Decía Xavier Zubiri que la Historia es voluntad de ser. Ortega abundaba en esta idea al señalar a la política y la cultura como “la superficie de la Historia”, atribuyendo a la “voluntad de permanecer”, expresada en la tradición, el pensamiento y la convicción “sobre lo propio”, la capacidad causante y autogeneradora de las sociedades. Parece de sentido común subrayar el detalle (no poco importante), de que las grandes naciones de Occidente se han erigido a sí mismas desde el fervor compartido por la inmensa mayoría de su población en torno a esa “voluntad de ser” y de “permanecer”.
España no es el caso.
Nunca hubo en la historia de España, que sepamos, momentos en los que sus habitantes y clases dirigentes, de común acuerdo y bajo el mismo anhelo, desarrollaran un proyecto nacional común, con pretensión de perpetuarse en el tiempo y conformar, de cara a incontables generaciones futuras, el legado de “lo español”. Si hay una esencia de lo hispano, aparte de la cerrilidad sentimental en torno a “las raíces”, es justamente la voluntad dispersora, tanto de fronteras adentro como hacia fuera; con el resultado paradójico de que la fragmentación cultural-identitaria en el marco de lo estrictamente (geopolíticamente) español, se sublima hacia una universalidad fecunda y multitudinaria más allá de nuestros límites geográficos y nacionales. Ser español fuera de España, sobre todo en los países de habla española, es algo tan natural y preciso que ni los más acervos defensores de la desmembración interna se niegan a ser reconocidos como españoles bajo ese condicionante geográfico. En California o en México nadie habla “castellano” sino español. En Arizona o Texas, a ningún catalán, vasco o andaluz le parecerá lógico que, en razón de la confusión entre ámbitos lingüísticos, geográficos y culturales, lo denominen “castilian”, sino que más bien reclamará pertenecer a la pujante minoría “spanish”. A ningún español, en casi todos los países iberoamericanos, le apetece ser reconocido como “gallego” ( a excepción de los gallegos, naturalmente): fuera de España (dejando aparte la publicidad separatista que es eso mismo, publicidad), todos son españoles.
Se podrá argumentar que la redacción y aprobación mediante referéndum de nuestra Constitución de 1978 sí marca un hito histórico de unidad y voluntad de persistencia temporal acogida a un determinado modelo de sociedad. Pero lo cierto es que nuestra tan defendida (sobre todo últimamente) Constitución Española, lleva implícita en su redactado la contradicción, puede que insalvable, entre la voluntad de generar un marco legal y convivencial común, durable y estable, y la (im)posibilidad de perpetuarse en el tiempo. Me refiero, naturalmente, al título VIII, que es la gran puerta abierta, históricamente inquebrantable, a la inveterada vocación hispánica de diluir nuestro ser nacional en corpúsculos cuanto más pequeños y más homogeneizados mejor. Por otra parte, la resonante claudicación ante las fuerzas sociales centrífugas que se expresa y hace norma en el Art. 3, al proclamar “el castellano” como lengua oficial del Estado, tuvo el efecto político inmediato de trasladar a la ciudadanía una certeza legal aberrante: el idioma español no existe. A partir de ese absurdo, cualquier absurdo es posible y, lo peor de todo: legítimo. La Constitución del 78 es la bomba de relojería perfecta, entregada a los dirigentes adecuados, para desarrollar su propio proyecto de nación aparte y hacer estallar el artefacto un par de generaciones después. Tal como sucede ahora.
No nos extrañemos, por tanto, de que una parte importante, seguramente mayoritaria, de los ciudadanos españoles que viven en Cataluña hayan decidido que quieren generar su propia nación. Su pretensión está avalada por la tendencia histórica disgregadora y por el “espíritu” claudicante de nuestra Constitución. No importa que el relato que establecen sobre su “derecho histórico” sea embustero y tramposo: a fin de cuentas, todos los relatos fundacionales de todas las naciones son falsos. No importa que para conseguir su fin estén liquidando la legalidad constitucional en Cataluña: nunca se construyó una nación sin romper muchas cáscaras ni cometer muchas ilegalidades. No importa tampoco que esta proyectada, futura Cataluña independiente, se pretenda a sí misma levantada en contra del deseo de otra parte significativa de su ciudadanía, pues es igualmente sabido que todas las naciones civilizadas se construyeron sobre las ascuas de tremendos conflictos y enfrentamientos; sólo hay que recordar la guerra civil americana, la unificación de Italia, el nacimiento de “la nación” en Francia tras el derrocamiento del Antiguo Régimen, el decapitamiento de Carlos I de Inglaterra… Sin colisión y, a ser posible, unas gotas de sangre hermana, no hay nación. No importa la indecente catadura ética y humana de los políticos separatistas catalanes: hay precedentes y estamos acostumbrados a que se venere la memoria “democrática”, como perfectos iconos de la lucha por la libertad, de personajes que fueron auténticos truhanes y malhechores; por poner un ejemplo, Companys.
Por otra parte, señalar no ya la legitimidad para oponerse a esta pretensión, sino expresar la misma oposición como deber cívico que vincula a las autoridades del Estado y a todos los españoles respetuosos con la ley, es innecesario a estas alturas. Lo que sí huelga, resulta improcedente y accesorio, más bien irrelevante, es esa apelación continua al “diálogo” con los nacionalistas amotinados que mantienen multitud de medios de comunicación, gacetilleros, tertulianos, politólogos amateurs en las redes sociales y, desde luego, fuerzas políticas. Debatir, dialogar y negociar sobre la superficie de la Historia es inútil; se lleva haciendo durante cuarenta años, desde la aprobación de la Constitución vigente. ¿Acaso la relación institucional con los nacionalismos centrífugos, los estatutos de autonomía, los pactos políticos y sobre financiación de las comunidades autónomas, la contemporización con los desmanes del nacionalismo radical, incluso con el terrorismo, etc, etc, no ha dejado marca y establecido una innegable tendencia histórica a la permanente negociación? Negociar sobre las formas cuando una de las partes quiere cambiar de fondo, es como negociar con el pintor sobre los colores de las habitaciones cuando la excavadora se dispone a demoler la casa. La única negociación viable, a estas alturas, es el pacto entre españoles por una nación fundada en la voluntad de ser. Claro que, también a estas alturas, ese objetivo parece más lejano aún que la independencia de Cataluña. Pero otro camino no hay: España o Expaña.
Y quien pueda y tenga que hacer algo, que lo haga; pues lo que no podemos, lo intentamos al menos.