Contingencia del ser y libertad humana: cuestiones ontológicas del determinismo

Contingencia del ser y libertad humana. Santiago Mondejar

Los postulados metafísicos son indemostrables por definición, pero cada una de las posturas opuestas puede ser respaldada racionalmente apelando a su congruencia con una visión amplia y coherente del ser del hombre y por añadidura, del universo, aunque este será un esfuerzo baldío si no se evita cualquier posible confusión entre la metafísica y las otras ramas del saber humano.

En este sentido, la libertad ha suscitado un sinfín de debates recurrentes que, en su mayoría, han girado en torno a una tensión polar, aparentemente irresoluble entre el determinismo y el indeterminismo. En tiempos recientes, la cuestión del libre albedrío ha vuelto a la superficie de la mano de un coro de científicos célebres como por la vía de un reduccionismo[1] cuya tesis central es que tanto la conciencia como la libertad de agencia son meras ilusiones.

En cualquier discusión de alcance filosófico, es frecuente que el debate surja a partir de ambigüedades terminológicas que llevan a conflictos semánticos, como ocurre con el término ser, el cual puede aludir tanto a lo que algo es (su sustancia, esencia o naturaleza) como al acto mismo de su existencia (el proceso por el cual una realidad se manifiesta como tal). La tematización del determinismo no es ajena a este problema, de manera que a menudo las argumentaciones traspasan, podríamos decir, determinados cierres categoriales[2], creando así más confusión que claridad.

Este fenómeno se hace patente cuando, desde posturas cientificistas, se recurre al reduccionismo para equiparar el libre albedrío con la racionalidad, un proceso que culmina en la reducción del acto de razonar a la mera computación. Tal postura, a su vez, habilita a los científicos informáticos para conceptualizar la computación como una máquina lógica, la cual, en última instancia, es reducida por el físico a átomos y moléculas, mientras que el matemático la somete a una teoría matemática fundamentada en los espacios de Hilbert[3]. De este modo, la noción de libre albedrío se ve finalmente reducida a un conjunto de funciones operando sobre un sistema ordenado de números.

Esta manera de abordar un tema intrínsecamente metafísico se ve inevitablemente arrastrada hacia la sofistería ontológica, al recurrir al lenguaje matemático. Al dejarse seducir por la tentación de identificar las estructuras matemáticas con la realidad misma, se incurre en un error lógico de primer orden, un desliz ya cometido por Stephen Hawking al utilizar el número imaginario i (la raíz cuadrada de -1) en su formulación de la radiación de los agujeros negros[4].

Con esta argucia, al transponer al ámbito ontológico lo que no es más que una construcción matemática, se incurre en una confusión categorial fundamental entre el plano de la abstracción formal y el de la existencia efectiva. Tal confusión permite a sus defensores alegar la irrealidad del libre albedrío, fundamentando su idea en que éste implica la capacidad de elegir entre futuros posibles.

Según ellos, las leyes naturales que hemos formulado, y que se hallan confirmadas con suficiente precisión, no admiten tal elección: todo lo que acontece habría quedado predeterminado desde el Big Bang, salvo por las contingencias derivadas de las fluctuaciones cuánticas.

Naturalmente, tal afirmación es una falacia, para cuya refutación basta con remitirse a la distinción aristotélica entre lo necesario y lo contingente: Sabemos por Aristóteles que lo necesario se refiere a aquello que no puede ser de otro modo —como las leyes naturales que gobiernan el cosmos—, mientras que lo contingente abarca aquello que admite variación, como las decisiones humanas, inscritas en el ámbito de la libertad. Esta distinción obra en el marco de un universo causal que, sin embargo, no se define per se como absolutamente determinista sino compatibilista, dejando así espacio para la indeterminación y la agencia humana.

La aplicación de estas reflexiones a conceptos como la indeterminación cuántica y la causalidad de arriba hacia abajo clarifica ciertos aspectos del fenómeno de la agencia, sin transformar sus fundamentos ontológicos. Pero la indeterminación cuántica, en tanto que no implica ni control ni voluntad, resulta ineficaz para fundamentar de manera significativa una explicación del libre albedrío. Por contra, la causalidad de arriba hacia abajo (i.e. de lo macro hacía lo micro), nos muestra cómo los patrones macroestructurales —como la intención y la volición— pueden influir en los procesos microfísicos sin contradecir las leyes fundamentales de la naturaleza.

