Cogito interruptus: la época que ha dejado de pensar

Cogito interruptus: la época que ha dejado de pensar. Diego Fusaro

(*) N. del T. El término Uccidente –con “U”- es un juego de palabras, que el autor utiliza con frecuencia, compuesto por el vocablo “Occidente” y el verbo italiano “uccidere” –literalmente “matar”, “asesinar”-, para describir la pervertida deriva liberal-atlantista y turbocapitalista de Occidente.


Como ha evidenciado Heidegger en ¿Qué significa pensar?, “lo que es más digno de pensar” (das Bedenklichste) hoy en día es el hecho de que el pensamiento ha desaparecido por completo, sustituido por el cálculo y por la cuantificación, por el número y por la cantidad. Parafraseando la fórmula de Descartes, con la que se inaugura la aventura de la filosofía moderna y su centralidad del Sujeto, vivimos en el tiempo del cogito interruptus: la época ha dejado de pensar y se ha rendido a las razones del cálculo y de la cantidad, de la acción productiva y de la valorización del valor.

El llamado “pensamiento único” –pensée unique, tematizado por Bourdieu y abordado por nosotros en Pensar diferente– se convierte, de esta manera, en la figura paradigmática de la desvitalización de la facultad de pensar que actualmente se registra en todas las latitudes: el Uccidente, en efecto, también está teniendo éxito en la labor de aniquilar el “pensamiento pensante”, asfixiado bajo una capa de homologación mental que esteriliza toda energía intelectual y promueve la confortable condición en la que los súbditos de la jaula de hierro son dispensados del esfuerzo de emplear activamente su propia cabeza. Tal vez nada más que el “pensamiento crítico” –aunque, en verdad, la expresión resulte redundante, pues cualquier pensamiento, para ser auténticamente tal, presupone el elemento de la κρίσις –krísis-, del “juicio” y de la “decisión”– molesta al Uccidente global-nihilista: el pensar, de hecho, interrumpe el orden “natural” de la producción y del actuar, llamándolo socráticamente a rendir cuentas de sí mismo y de sus presupuestos, de sus orientaciones y de sus implicaciones. Pone en discusión lo que se supone que sea natural y esté más allá de cualquier cuestionamiento posible.

Recuperando, aunque con un significado diferente, la pareja conceptual utilizada por Gentile, en el tiempo del pensamiento único el “pensamiento pensado” prevalece sobre el “pensamiento pensante”: los marcos simbólicos y mentales suministrados hipnóticamente por el sistema tecnocapitalista y por el aparato de la industria cultural (justamente, el pensamiento pensado) desplazan la elaboración crítica que cada uno está llamado a llevar a cabo con su propia cabeza (el pensamiento pensante), concediendo o rechazando el asentimiento en función de aquello que le sugiera su facultad de juzgar pensando. Cuando todos, como hoy sucede, piensan lo mismo, eso significa que ninguno está pensando y que todos se limitan a repetir pavlovianamente el mensaje único homologado de la civilización tecnocapitalista; mensaje que, por definición, no es otra cosa que la superestructura de santificación del orden establecido y que, en consecuencia, se puede condensar en última instancia en el imperativo ne varietur (no hay alternativa).

En realidad, el pensamiento único podría entenderse legítimamente como la rica serie de esquemas conceptuales y prohibiciones mentales destinadas a la demonización preventiva de toda posible fuerza cinética de escape de la caverna platónica, ideológicamente transformada en jaula de acero con barrotes inoxidables. Lo hemos definido como pensamiento únicopolíticamente correcto” y “éticamente corrupto”, ya que, por un lado, glorifica y petrifica ideológicamente en un a priori inmodificable el diagrama de las relaciones de poder realmente dadas; y, por otro lado, procede a la aniquilación de aquellas “raíces éticas” (sittliche Wurzein) de hegeliana memoria que, desde la familia hasta la escuela, desde los sindicatos hasta el Estado soberano, resultan eo ipso incompatibles con la redefinición tecnocapitalista del mundo entero como el open space espacio abierto– de un único mercado unificado para consumidores apátridas y desarraigados (un único e inmenso “sistema de las necesidades”, System der Bedürfnisse, diría Hegel).

