Calor

Calor. José Vicente Pascual

Hace un tiempo, recién llegado a Cuba, el taxista que nos conducía a mi mujer y a mí desde el aeropuerto Che Guevara a La Habana se quejó del calor. Se quejó con motivo porque efetivamente: hacía mucho calor. Yo no tuve mejor idea que comentarle: «El calor es democrático porque cuando aprieta todos lo sufren, al contrario que el frío, que sólo lo padecen los pobres». El buen hombre, no sé si escamado o un tanto desesperado, respondió: «¡Entonces Cuba es el país más democrático del mundo, porque aquí nadie se libra!». Lo dijo como quien reivindica el valor de la tenacidad, la entereza colectiva ante la desgracia inevitable y permanente en la vida de una nación, como si la misma probidad con que los cubanos soportan el calor les hubiese servido durante décadas para aguantar a un gobierno infame, un sistema criminal, la dogmática obligatoria y la miseria arraigada como modo de vida; una frase que sin duda expresaba, aun en el fondo, la virtud forzosa del mal de muchos como consuelo para todos.

Las dictaduras, como la zorra, conocen cantidad de trucos, pero siempre hay uno definitivo: el enemigo y los tremendos males que acarrearía al pueblo si no fuese por el sistema instituido, que se erige defensor de los buenos súbditos ante la maldad agazapada en su contra y conjurada para acabar con la felicidad colectiva. En España, en tiempos de Franco, el enemigo era el comunismo internacional aliado con la masonería; en la Cuba de los Castro, el enemigo es el imperialismo yanqui;  en la Venezuela de Maduro —igual que en España, hoy—, el gran conspirador contra la justicia y la prosperidad del pueblo es el fascismo. Maduro dice «fascistas» y el debate acaba, Sánchez dice «extrema derecha» y se le terminan los argumentos. Cierto que las palabras e incluso los conceptos pierden significado conforme se los utiliza indiscriminadamente, de modo que términos como «facha», «fascista», «ultraderechista», ya no sirven a estas alturas más que para señalar a los desafectos al gobierno; pero también es verdad que esta clase de nominaciones siguen siendo muy efectivas para separar las ideas de las respuestas viscerales y los convencimientos prejuiciosos de cada individuo, de manera que discursear sobre cualquiera de ellos produce el efecto «muro», escinde la capacidad de razonar, la separa del sedimento emotivo y traslada la conversación política a un único dilema: «conmigo o contra mí», «progresismo o nazismo», «socialismo o barbarie» etc.

Lo dije antes: es truco de zorra, no por viejo y por visto menos eficiente. El mal de muchos al que antes aludía encuentra aquí, en esas condiciones, su nivel idóneo de rentabilidad para el poder: el temor al cataclismo es el mejor antídoto contra las ilusiones de cambio. Venimos entrenados para sufrir en lo colectivo, tras la pandemia, las sucesivas danas, apagones, caos ferroviarios, degradación de la sanidad pública, colonización de la enseñanza por activistas del nacionalismo y de la ideología de género… A los españoles, por lo general, les encanta el mal de muchos, lo resisten bien y se enorgullecen de su capacidad de resistencia ante lo adverso; no en vano tenemos hasta ministerio de la resiliencia, que es como augurar desdicha interminable pero con el Estado pasándote la mano por el lomo. Para qué hablar de la nueva forma, tan creativa, de contar a los parados y de exhibir afiliaciones a la seguridad social. Desde la oposición —admitamos a efectos geográficos que el PP es oposición—, se clama por los datos «maquillados»; pero no son sólo datos maquillados, es la nueva y, desde cierto punto de vista, honesta manera de decirle a la gente lo que hay, sin más, y de describirles sinceramente su futuro: precariedad, pobreza y amparo del Estado hasta que se acabe el dinero de los que pagan impuestos, y después Cuba.

Al final, como la calamidad común tiene virtud de constituirse en razón, seremos una sociedad resistente a la extrema derecha y a la corrupción de derechas —la progredumbre es otro nivel—, pobres pero orgullosos de nuestros valores, un ejemplo para el mundo: precarizados, envejecidos,  poblacionalmente ocupados por el vecino marroquí y muy contentos por la TDT y los viajes baratos en avión, mientras duren. Al final, gracias a la pobreza que es muy democrática porque afecta a todo el mundo más o menos por igual —salvo unos pocos—, alcanzaremos el rango de país democrático en esencia, cuando ya no queda nada que anhelar y nada que defender porque se ha perdido todo, incluidas las ganas de conservar lo poco que hoy nos queda.

No le den vueltas, el futuro es suyo a menos que alguien y muchos algunos vayan pensando en discutirles el presente. Y discutírselo con ganas o sin ganas, a pesar del calor que está haciendo y de toda la extraña democracia que nos está cayendo encima.

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