa de adobe nos dimos de bruces, festivamente aturdidos por el hachís, con un micromundo de tenderetes, de mercaderes y mercancías, de puestos de té, de fusiles, granadas y metralletas extendidas en el suelo, de sustancias psicotrópicas y de seres humanos, demasiado humanos, procedentes de cien tribus aposentadas desde tiempo inmemorial en las infinitas estribaciones del Himalaya. El batiburrillo era imponente; el ventarrón de energía también.
Merodeamos un buen rato por allí, compramos algunas vituallas y un poco de ropa, porque veníamos de la India, apenas llevábamos nada encima y hacía un frío pelón, y pusimos el morro chato del Volkswagen rumbo al legendario desfiladero del Khyber, que en otros tiempos, los de las novelas de Kipling, había sido la horma del zapato de todos los ejércitos invasores.
Vueltas y revueltas en vertiginoso descenso hacia la tierra llana y, por fin, Kabul…
Decía Fernando Savater en La infancia recuperada ‒acaso el mejor de sus libros‒ que la primera mirada es la que vale, la que todo lo transmite, la que nunca se olvida, la que se inscribe en la pupila del tercer ojo. Y yo, como en esta crónica se pone de manifiesto, llevo grabada en el alma lo que vi, ya casi de noche, al entrar en Kabul. Allí nos esperaba lo que había leído, niño aún, en Las mil y una noches, traducidas al castellano por Cansinos Assens, en Kim, en las novelas de Salgari, y lo que había visto en tantas películas de Hollywood: Gunga Din, Tres lanceros bengalíes, Vinieron las lluvias, El filo de la navaja, Tomai de los elefantes…
Lo dicho: un viaje literario.
Detengo aquí mi crónica. Es sólo su primera parte. Llegará la segunda dentro de quince días. Por hoy ya está bien.