Cierto es que, en cada época histórica, ha habido un «pensamiento dominante«, coincidente –Marx docet– con las ideas dominantes de las clases dominantes (o incluso con su dominio material transferido al cerebro de los hombres): pero nunca, hasta hoy, se había registrado la aniquilación del pensamiento «antagónico» y «divergente«. El pensamiento, de “dominante” se transforma en “único” –y, por tanto, pierde la prerrogativa misma de λόγον διδόναι, o sea de dar razón respecto a las otras perspectivas– cuando consigue eliminar la posibilidad misma de pensar diferente. No es de extrañar, entonces, que buena parte de las energías del pensamiento único y de sus múltiples voceros –los pedagogos del mundialismo tecnocapitalista– sean empleadas con vistas a la desactivación apriorística de la posibilidad de pensar de otro modo y, en último extremo, de pensar tout court a secas-: no hay locus revelationis de la condena a muerte del pensamiento llevada a cabo por el Uccidente que lo refleje mejor que la “neolengua” en la que el pensamiento único se articula y se cristaliza.

Actuando mediante proscripción censora y no por refutación socrática, la neolengua neo-orwelliana de la civilización uccidental se rige por una gama más o menos rica de lemas y funciones conceptuales cuyo fin no es promover el pensamiento, sino desvitalizar sus mismas condiciones de posibilidad y de ejercicio. Por ejemplo, la neolengua tecnocapitalista condena al ostracismo como “soberanista” a cualquiera que aspire a la recuperación de la soberanía nacional como base de la soberanía del pueblo (es decir, de la democracia). Demoniza como “homófobo” a cualquiera que no se adecúe al nuevo orden erótico del panconsumismo sexual y todavía defienda la centralidad de la familia natural como célula genética de la sociedad y como fuente de la vida. Deslegitima como “populista” a cualquiera que aún crea que la soberanía corresponde al δῆμος –dêmos– y no a la banca y a los consejos de administración de la plutocracia neoliberal no border. Y, sobre todo, estigmatiza como “conspiranoico” a quien intente cuestionar sus dogmas del pensamiento único, ejercitando el arte de pensar que, según la etimología, expresa ante todo la capacidad de sopesar y evaluar críticamente.

Va de suyo que, para el nuevo orden mental impuesto por la civilización tecnocapitalista, la propia labor de la filosofía aparece como un comportamiento conspirativo, siendo verdad como lo es, que la filosofía occidental se origina precisamente de la necesidad de buscar una verdad más profunda que aquella presunta ofrecida por la fenomenicidad del discurso común y por el darse inmediato de los entes. En una carta fechada el 18 de diciembre de 1812, Hegel sostiene –disgustado por las diversas quejas sobre la difícil exposición de su Logik– que la filosofía especulativa debe necesariamente parecer, a cuantos aún no han sido iniciados en ella y son profanos, como un verkehrte Welt, como un “mundo al revés” o “mundo invertido” (según una imagen afortunada que tendrá un gran impacto en el pensamiento de Marx): un mundo al revés que contradice todos los conceptos usuales y las más probadas representaciones, sobre todo la “no filosofía” (Unphilosophie), basada sobre el sentido común, que molesta se encoge de hombros en presencia de las argumentaciones filosóficas.

Y es también siguiendo esta clave hermenéutica como se explica la enemistad entre el tecnocapitalismo y la filosofía como capacidad de pensar diferente, de problematizar lo obvio, de refutar lo falso, de utilizar la propia cabeza como único fundamento para el saber verdadero (sapere aude!, según el lema asignado por Kant a la Ilustración) y como búsqueda de la Verdad de la Totalidad. A esto se añade la estructural “inutilidad de la filosofía”, o sea su ser intrínsecamente liberada del vínculo de lo util y del servir-a-algo  y, además, su estar establemente en condiciones de someter a crítica un mundo que los eleva a único criterio de referencia y a exclusiva fuente de sentido.

