Biocomunismo

Biocomunismo. Ruiz J. Párbole

A día de hoy sólo quien padece de una tremenda ceguera o sordera puede no percibir lo que se nos está anunciando a bombo y platillo desde las más altas instancias del poder, a saber, que estamos siendo «amablemente» (ya que es por «nuestro bien») introducidos a un nuevo paradigma político y económico. A esta inauguración a la que estamos asistiendo pueden ponérsele muchos nombres. Unos lo llaman «modelo chino», otros corporacionismo. Unos usan el simple pero eficaz «globalismo», y otros, al parecer con una sonrisilla arrogante asomando, hablan de la Cuarta Revolución Industrial. El caso es que tal fenómeno de cambio es perceptible por gran parte de la sociedad, ya estén contentos o descontentos con tal cambio. Pero como sea, el hecho de que podamos percibirlo es precisamente por el atributo esencial de este nuevo modelo, y que no es otro que el de poseer un acelerador para el motor de la historia. Poseer tal capacidad no es solamente por el punto en el que se halla la técnica humana, sino que también es porque sabemos mucho del mundo, en tanto que las páginas que ocupa la historia de la humanidad ya son unas cuantas. Sin embargo, contra lo que suele decirse, que de la historia hay que aprender para no cometer los mismos errores, lo que la humanidad del presente no ha aprendido es que la historia como tal no se repite pero rima. En este sentido encuentro determinante hablar de la ideología que considero más exacta para el nuevo mundo que se nos viene: el biocomunismo. 

El hecho de que nos haya costado definir qué tipo de sistema es el chino es porque no hemos prestado atención al desarrollo filosófico que ha tenido el marxismo desde el siglo XX hasta hoy. Hay cierto porcentaje de verdad en atribuirle a China la etiqueta de «país comunista», pero es insuficiente. El marxismo es la ideología que mejor ha entendido que la realidad es devenir, y que por eso hay que mudar con el entorno, adaptarse a las condiciones materiales, etc. Mientras tanto el resto del mundo ha creído que un paradigma socioeconómico puede quedar enterrado en la medida en que tenga unos ejemplos prácticos donde haya demostrado ser un fracaso. Dicho esto, es hora de decir que el comunismo no tiene un lugar relevante en el mundo occidental, y por eso sería bueno dejar de apelar a ese fantasma de cuya forma original sólo se conservan anécdotas nostálgicas, para señalar con verdadera precisión al auténtico fantasma que esta vez asola a nuestras naciones. 

El biocomunismo (en lo sucesivo biocom) es la concreción de corte marxista y nihilista en que ha derivado la biopolítica popularizada por Foucault y que ha sido acogida por los actuales avatares de la planificación social. Como nuestra capacidad técnica actual permite atisbar de forma inminente una suerte de gobierno global entre otros grandes sueños, es necesaria una cohesión que pueda trascender las diferencias culturales, una cohesión que apele a algo que unifique a toda la humanidad, que en este caso es un elemento puramente animal, el miedo. De este modo podrá efectuarse la conquista de esa barrera primordial que nos hace libres, el cuerpo (lo que para el aristotelismo es la base del principio de individuación). Mientras que el comunismo tradicional reclama la socialización de los medios de producción, el biocom busca la socialización del cuerpo de los individuos. Mientras que en el comunismo tradicional el elemento alienante es el trabajo, en el biocom es la autonomía de movimiento en general, basada en nuestra percepción subjetiva sobre el bienestar o malestar de nuestro organismo. Por eso ahora el Estado va a determinar las posibilidades de movimiento en base a su juicio sobre nuestro estado de salud. El objetivo exacto del pasaporte COVID no es otro que dilucidar arbitrariamente si nuestro estado de salud es el óptimo o no. Como estamos viendo, la persona que lleve sus dosis de vacuna al día podrá disfrutar de un mayor alcance en su movimiento, mientras que quienes no tengan las dosis al día o directamente estén sin vacunar serán catalogados como bombas víricas que -dependiendo de cuánto queramos imitar a los chinos – disfrutarán de un acto de repudio en el que la multitud obediente gritará algún análogo a «shame»

Pero el biocom no se restringe únicamente a un sistema eugenésico que recuerda a los capítulos más oscuros de la historia de Europa, sino que la cesión al Estado de la soberanía sobre nuestro cuerpo permite a éste no sólo discriminar por razones genéticas, sino que tiene potestad para definir en cada momento cuál es el estado de salud de cada ciudadano dependiendo de sus intereses, o sea, utilizar la genética como argumento de autoridad para lidiar con una amenaza ideológica. Es decir, quedan unificados el criterio sanitario y el ideológico, e igual de peligroso es para la salud pública quien está contagiado que quien piensa indebidamente. El Estado, como representante unívoco de La Ciencia, puede medir el crédito social de los individuos en base a su «estado génico», ya que es éste el que va a demostrar el nivel de obediencia y de compromiso. Lo mismo que al ciudadano obediente se le puede dar el visto bueno sanitario pese a la posibilidad de que transmita el virus, también puede endiñarle al ciudadano rebelde y sin síntomas un positivo que le haga merecedor de un aislamiento en algún campo de cuarentena como los que ya exhiben en Australia.                                                                             

Las posibilidades son inmensas y eso es algo que ya sabían los antecesores más directos del biocom, como son los representantes del cosmismo ruso. Esta ideología, sostenida principalmente por las mayores mentes científicas de la Unión Soviética, busca transponer la voluntad de poder del «übermensch» nietzscheano a la idea romántica del Volksgeist(espíritu popular) y hacer de ello un programa político y científico perfectamente definido. Especialmente impactante es el deseo de Nikolai Fiódorov, para quien el dominio del Estado sobre los cuerpos ha de tener como fin último garantizar no sólo la inmortalidad de los ciudadanos, sino también la resurrección de aquellos que ya no están, desafiando así al enemigo íntimo del marxismo, que es la naturaleza. 

Lo que la naturaleza propone está mal y por eso hay que corregirlo mediante el control y la planificación. He aquí la razón por la que el marxismo en todas sus versiones encuentra plena coherencia en el transhumanismo y por eso éste es la evolución natural de aquel. Si el comunismo no ha funcionado en la práctica no es porque la teoría comunista esté mal, sino porque la naturaleza humana está mal hecha, y por eso hay que modificar tal naturaleza. Marx se quedó en la búsqueda del «hombre nuevo», pero ahora es cuando podemos hacerlo realidad con la tecnología. Por eso el peligro biocom radica en que su afán por conseguir una sociedad global, total y depurada de infecciones, víricas o ideológicas, va a encaminarse necesariamente a la ingeniería genética para eliminar aquellos condicionantes genéticos que el Estado juzgue como potenciales peligros para la sociedad. Si estamos faltos de imaginación para poner ejemplos sobre cómo el biocom podría hacer uso de la intervención genética no tenemos más que atender a lo que el feminismo dice de la naturaleza masculina o lo que algunos adalides de la sostenibilidad ecológica como Matthew Liao pueden llegar a decir sobre la «naturaleza omnívora» de los humanos. Socializar los cuerpos en pos de un beneficio social es un precedente que no va a encontrar límite en un virus, puesto que como dije antes, si perdemos la potestad sobre nuestro cuerpo perderemos nuestra individualidad y con ella el sentido estricto de «humanidad».                                             

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