Arcoxia

Arcoxia. José Vicente Pascual

1. f. Nivel de oxígeno suficiente a un ser vivo o necesario en un entorno.

2.f. Med. Exceso de oxígeno en la sangre que puede perjudicar la salud.

2.f. Malestar psicológico por reticencia ante universales ideales.


Nada ha matado más que las utopías, seguramente porque ninguna existe y, por tanto, poseen la capacidad destructiva de los letales invisibles, como el coronavirus sc19, la falta de sueño o pasar doce días sin beber agua. El paraíso de los grandes visionarios tiene siempre, como última condición, aniquilar el paraíso del contrario. En cuanto dos o más personas se ponen de acuerdo sobre el mundo ideal, otras dos personas o más están sobrando, y lo que es peor, imposibilitando la plena realización del sueño anhelado. Desde que la humanidad descubrió la potencia aniquiladora de la quijada de burro, se ha matado en nombre cualquier cosa buena y cualquier causa meritoria: Dios, la libertad, la patria, el imperio, la justicia o la igualdad… El caso es construir sobre las ruinas del mundo indeseado y sobre los despojos de quienes lo sustentaban, o de quienes no acaban de comprender las ventajas del nuevo orden. Resumen: el caso es destruir y traer lo nuevo a probatura, hasta que se haga viejo y haya que destruirlo.

Desde hace muchísimo tiempo detesto las ideas redentoras, los ideales exaltados, las teorías visionarias, los discursos iluminados y las biografías providenciales. Puede que de ese batiburrillo haya surgido, en alguna ocasión, algún efecto beneficioso —no lo niego—, pero el balance objetivo de los grandes empeños humanos por instaurar la felicidad universal es desolador. Si por cada persona atropellada bajo el galope de las utopías hubiese surgido otra feliz y plena de sentido civilizador en un mundo más justo, quizás el ingenio hubiera tenido alguna justificación. Pero no es el caso. Si todos los callados en el cementerio del Bien Necesario se alzasen al mismo tiempo, el mundo se vendría abajo. No hay gravedad que soporte el peso de tanta ignominia.

Así es, aborrezco las utopías y, por escarmiento, las vidas afanosas en busca de aprobación general por perseverancia en la virtud. Y si hablamos de virtud pública, me entran sudores y ganas casi irresistibles de llamar al 112.

Tampoco tengo una versión antídoto contra el desmán benefactor. Una vida a sosiego, contenida, no es alternativa al estrépito de las grandes buenas ideas sino refugio ante el desvarío y nada más. Sin embargo, cierto consuelo me alcanza cuando concibo que, quizás, es posible merecer el humilde aserto del viejo sabio: “Cuida de tu familia y llévate bien con el vecino”. Desde un punto de vista no tan descabellado es la propuesta de acción más subversiva que conozco: pugnar por la justicia en propia casa; tender lazos de unión naturales, solidarios, desde el núcleo común de lo colectivo; hallar lo transcendente en lo cotidiano y encontrar la belleza en lo pequeño de cada día, en lo maravilloso de las cosas —y las personas—, que habitan nuestra existencia.

Puede que entonces, sobre esa premisa, a pesar del ruido que se expande desde vacío hacia la nada, merezca la pena relatar el detalle de las horas y el pulso de cada afán en lo sutil de cada trecho: eso a lo que otros escritores llaman realismo,y si son escritores muy modernos, autoficción; eso a lo que yo llamo, desde que dejé de creer en tempestades de acero, el realismo de lo singular. Arcoxia y nada más.

Si me encuentran hoy un poco pasado de meditaciones es porque he vuelto a lecturas de perdición que ahora mismo les recomiendo: Manifiesto redneck, de Jim Goad; y, propiamente, las Meditaciones de Marco Aurelio. A veces las lecturas explican al lector. Y en rarísimas ocasiones lo descubren. Sean felices.

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