Como se ha dicho, el Descubrimiento de América hizo que se cayesen «las barreras del Orbis terrarum» y «fue ahora cuando, en rigor, se descubrió la tierra y se echaron con ellos los cimientos para lo que sería el comercio mundial y para el paso del artesanado a la manufactura, que, a su vez, serviría de punto de partida para la gran industria moderna» (Friedrich Engels, «Prólogo» a la Dialéctica de la naturaleza, Ediciones Vanguardia Obrera S. A., Madrid 1990, pág. 8). Hay que señalar que Cristóbal Colón fue lanzado a su viaje náutico por un acentuado sentido mercantil: llegar a las Islas de las Especias (actuales islas Molucas, situadas en el sudeste asiático).
El libro negro del capitalismo (1998) dirigido por el escritor y periodista francés Gilles Perrault, que sirvió como respuesta a El libro negro del comunismo editado un año antes por Stéphane Courtois, está totalmente empapado de leyenda negra contra España, y no distingue entre el ortograma generador del Imperio Español y los ortogramas depredadores de los Imperios Británicos, Portugués, Holandés o Francés. Los Imperios, desde las coordenadas acríticas de El libro negro del capitalismo (aunque crítico en otros aspectos, pero empapado de rigor negrolegendiario al igual que El libro negro del comunismo) son todos iguales: la noche en la que todos los gatos son pardos.
Veamos cómo se despacha el negrolengeario libro a través de la pluma de un periodista llamado Robert Pac con el asunto: «Los indios de América han sido víctimas del mayor genocidio en la historia de la humanidad. Para satisfacer las ansias de riqueza de los europeos, los pueblos indígenas de América fueron exterminados en las Antillas, en México, en América del Sur, en Brasil y en América del Norte por los españoles, los portugueses y los anglosajones» (Robert Pac, «Estados Unidos: el sueño inacabado. La larga marcha de los afroamericanos», en El libro negro del capitalismo, Txalaparta, Tafalla (Navarra) 2001, pág. 327).
Como decimos no se hacen diferencias, se mete todo en el mismo saco y, además, se dan explicaciones psicológicas («ansias de riqueza») sin que se tenga en cuenta la distinción entre los finis operantis (lo que pensaban y deseaban los españoles, los portugueses y anglosajones cuando desembarcaron en América, es decir, lo que los sujetos se proponían y sus motivaciones) y los finis operis (el resultado objetivo de la conquista que, en el caso del Imperio Español, fue la instalación de la civilización en un territorio gobernado por la barbarie, en sentido antropológico, del que surgieron después 22 naciones políticas).
También Robert Pac, como buen negrolegendario, recurre al momento de la exageración que, junto al de omisión, configuran la metodología negra. Afirma nuestro autor que en las Antillas Mayores (Cuba, La Española, Jamaica) antes de la llegada de los españoles había un millón y medio de indígenas, pero en 1550 «no quedaba un solo indio en estas islas» (Pac, «Estados Unidos: el sueño inacabado. La larga marcha de los afroamericanos», pág. 327).
Y para más inri se documenta a través ni más ni menos que de los relatos del padre Bartolomé de las Casas, asegurando que los mismos «dan fe de ello»: «Mientras los indios estaba tan bien dispuestos para con ellos [he aquí el mito tenebroso del buen salvaje dos siglos antes de ser sugerido por Rousseau], los cristianos han invadido estos países como lobos rabiosos que se lanzan sobre dulces y apacibles corderos. Y, como todos los hombres que vinieron de Castilla eran gentes despreocupadas de sus almas, sedientas de riqueza y poseídos por las más viles pasiones, pusieron tanta diligencia en destruir estos países que ninguna pluma, ni incluso ninguna lengua bastaría para hacer el relato. Tanto es así que la población, estimada en un principio en un millón cien mil almas ha quedado completamente disipada y aniquilada» (citado por Pac, «Estados Unidos: el sueño inacabado. La larga marcha de los afroamericanos», págs. 327-328, corchetes míos).
Contradiciendo a Las Casas, el soldado y cronista español del siglo XVI Bernardo Vargas Machuca afirmaba: «Es mi opinión y de muchos que los que han tratado, que para pintar la crueldad en su punto y con propiedad no hay más que retratar a un indio» (citado por John Elliott, Imperios del mundo atlántico, Traducción de Marta Balcells revisada por el autor, Taurus, Madrid 2011, pág. 113).