La filosofía, siguiendo las huellas de Hegel, es ciencia de la Totalidad articulada y, por tanto, saber máximamente “con-creto”, respecto a la relación dinámica entre las Partes y el Todo en su con-crescer: conoce, evalúa y transforma el Todo, planteándose como saber a un tiempo teorético, axiológico y práctico. La era tecnocapitalista, como ya se ha subrayado, se encomienda y se consagra exclusivamente a la ciencia del “intelecto abstracto”, que determina y acepta la parte aislada del Todo y vuelve, eo ipso, imposible el conocimiento, la valoración y la transformación de la Totalidad alienada. La sociedad misma no es un “hecho” que pueda ser fijado como tal, sino una relación dinámica entre las Partes y el Todo. El método científico profundiza el conocimiento del Objeto que se encuentra frente al científico (Obiekt), pero de ningún modo puede indicarnos qué sea el bien, qué sea lo justo y cómo se puede perseguir la “vida buena” (del griego εὖ ζῆν) tanto a nivel individual como social. Y confiar enteramente en la ciencia produce un resultado dialéctico preciso: el de la inversión del racionalismo científico del intelecto abstracto en un inédito –y hoy hegemónico- irracionalismo de masas. En el hodierno Uccidente, cientificismo e irracionalismo coexisten como fenómenos opuestos e igualmente expresivos de la racional irracionalidad de nuestro tiempo.

Filosofía y ciencia –explica Hegel– se presentan, en consecuencia, diferentes ya sea por método, ya sea por contenido: la razón dialéctica que aferra la differenzierte Totalität (lo Verdadero) es irreductible al intelecto abstracto científico, que descompone lo real en sus partes empíricas reflejadas con exactitud (lo cierto científico). La mera ciencia de los hechos produce –observaba Husserl– meros hombres de hecho, que constatan y aceptan el orden de las cosas, mientras que la ciencia filosófica de la verdad –ἐπιστήμη τῆς ἀληθείας, con la Metafísica aristotélica (993 b)– genera seres humanos pensantes (y no sólo calculantes), capaces de conocer y evaluar su tiempo y, si es necesario, modificarlo operativamente.

De manera más general, se podría afirmar que el Uccidente pantoclasta, reabsorbido en las espirales de la dictadura del relativismo y del ateísmo líquido de la indiferencia, es completamente «alethófobo«, es decir, opuesto a toda instancia veritativa: la muerte de Dios y el dominio absoluto del tecnocapital no requieren fundamentos metafísicos y veritativos y, es más, deben desalentarlos y deslegitimarlos, para que nada pueda poner en cuestión un orden fundado sobre la nada. Por eso, el Uccidente condena a muerte, junto a la filosofía, también a la religión y al arte, o sea las otras dos figuras fundamentales del absoluter Geist Espíritu Absoluto– tematizado por Hegel. Coincidiendo con la unidad de idealidad y objetividad del Espíritu, el “Espíritu Absoluto” se corresponde con la Verdad Absoluta, por tanto con el contenido que comparten el arte, la filosofía y la religión, diversificado únicamente por las modalidades expresivas que utilizan.

En efecto, bajo la escolta de Hegel, la forma debilitada de la “representación” (Vorstellung) religiosa y de la “representación sensible” operada por el arte son diferentes e inferiores al poder del “concepto” (Begriff) filosófico, el único capaz de rendir cuenta de la sujeto-objetividad y de la Totalidad diferenciada (differenzierte Totalitaet). Solamente la filosofía es, en sentido pleno, “espíritu pensante”, es decir, “la forma más alta, más libre y más sabia” del Espíritu. Sólo con el Begriff filosófico –explica Hegel– el Sujeto y el Objeto son momentos del mismo Espíritu: y su oposición es, en verdad, la oposición de la Sustancia consigo misma. Con la potencia del concepto, por tanto, la filosofía supera y, al mismo tiempo, hace realidad arte y religión: la objetividad del arte se libera ahora de lo sensible, del mismo modo que la subjetividad de la religión se purifica en subjetividad del pensamiento puro. En cuanto reino del Herrschaft des Begriffs, del «señorío de los conceptos«, la filosofía puede, de este modo, definirse como superación o Aufhebung -por tanto, como «negación» y como «conservación«- del arte y de la religión, puesto que los supera, los niega y los conserva, manteniendo sus contenidos y, al mismo tiempo, elevándolos en la forma superior del Begriff.

