Bricolage social

Bricolage social. José Vicente Pascual

Mi padre tenía sus cosas, como todos los padres. Por ejemplo: odiaba el bricolaje. Un día llegó del trabajo, entró en el salón de casa y encontró a dos o tres de mis hermanas ante el televisor, que emitía un programa de jardinería doméstica. “¡Quitad al hijoputa ese!”, exclamó de inmediato. Le salió del alma. El buen hombre, evidentemente, estaba negado para la caja de herramientas, pero su inquina hacia las habilidades manuales tenía un fondo de más calado. Empleado de una multinacional holandesa dedicada a la fabricación de ingenios audiovisuales entre otros productos tecnológicos, sospechaba, con razón, el advenimiento de Ikea y lo que Ikea ya anunciaba hace treinta años: el capitalismo low cost, la deslocalización industrial, la irrupción de la quincalla electrónica oriental que acabaría con las grandes marcas europeas de  electrodomésticos, la caída de precios hasta la deflación de artículos considerados casi un lujo en los viejos buenos tiempos (televisión, equipos de sonido, vídeo, videocámaras…); en fin…Si llega a conocer el imperio Internet-todo-gratis y el uso mundializado de los teléfonos móviles, del mismo disgusto vuelve a morirse.

Todo ha cambiado mucho en muy poco tiempo. La percepción que tenemos de nosotros mismos, la sociedad que habitamos y el mundo en que vivimos, también. Hace unas décadas, el concepto de “ingeniería social” nos remitía a enormes ejercicios de control sobre las bases sociales, hitos históricos dignos de estudiarse por la enorme significación que llegaron a tener y lo mucho que habían influido en el decurso humano. Pensábamos en Esparta, por ejemplo, y en los sistemas coloniales de segregación racial, en la ferocidad de “milagros económicos” como la Unión Soviética electrificada, la China maoísta, la Alemania del volkswagen y las castraciones químicas que convirtieron a Suecia en perfecta imagen de la nórdica pureza, lista para disfrutar del paraíso socialdemócrata con ojos azules.

Antes, la ingeniería social era odiosa obra de titanes megalómanos, imperios instalados en el poder que nacía de la espada de bronce en la Grecia clásica y el que brillaba en las cabezas nucleares de las bombas atómicas a partir del siglo XX. Hoy, la ingeniería social se desarrolla mansa como una sentada ecologista, según el modelo Ikea del “you self” para pezqueñines: bricolaje puro impulsado desde la nube internáutica por asiduos a las redes sociales, dirigido por lumbreras mundiales cuyo logro más meritorio ha sido crear tiendas on-line y sitios de ligoteo con éxito, y liderado por políticos de barrio cuya máxima aspiración en esta vida consistió en alcanzar los beneficios del salario vitalicio, el coche oficial, el chalet en las afueras y la niñera con cargo a los PGE.

La semana pasada, Twitter cumplió 15 años. La verdad es que se pone uno a pensar en cómo puede ser posible que un sitio tan lleno de nada y tan chorreante de todo lo que pringa por dentro haya alcanzado edad tan longeva y entra como un desasosiego, una desazón sentimental como de otro tiempo y otras desdichas de más calado, más dignas de turbarnos sin que achaquemos nuestra inquietud al poder avasallante de las nimiedades sobredimensionadas. Pero el bricolaje es el bricolaje, la chapuza es la chapuza y la era informática es lo que tiene: mejor mil millones de sandeces tuiteadas cada día que una opinión autorizada sin capacidad de llegar a más de quinientas personas. Eso dicen, al menos; y en eso creen ciegamente los mil millones de suministradores de contenidos para esta red social. Y para las demás.

Qué razón tenía mi padre, que en gloria estará: “el bricolaje es para los mataos y aburridos que no tienen mejor cosa que hacer en la vida y prefieren apretar tornillos de izquierda a derecha antes que llamar a un técnico experto que arregle el lavavajillas de una puñetera vez”. Eso decía.  

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