Según Las Casas, los españoles acabaron con más de 12 millones de indígenas, y posiblemente -creía- hubiesen sido unos 15 millones en los primeros cincuenta años.
Según Pac, el 90% de la población indígena de «México» fue masacrada; eso sí, antes de padecer «Hambre, represión, masacres, trabajos forzados y las enfermedades traídas por los europeos» (Pac, «Estados Unidos: el sueño inacabado. La larga marcha de los afroamericanos», pág. 330). Pac se basa en la Escuela de Berkeley que estima en 12 millones de indígenas en lo que es el actual Méjico antes de la llegada de Hernán Cortés en 1519; «120 años más tarde, a mitad del siglo XVII, no quedaban más que 1.270.000, según Eric Wolf» (Pac, «Estados Unidos: el sueño inacabado. La larga marcha de los afroamericanos», pág. 330).
En 1523 -prosigue Pac- el conquistador extremeño Pedro de Alvarado aniquila el Imperio Maya, y entre 1532 y 1537 el «sanguinario» Francisco Pizarro, también extremeño, hace lo propio con el Imperio Inca.
También en El libro negro del capitalismo, a través de Jean Suret-Canale, se sostiene que la población amerindia «que era del orden de 50 millones a fines del siglo XV pasa entre 9 y 10 millones en 1570 y a 4 o 5 millones a mitad del siglo XVII. Habría que esperar al final del siglo XVII y al XVIII para llegar a un lento ascenso demográfico» (Jean Suret-Canale, «Los orígenes del capitalismo: siglos XV y XIX», en El libro negro del capitalismo, Txalaparta, Tafalla (Navarra), págs. 27-28). Es decir, según estos datos, aunque Suret-Canale no lo diga explícitamente, los españoles habrían aniquilado entre 40 y 45 millones de indígenas en menos de dos siglos.
Pero en el mismo libro, más adelante a través de la pluma de Philippe Paraire, leemos que la población amerindia «descendió en tres siglos de 40 a 20 millones… al menos veinte millones de personas han sido sacrificadas al Dios Beneficio de manera directa, por medio de la masacre, la miseria, las deportaciones y las explotaciones. Faltan los detalles. Sin embargo, el cuadro general es terriblemente edificante: reacios, testarudos, diabólicamente alérgicos al trabajo forzado que los colonos les imponían, los amerindios, declarados extranjeros en su propia tierra, fueron arrojados a la nulidad por los emigrantes europeos» (Philippe Paraire, «Economía servil y capitalismo: un balance cuantificable», en El libro negro del capitalismo, Txalaparta, Tafalla (Navarra) 2001, págs. 45-46).
Sin embargo, El libro negro de la humanidad escrito por el necrometrista y cuantificador de baños de sangre Matthew White cuenta que desde 1492 fueron 15 millones de muertos, y no sólo en la América española sino en todo el continente americano (incluyendo también la conquista del Oeste por Estados Unidos).
Según David E. Stannard en un libro titulado El holocausto americano, que es citado en El libro negro de la humanidad, se llegaron a liquidar 100 millones de indios. Y según Rudolph J. Rummel en Statistics of Democide, también citado en el susodicho libro, antes de 1900 los indios padecieron de 9.723.000 a 24.838.000 «democidios», incluyendo una matanza entre 2 a 15 millones durante la era colonial.
Y es interesante la reflexión que hace el autor de El libro negro de la humanidad: «El quid de la cuestión es que nadie tiene ni la más remota idea de cuántos nativos americanos había antes de que llegasen los europeos y empezasen a contarlos y a matarlos. Tal como lo expresa The New York Public Library American History Desk Reference, “los cálculos de la población nativa de las Américas, todos ellos sin ninguna base científica, oscilan entre 15 y 60 millones”. Pero incluso esta cínica valoración es errónea, pues las estimaciones van de los 8 a los 145 millones. La mayoría de los autores toman el cálculo que más les conviene para las tesis que presentan. El número de indios es directamente proporcional a cuán destructivos quieren que sean los europeos».