En este sentido, el arte, la religión y la filosofía coinciden con el “Domingo de la vida” y el “Viernes Santo especulativo” (der spekulative Karfreitag), con lo eterno celebrado en lo finito y con la “autoconciencia del Espíritu Absoluto”. Con el Espíritu Absoluto –arguye Hegel en la Enciclopedia (§ 552)– se tiene el “saber del Espíritu Absoluto, que es el saber de la verdad eternamente real”. No puede escaparse como, para Hegel, la ciencia, que tiene su campo de aplicación específico en el reino de lo cierto, no forma parte de las figuras del Espíritu Absoluto y no tiene por objeto la verdad: el hecho de que el tecnocapitalismo promueva la ciencia como único conocimiento permitido revela cómo el Uccidente alethofóbico aspira a aniquilar la cuestión de la verdad, sustituyéndola por la de una certeza calculable y controlable, orgánica al funcionamiento de la Técnica. Pero –deberíamos preguntarnos– ¿qué puede decir la ciencia en presencia de la Totalidad? ¿Y ante el problema de Dios? ¿O, incluso, delante de una obra de Caravaggio o de Velázquez? El error del Uccidente –vale la pena insistir– no reside en la valorización de la ciencia, sino en su elevación integrista a único saber permitido: la ciencia es, ciertamente, una de las ideaciones fundamentales de la humanidad, pero, como señalaba Husserl en La Crisis de las ciencias europeas, «sería absurdo que el hombre decidiese dejarse juzgar definitivamente por una sola de sus ideaciones».

La condena a muerte de la filosofía como “alethofilia” y como arte del pensar diferente en la búsqueda de la verdad se acompaña, en el reino del Uccidente, de una idéntica demonización y neutralización de las otras dos figuras del Espíritu Absoluto. Así pues, la mejor definición que se puede ofrecer del ateísmo es la hegeliana, según la cual éste coincide con la pérdida del interés por la cuestión de la verdad: la muerte de Dios, como la expresa el lenguaje representativo de la religión, no es otra cosa que la muerte de la verdad y del fundamento último. El homo globalis ya no tiene un “Domingo de la vida” y está perpetuamente atrapado en las irreflexivas “tareas cotidianas” de producir y consumir, de calcular y usar.

La eutanasia a la que es sometida la filosofía se realiza no sólo mediante la imposición del pensamiento único, sino también, sinérgicamente, a través de la mencionada absolutización religiosa de la ciencia como único saber admitido y por medio de las performances de sentido de la subcultura posmoderna: racionalización filosófica de la renuncia programática a cambiar el mundo, el posmoderno asume el estatus de nihilismo plenamente desarrollado, transfigurado en única posibilidad de emancipación hoy permitida («nihilismo y emancipación», como sugería un texto de Vattimo) y en «gran relato», que cuenta la pérdida originaria del fundamento, la ansiedad que deriva de esta pérdida, la resignación por el hecho de que es irreversible y, por último, el hábito que gradualmente surge de ella, hasta la plena aceptación de este mundo como el menos malo o, en todo caso, el único posible.

Por lo que concierne al arte, su condena a muerte –decididamente distinta de la “muerte del arte” atribuida a Hegel– se verifica mediante la reducción de la obra de arte a mercancía entre las mercancías, desprovista de toda tensión veritativa y reducida a valor de cambio, por tanto evaluada no por la experiencia de verdad que revela y hace posible, sino por el dinero que puede generar para quienes la comercian. Es cuanto eficazmente aflora de la película de 2013 La mejor oferta. En el “tiempo de los mercaderes”, siguiendo la locución de Hegel, el arte ya no parece capaz de hablar al homo globalis, apto únicamente para entender el lenguaje de la Técnica, de los negocios y de la certeza científica.

En la era del cogito interruptus, del pensamiento único y de lo que Bourdieu definiera como la invasión neo-liberal, se vuelve de vital importancia reapropiarse de las tres figuras del Espíritu Absoluto y, más en general, del pensamiento pensante; y a la obsesión tecnocientífica por la “inmunidad de rebaño”, es necesario contraponer la figura de la “inmunidad del rebaño”. Pensar con la propia cabeza sigue siendo la vía real del filosofar y, sinérgicamente, de la resistencia a la barbarie progresista del Uccidente tecnocapitalista.

Top