En coherencia con las estipulaciones aristotélicas recién aludidas, tanto la física fundamental como la neurobiología, aunque esencialmente deterministas, son insuficientes para dar cuenta de fenómenos superiores como la deliberación y la toma de decisiones humanas: al igual que las propiedades emergentes de los sistemas complejos trascienden las características de sus componentes individuales, la organización cerebral origina comportamientos intencionales que abren horizontes de posibilidad que exceden las limitaciones impuestas por las leyes físicas aplicadas a escalas subatómicas.

Dicho de otro modo; los estados mentales poseen un auténtico poder causal que no se reduce a la mera epifenomenalidad, coexistiendo de manera armónica con las explicaciones físicas. De esta forma, las relaciones causales intervendrían simultáneamente en niveles físicos y mentales, justificando el papel de estos últimos en el marco de la acción humana.

Por lo tanto, las relaciones causales intervendrían simultáneamente en niveles físicos y mentales, justificando el papel de estos últimos en el marco de la acción humana. Es posible entonces defender la realidad del libre albedrío sin contradecir las leyes de la física, como expresión del poder inmaterial del ser humano para elegir con base a la inteligencia sentiente. Esto es consistente con nuestras intuiciones, y por lo tanto con los arquetipos que encontramos en los libros de texto de las religiones y los mitos.

Según decíamos al inicio de este escrito, las controversias en torno al libre albedrío y el determinismo han sido recurrentes en la historia del pensamiento occidental, por lo que, más allá de tecnicismos noveles y modas culturales, el núcleo del debate ha cambiado bien poco a lo largo del tiempo, lo cual nos sirve para entender mejor los peligros que para el ser en cuanto ser entraña la apología del determinismo actualmente en boga, a lomos del metacapitalismo[5] digital.

Un ejemplo paradigmático de estos riesgos implícitos se encuentra en la condena de las tesis averroístas en 1277, promovida por el obispo Étienne Tempier, un hito decisivo en la historia del pensamiento cristiano. Principalmente, dicha condena expresa un rechazo radical al determinismo, entendido como la concepción según la cual todo acontecimiento está necesariamente determinado por causas previas.

Este determinismo, integrado en la filosofía greco-árabe por pensadores como Averroes, negaba la posibilidad de la contingencia, de lo imprevisible y no explicable por causas necesarias. En contraposición, el cristianismo, según Tempier, sostiene que el mundo debe ser libre, pues solo en un universo libre puede manifestarse la verdadera voluntad divina.

El rechazo al determinismo, tanto en su contexto medieval como en la actualidad, no es simplemente una cuestión filosófica, sino asimismo teológica: la libertad de Dios, quien ha creado y ordenado el mundo, debe reflejarse en la libertad del mundo mismo. Si Dios es libre con respecto al mundo, incluso respecto al hecho mismo de su existencia, entonces el mundo debe manifestar esa libertad. La existencia misma del mundo no puede ser comprendida como un resultado de necesidad ineludible, sino como un acto libre, contingente y, por ende, susceptible a lo imprevisible.

En ese marco, la libertad cristiana no se reduce a una capacidad de elección, sino que implica una expresión directa de la libertad divina en su acción creadora. El acto de existir, el hecho de que algo «sea», es, en sí mismo, un acto fundamental de libertad. Así, la libertad cristiana se manifiesta no solo en la capacidad de actuar, sino en la posibilidad misma de ser.

Esta noción de libertad se extiende más allá del ser humano, abarcando todo el cosmos, desde la materia hasta el espíritu. Aunque la materia parezca sometida a leyes necesarias, en última instancia es también una manifestación de la libertad divina. La libertad humana, sin embargo, es notoria por su dimensión espiritual: el cuerpo humano está sujeto a las leyes naturales, pero el espíritu humano accede a una libertad más profunda, que le permite decidir y actuar autónomamente dentro de los límites de su naturaleza.

Por consiguiente, para ser y actuar libremente, el ser humano debe ser, en primer lugar, un ser contingente. Esta afirmación, aparentemente tautológica, revela una profunda verdad: solo a través de la contingencia de su ser el ser humano puede ser verdaderamente libre. La libertad, por lo tanto, no es una facultad externa otorgada al hombre, sino que es inherente a su ser mismo. La capacidad de elegir, de actuar, de influir en el mundo, es posible porque el ser humano tiene acceso a un principio de libertad ontológicamente fundamental, un reflejo directo de la libertad divina. En definitiva, el cristianismo representado por Tempier entendía la libertad no como una mera facultad de elección ni como un atributo aislado de la voluntad, sino como un principio trascendental que estructura la existencia del ser humano.

