Bienaventurados los pobres

Bienaventurados los pobres. José Vicente Pascual

No hace falta que se lave usted con frecuencia, no sea usted derrochador. La autoridad mundialista en materia de costumbres ecosostenibles ha determinado que ducharse todos los días es innecesario, insolidario y puede que reaccionario. Piense en países como India y China, donde hay un retrete cada mil habitantes, una bañera cada diez mil y un bidé cada mil millones, de tal manera que, se comenta, el único culo asiático que conoce chorro direccionable es el del secretario general del Partido Comunista Chino. Seamos razonables: pese a su tradicional austeridad higiénica, India y China son naciones que han prosperado espectacularmente en las últimas décadas. ¿Por qué? Muy sencillo: porque ahorran agua y jabón. Ya lo han dicho personalidades relevantes del mundo del espectáculo —esos/as que nunca faltan en estas fiestas—, como Jennifer Aniston, Ashton Kutcher, Brad Pitt o Mila Kunis: con tomar un baño a la semana, o cada quince días, va que chuta. El resto del tiempo, con darse un agüilla por provincias, con especial detenimiento en partes delicadas, quedamos cumplidos.

La tendencia se llama cleansing reduction, que en español debe de significar algo así como “Si tanto se lava será porque está sucia, la muy cochina”. Naturalmente, los expertos a sueldo fijo de la OMS avalan esta racionalización de usos autosanitarios. Según ellos, ducharse todos los días es perjudicial para nuestra piel, y peor aún enjabonarse el cuerpo entero; sólo hay que echarse gel y champú donde se suda o donde medran parásitos, usted ya me entiende. Para lo demás, basta un chorro de agua tibia mejor que caliente —a menos que se pertenezca al gremio de la ducha fría, al que se le aceptan dos minutos de tortura diaria—. Los demás, a recocerse en propios jugos, como es debido.

Pongo otro ejemplo sobre los beneficios de frecuentar poco la ducha. Usted, sufrido lector, en alguno de sus viajes por lo largo y ancho de este mundo, ¿verdad que ha reparado en cómo hieden los autobuses en Londres, el metro de París o los vagones de cercanías en Berlín? ¿No es cierto que esa mezcla perfumaría entre sobaquina, pies mohosos y entrepierna macerada ha ofendido más de una vez su delicado olfato? Pues sepa usted que tanto el Reino Unido como Francia y no digamos Alemania son países mucho más desarrollados, prósperos y democráticos que España, y que, seguramente, su nivelazo de civilización empezara a destacarse y tomarnos ventaja en la carrerilla de la historia cuando los habitantes de aquellos emporios se concienciaron sobre la importancia de escatimar agua y jabón. Es duro decirlo, pero alguien tiene que hacerlo: el aroma del progreso y la fragancia del exquisito civismo no son Heno de Pravia sino a calcetín de semana y media. No hay otra.

La agenda de las oligarquías globalistas está más que definida: no se duche, no coma carne, no ponga la calefacción, no use el coche, no gaste electricidad ni butano, no viaje en avión, no salga de casa si no es imprescindible, no produzca demasiada basura, no aparque en la calle, no se acostumbre a tener un empleo fijo y menos aún bien pagado, no tenga hijos si no tiene financiado el proyecto familiar hasta el segundo máster de sus vástagos. No piense en el futuro. Disfrute el día a día de su pobreza y conténtense al pensar que ingentes masas de desplazados, inmigrantes y desahuciados, en cantidad de países misérrimos, viven mucho peor que usted. El futuro no es de abundancia ni de autonomía —libertad— individual, sino de digna penuria venezolana, de valerosa estrechez castrista y obediencia norcoreana; una pobreza asumida como virtuosa obligación redentora del planeta, una sumisión agradecida a las élites que poco a poco, incansablemente, nos van salvando del egoísmo capitalista y los maximalismos patrióticos de “la extrema derecha”.

Naturalmente, según las agendas 2030/2050, usted va a tener todo el derecho del mundo a sublimar sus carencias, su vida breve en todos los sentidos y los vacíos de su estómago y su espíritu, mediante un rito infalible: la adoración perpetua a los salvadores del mundo, los opulentos dueños del tinglado virtual, así como del muy real valle de lágrimas; los que sí pueden permitirse viajar en avión, tener todos los hijos que quieran —in vitroin situy adoptados en cualquier andurrial de por ahí—, trasladarse en limusinas Tesla y, cuando nadie les ve, meterse un chuletón tejano entre pecho y espalda. Amar a nuestros grandes hermanos, querer lo mismo que ellos quieren y celebrar sus éxitos y riquezas como propios, será feliz liturgia liberadora durante las próximas décadas. Todo ello sin contar con el paraíso “meta” que nos tienen preparado los dueños de facebook, ese espacio infinito virtual-total donde cada existencia humana, por cochambrosa que sea, podrá aspirar a la excelencia on-line. Seremos inmortales, omniscientes y todopoderosos, aunque, eso sí, únicamente en los ámbitos internáuticos; la realidad real se la dejaremos a ellos, los amos del mundo, que saben manejarla divinamente.

O sea, y como dirían en mi amada Granada: encima de pobres, agradecidos. No es un gran futuro, ni un bello futuro. Ni siquiera es un alentador futuro. Pero, oigan: al menos, es un futuro. ¿Alguien es capaz de dibujarnos porvenir más deseable? Esta última pregunta no es retórica, sino desesperada. Por favor, que alguien piense algo, y rápido, antes de que nos ahoguemos en la ducha. 

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