Y añade: «Por si sirve de algo, el cálculo de unos 40 millones de habitantes originales parece ser el más utilizado entre las autoridades que no tratan de llamar la atención desde una tribuna. Así pues, ¿cómo llego yo a los 15 millones que aparecen en el encabezamiento de este capítulo? He supuesto que el Nuevo Mundo empezó con 40 millones de personas, pero tras la llegada de los europeos, la población amerindia se desplomó y tocó fondo hasta situarse en torno a los 5 millones. El siguiente paso consiste en determinar cuántos de estos 35 millones de muertos son imputables a matanzas resultantes de la violencia y la represión, tanto directa (guerra, asesinato o ejecución) como indirecta (hambruna o enfermedad grave). Evidentemente, algunas lo fueron y otras no. No tenemos certeza alguna para poder repartir el número de muertos de manera fiable, pero por más que juegue con las cifras, no consigo rebajar los genocidios graves a menos de 10 millones ni elevarlos a más de 20 millones. He dividido la diferencia» (Matthew White, El libro negro de la humanidad, Traducción de Silvia Furió Castellví y Rosa María Salleras Puig, Crítica, Barcelona 2012, págs. 270-271).
White concluye que las muertes a causa de la dominación occidental en toda América oscilan entre los 7 y los 24 millones. La mano de obra esclava tuvo como causa el desplome demográfico del continente americano: bien por las epidemias, bien por las masacres a la población nativa.
Según Massimo Livi-Bacci, que cita White, tras el estrago que causó las enfermedades entre 1512 y 1600 murieron 112.000 indígenas en lo que es la actual Cuba, entre 1548 y 1605 murieron 5.300.000 indígenas en lo que es el actual Méjico y entre 1572 y 1620 700.000 vidas se perdieron en el Perú. Según Milton Meltzer, también citado por White, entre 1508 y 1548 en La Española la población indígena pasó de 60.000 a 500 habitantes.
Las enfermedades del Viejo Mundo fueron transportadas inconscientemente al Nuevo Mundo, lo cual supuso «un descenso de alrededor del 90 por ciento en el siglo que siguió al primer contacto» (Elliott, Imperios del mundo atlántico, pág. 113). «Formas de enfermedad que en Europa no eran por fuerza letales causaban tasas de mortalidad devastadoras en poblaciones que no habían desarrollado la inmunidad que les permitiera resistirlas. En Mesoamérica, la viruela que hizo estragos entre los defensores mexicas de Tenochtitlán en 1520-1521 y mató al sucesor de Moctezuma, Cuitláhuac, tras unas pocas semanas de gobierno, fue seguida durante las siguientes décadas por oleadas de epidemias, muchas de ellas todavía difíciles de identificar con certeza: de 1531 a 1534, el sarampión; en 1545, el tifus y la peste pulmonar, una enfermedad que tuvo un impacto sobre la población a una escala terrible; en 1550, las paperas; de 1559 a 1563, el sarampión, la gripe, las paperas y la difteria; de 1576 a 1580, el tifus, la viruela, el sarampión y las paperas; en 1595, el sarampión. Oleadas comparables afectaron a los pueblos de los Andes, que sufrieron la viruela hacia la década de 1520, mucho antes de que Pizarro emprendiera la conquista del Perú» (Elliott, Imperios del mundo atlántico, pág. 114).
Ya hemos avisado de la mitología tenebrosa que se esconde tras la noción de «el buen salvaje». Pero vamos a ver que los indios americanos no eran ni mucho menos unas benditas e inocentes criaturas, y menos aún «dulces y apacibles corderos» masacrados por «lobos rabiosos», como decía el padre Las Casas. «Los españoles -escribía Alonso de Zorita, jurista español del siglo XVI, oidor de la Audiencia de la Nueva España que era el tribunal superior de justicia y el órgano administrativo, en su Breve y sumaria relación de los señores de la Nueva España (1585)- los compelían a que les diesen cuanto les pedían, y sobre ello los atormentaban con martirios y crueldades nunca vistas» (citado por Elliott, Imperios del mundo atlántico, pág. 113). Zorita reconocía que los indios también se extinguían por las «pestilencias que entre ellos ha habido» (citado por Elliott, Imperios del mundo atlántico, pág. 113); si bien atribuía esto a la desmoralización por los duros trabajos y al cambio de vida y al fin de sus tradiciones.