En efecto, este concepto radical de libertad trasciende la noción banal de libertad de elección, manifestándose como una dinámica que impregna todas las dimensiones del ser humano. Tal clase de libertad se revela en su relación con el futuro, de manera que, en lugar de reducir el futuro a un simple devenir hacia el presente, la libertad lo mantiene como un horizonte abierto e indeterminado.

Esta capacidad de no fijar el futuro, de no reducirlo a un hecho ya consumado, subraya que la libertad ontológica defendida por Tempier no solo se extiende al presente, sino también al tiempo en su totalidad, como un proceso continuo de devenir y no como una sucesión línea, y es por ello que la libertad se entendiendo como el discontinuo de comienzos, un principio de ruptura con lo preestablecido que se manifiesta como un principio de creación y reinvención, un continuo romper con lo dado que permite la apertura a nuevas posibilidades de ser.

La radical onticidad de estos principios no deja lugar a dudas respecto a la motivación última de la condena del obispo de París a la doctrina determinista de Averroes[6].

Con todo, las proposiciones del filósofo musulmán fueron retomadas y reformuladas más tarde por Spinoza, para quien la naturaleza y Dios no son entidades separadas, sino que se funden en una misma realidad, una sustancia única e infinita que se despliega a través de sus atributos y modos. Este enfoque monista ontológico, que niega la dualidad entre lo divino y lo natural, conduce inexorablemente a un determinismo absoluto, en el que todos los fenómenos, desde los más simples hasta los más complejos, son manifestaciones necesarias de la naturaleza divina, gobernadas por las leyes inmutables que rigen la sustancia única. En este escenario, el concepto de lo contingente se ve eliminado, pues cada acontecimiento, por más aleatorio que pueda parecer, se deriva de la esencia de la sustancia de manera ineludible.

La influencia de Averroes sobre Spinoza es por lo tanto manifiesta en el pensamiento del filósofo sefardita. Las doctrinas averroístas, transmitidas a través de la tradición escolástica y renacentista, proporcionaron los fundamentos intelectuales que permitieron a Spinoza construir su propia filosofía. Ambos pensadores comparten una visión determinista[7] que va más allá de la mera descripción de la causalidad natural, sugiriendo una conexión intrínseca entre lo divino y lo natural. Dicha interrelación, en la obra de Spinoza, da lugar a una concepción del determinismo que no se limita al mundo físico, sino también como una manifestación de una necesidad universal que atraviesa toda la realidad, una necesidad que no se refiere únicamente al orden material, extendiéndose a la totalidad del ser.

En la ontología de Spinoza, la distinción fundamental entre la sustancia y los modos define un marco en el cual el ser se despliega de manera total e infinita, sin limitaciones particulares. La sustancia, identificada con Dios o la naturaleza, es auto causada, eterna e independiente; su existencia no depende de nada fuera de ella misma, lo que le confiere una singularidad absoluta dentro de su sistema filosófico.

Los modos, por su parte, son manifestaciones finitas y particulares de esta sustancia infinita. Al depender completamente de ella para su existencia, los modos carecen de autonomía ontológica y se presentan únicamente como expresiones determinadas por la naturaleza de la sustancia. De esta manera, los modos no poseen sustancia propia, sino que son los modos de ser de una única y eterna sustancia.

La noción de ser en Spinoza debe ser entendida a través de una distinción básica: el ser mismo, que constituye el fundamento absoluto y auto causado, se diferencia de los seres particulares, los modos, que son componentes de un todo mayor. En esta estructura, el ser no se presenta como una propiedad que se aplique de manera equitativa a todos los entes, sino que la sustancia y los modos comparten una misma naturaleza en términos de causalidad y esencia, pero de manera radicalmente diferente. La sustancia, infinita y autosuficiente, tiene una existencia que no depende de nada fuera de sí misma, mientras que los modos son finitos y dependen absolutamente de la sustancia para su ser.

Como vemos pues, la ontología determinista y mereológica de Spinoza, al establecer una visión del mundo en la que la necesidad universal es fundamental, choca de plano con la visión de Heidegger y su concepción del ser que se escapa de cualquier fijación ontológica particular, y, de manera similar a lo sostenido por el obispo Tempier en 1277, el ser se patentiza como un proceso continuo e indivisible, carente de distinciones absolutas, un flujo que oscila entre aspectos interdependientes de una polaridad ontológica fundamental.

Esta concepción va allende las categorizaciones tradicionales delineadas por Spinoza, siguiendo el legado filosófico de Averroes, que resurge en los desarrollos contemporáneos de una nueva ola de pensadores como Reza Negarestani, que articulan una síntesis entre el alcance explicativo del computacionalismo funcionalista y los objetivos sistemáticos del idealismo kantiano[8]. Su propuesta introduce un diferencial crítico entre la descripción material y la trascendental, orientada a explorar cómo la estructura normativa de la razón puede ser, simultáneamente, autónoma y estar implementada por las dinámicas causales del ser humano y por la infraestructura y superestructura tecno lingüísticas[9].

Bajo esta visión, la gradual emergencia de la racionalidad tecno-lingüística no solo transforma la biología[10] de la especie humana, sino que también adapta la neurología humana a las demandas de una teleología computacional que bien podríamos calificar de post-spinoiziana, y por consiguiente, averroísta.


[1] Schleim, S. (2020). Science and free will: Neurophilosophical controversies and what it means to be human. Springer.

[2] El cierre categorial es un concepto desarrollado por el filósofo español Gustavo Bueno en su teoría sobre la filosofía materialista. Se refiere a un proceso mediante el cual un sistema de pensamiento o una categoría filosófica se «cierra» o se define completamente dentro de su propio marco, sin necesidad de recurrir a elementos externos. Este cierre asegura que el sistema sea coherente y autónomo, evitando contradicciones o influencias de otras teorías. En otras palabras, el cierre categorial implica que una categoría o sistema conceptual tiene todo lo necesario para comprenderse a sí mismo sin depender de factores ajenos.

[3] Los espacios de Hilbert son un concepto matemático utilizado principalmente en física y matemáticas, especialmente en el estudio de la mecánica cuántica. Son espacios abstractos que permiten describir funciones y sistemas en los cuales se pueden realizar operaciones como la suma y multiplicación por un número. Un aspecto clave de estos espacios es que tienen una estructura geométrica que permite medir distancias y ángulos, lo que es útil para estudiar sistemas complejos. En la mecánica cuántica, por ejemplo, los estados de los sistemas físicos se representan como vectores dentro de un espacio de Hilbert.

[4] Stephen Hawking utilizó el número imaginario i en su trabajo sobre la radiación de agujeros negros, conocida como radiación de Hawking. En física teórica, los números imaginarios no son «imaginarios» en el sentido cotidiano, sino que se utilizan para describir fenómenos complejos que no pueden representarse solo con números reales. En el caso de Hawking, la inclusión de i en sus ecuaciones ayudó a describir la relación entre los campos cuánticos y la geometría del espacio-tiempo alrededor de un agujero negro. El número imaginario aparece en la formulación matemática de los procesos cuánticos, permitiendo que las fluctuaciones cuánticas en el vacío cerca de un agujero negro generen partículas y antipartículas, las cuales pueden ser interpretadas como la radiación observada.

[5] El metacapitalismo es un concepto que describe una etapa avanzada del capitalismo, caracterizada por la preeminencia de la economía digital y del conocimiento como principales motores de acumulación de riqueza. En este modelo, las empresas se centran más en activos intangibles, como datos, propiedad intelectual y redes, que en bienes materiales o infraestructura física. Esto ha llevado a una reconfiguración de las dinámicas económicas tradicionales, con un enfoque en plataformas tecnológicas, externalización de costos y la creación de monopolios digitales que controlan mercados mediante el dominio de la información y los algoritmos.

[6] Belo, C. (2007). Chance and determinism in Avicenna and Averroes (Vol. 69). Islamic Philosophy, Theology and Science: Texts and Studies. Brill.

[7] Taube, M. (2017). Causation, freedom and determinism: An attempt to solve the causal problem through a study of its origins in seventeenth-century philosophy. Springer.

[8] Negarestani, Reza. (2015) Revolution Backwards, Functional Realization and Computational Implementation. Alleys of Your Mind: Augmented Intelligence and Its Traumas, Meson Press.

[9] Puntel, Lorenz B. (2008) Structure and Being: A Theoretical Framework for a Systematic Philosophy, translated by Alan White, Pennsylvania University Press.

[10] Church, George, and Regis, Ed. (2014) Regenesis: How Synthetic Biology Will Reinvent Nature and Ourselves, Basic Books

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