Sherburne Look estima unos 15.000 sacrificados al año y Woodrow Borah unos 250.000. Cifras muy dispares. Bartolomé de las Casas y Voltaire hablaban de 150 sacrificios al año, cifra que contrastaba con la de los españoles para justificar la conquista. El cálculo que hace Matthew White entre 1440 y 1521 es de 1,2 a 1,6 millones de sacrificados.
Desde la distancia, los españoles, a las órdenes de Hernán Cortés, observaban el panorama: «Vemos que les ponían penachos en la cabeza de muchos de ellos y con objetos como abanicos en las manos les obligaban a bailar ante [Huitzilopochtli] y después de haber bailado los colocaban inmediatamente de espaldas sobre unas piedras estrechas… y con cuchillos les abrían el pecho y les extraían el corazón todavía palpitante para ofrecérselo a sus ídolos». Y continúa: «Arrojaban los cuerpos por los escalones de una patada, y los indios carniceros que aguardaban abajo les cortaban los brazos y los pies y desollaban sus rostros y para adobar después la piel como cuero de guantes con las barbas puestas… y la carne se la comían en chilmole» (citado por White, El libro negro de la humanidad, pág. 227).
El motivo de tales sacrificios residía en la creencia delirante, propia de las religiones secundarias y de la barbarie (lo decimos en sentido antropológico), de que el Sol, Huitzilopochtli (dios del Sol y de la guerra), nació cuando uno de los dioses se lanzó a un fuego y con objeto de sanar y alimentar a dicho dios los demás dioses daban su sangre, pues sin dicha sangre el Sol moría. Todos los dioses del panteón azteca tenían como alimento la sangre humana, a excepción de Quetzalcoatl, la Serpiente Emplumada, que se oponía al sacrificio humano, pero fue exiliado por los demás dioses. Algunos aztecas creyeron que Hernán Cortés, envuelto en armaduras y montando a caballo, era Quetzalcoatl, cumpliendo así la profecía de su regreso.
Los aztecas eran sólo una pequeña tribu que fue abriéndose paso frente a otras tribus y se transformó en algo así como un Imperio de mar a mar en lo que es el centro del actual Méjico. Para saciar el hambre de su dios secundario, los aztecas le ofrecían la sangre de los apresados en las batallas. Las mejores partes del sacrificado eran entregadas al propietario del prisionero (aquel que lo capturó en la batalla) para comérselas en un banquete familiar, las sobras eran para las masas que preparaban un guiso, y los huesos eran echados a los pumas, los lobos y los jaguares para que fuesen roídos. En Tlaloc los niños eran sacrificados al dios de la lluvia y las mujeres a la diosa madre Xilonen.
Matthew White piensa que las causas del canibalismo azteca estaban en la falta de animales grandes y sabrosos, a extinguirse con la llegada de los primeros pobladores de América. «Las pequeñas poblaciones podían cazar y pescar animales salvajes, pero en una región tan densamente poblada como el centro de México, los únicos animales grandes que abundaban eran los otros pueblos. Para conseguir esta proteína, los mexicanos [esto es una anacronismo] necesitaban el permiso de los dioses para matar y comerse a sus vecinos, por consiguiente los aztecas compartían los corazones y la sangre con sus dioses y se quedaban la carne para ellos» (White, El libro negro de la humanidad, pág. 230, corchetes míos).
La misión de Cortés consistió en canalizar las tribus enemigas sometidas al Imperio Azteca, como los tlaxcalas (unos 80.000 aliados tlaxcalas se unieron a la lucha), los totonacas, los huejotzincas, los texcocanos, los cempoaltecas y otras tribus y pueblos; y así, solidarios frente a terceros, vencieron al enemigo común: los aztecas. El día que la actual presidenta de Méjico, Claudia Sheinbaum, se entere de esto le va a suponer un terrible disgusto. Y si el cantautor canadiense Neil Young hubiese conocido este dato, no precisamente anecdótico sino fundamental para entender la historia, tal vez no hubiese escrito una canción titulada Cortez the Killer en su álbum Zuma (1977): «Cortez, Cortez ¡Qué asesino!». Una canción, todo sea dicho, tan negrolegendaria como épica.
En la batalla murieron 200.000 aztecas, según El libro negro de la humanidad. Como se ha dicho, «el mismo hecho de que los “salvajes” mexicas fueran “un pueblo civilizado” iba a ser una ventaja para los españoles. Las estructuras imperiales organizadas por los mexicas y los incas, con su concentración de poder en un punto central, resultaban vulnerables a un asalto europeo en modos que los grupos tribales menos compactos de Yucatán o Norteamérica no lo eran» (Elliott, Imperios del mundo atlántico, págs. 107-108).
«En el periodo transcurrido hasta 1550, se registró la entrada oficial de unos 15.000 esclavos africanos en las Indias españolas, seguida por otros 36.300 entre 1550 y 1595, pero las cifras reales, abultadas por un creciente comercio de contrabando, debieron de ser sustancialmente mayores. En el lustro que siguió a la introducción en 1595 de un nuevo contrato de monopolio entre la corona española y un mercader portugués, Pedro Gomes Reinel, que controlaba el tráfico de esclavos de Angola, hubo un enorme y repentino aumento del número de africanos embarcados. Los 80.500 transportados a las Indias españolas durante esos años pudieron elevar el total para el siglo XVI hasta 150.000 (excluidos otros 50.000 llevados a Brasil)» (Elliott, Imperios del mundo atlántico, pág. 164).
«Durante los años en que tuvieron el contrato de monopolio, entre 1595 y 1640, los mercaderes portugueses transportaron a la América española entre 250.000 y 300.000 africanos, miles de ellos clandestinamente a través de la ciudad portuaria de Buenos Aires, que los españoles habían refundando en 1580. Desde allí se los enviaba a Perú, donde su trabajo era necesario para complementar el de los indios en las minas y los campos. Otros puertos de entrada eran Santo Domingo, La Habana, Veracruz y, sobre todo, Cartagena, que recibió más de la mitad del número total de esclavos enviados legalmente a la América española entre 1549 y 1640» (Elliott, Imperios del mundo atlántico, págs. 164-165).
En ciudades como Lima, México, Quito, Cartagena y Santa Fe de Bogotá la población esclava africana oscilaba entre un 10 y un 25%, según Elliott. «A pesar de todos los horrores de su situación, los esclavos africanos de las posesiones españolas en América parece que disfrutaron de mayor margen de maniobra y más oportunidades para mejorar que los de las colonias británicas. Desarraigados y lejos de su hogar se consideraba que representaban una menor amenaza en potencia para la seguridad que la población indígena. Esto implica que los colonizadores españoles tendían a emplearlos como supervisores o ayudantes para tratar con la mano de obra india, con lo que los elevaban un peldaño en la cada vez más complicada jerarquía étnica y social. A menudo los colonizadores se equivocan al depositar su confianza y las merodeantes bandas de “cimarrones” o esclavos fugitivos en un peligro para las colonias españolas, sobre todo en el Caribe y Panamá. La ambigua condición de los esclavos, puestos entre una población sujeta ella misma a una forma de servidumbre, ofrecía oportunidades de las que se podían aprovechar los perspicaces y los afortunados» (Elliott, Imperios del mundo atlántico, pág. 174).
«Paradójicamente, los esclavos de la América hispánica también se beneficiaron de que la España peninsular, a diferencia de Inglaterra, contaba con una larga experiencia en materia de esclavitud. Ello había conducido al desarrollo de un corpus de leyes y prácticas que, al menos jurídicamente, tendía a mitigar el infortunio de los esclavos. Sobre la base de que “todos los derechos del mundo siempre ayudaron a la liberta”, el código del siglo XIII de las Siete Partidas establecía ciertas condiciones para regular su trato. Éstas incluían el derecho a casarse, incluso contra los deseos de su amo, y a poseer propiedad de forma limitada. Las Partidas también dejaban la puerta abierta a la posible manumisión, ya fuera por parte del amo o de la corona» (Elliott, Imperios del mundo atlántico, pág. 174).
Los esclavos también tenían derecho a comprar su libertad con los ahorros de sus trabajos. De hecho a principios del siglo XVII los africanos libres superaban en número a los esclavos. Como se ha dicho, «el gobierno de la América colonial española era más “moderno” que el de España, y en realidad que el de prácticamente cualquier estado de la Europa de la época» (Elliott, Imperios del mundo atlántico, pág. 202).