Contra el eticismo en la historiografía y en el análisis geopolítico

Contra el eticismo en la historiografía y en el análisis geopolítico. Daniel López Rodríguez

Una de las cosas urgentes en las aulas (de secundaria y de universidad), y desde luego más allá de las aulas, es impedir que los alumnos y el público en general empiecen a comprender acontecimientos históricos o políticos actuales (sobre todo los referidos a las relaciones internacionales) desde la ética o la moral, porque desde tales coordenadas se puede garantizar que no van a entender absolutamente nada, y van a poner el grito en el cielo en vano (porque bastante tienen con las calamidades que realmente puedan vivir en su alrededor inmediato y/o a largo plazo).

La historia no es sólo la historia de los campos de batalla, pero sin ninguna duda en la historia hay mucho de eso. Las guerras entre reinos y naciones (o guerras civiles, o de secesión), o entre Imperios (con pretensiones universales o no), han ido forjando, para bien o para mal o -mejor dicho- más allá del bien y del mal, el desarrollo de la Historia Universal. Y esto no se puede juzgar desde una imposible tribuna universal (como sueñan algunos jueces empapados de una objetivamente alocada «justicia universal») ni condenar desde un Olimpo moral o ético.

Desde el eticismo la guerra es contemplada como una aberración, pero lo que realmente se aparta de lo que se considera normal (la norma, con sus excepciones) es el pacifismo y la armonía universal, porque lo realmente existente es la tensión velada (la confrontación diplomática) o el enfrentamiento abierto (ya propiamente bélico) entre los Estados o los diferentes grupos o partidos dentro de un mismo Estado. Por tanto, las concepciones ético-ideológicas impiden comprender los entresijos político-militares objetivamente, porque éstos no son meros  «conflictos de voluntades» que se pueden solucionar con «diálogo» y «buena voluntad»; ya que ni la política ni la guerra se reducen a subjetividades individuales sino a situaciones objetivas de conflictos entre Estados o clases sociales (o diferentes tendencias políticas); y por ello la racionalidad político-militar de una guerra determinada no responde a si ésta es justa o injusta sino a si es prudente o imprudente, algo que se podrá por fin valorar en su justa medida, o con más o menos rigor, cuando se dé el resultado, es decir, cuando el conflicto haya acabado y se firme la paz correspondiente.

Comprender tales acontecimientos desde la ética sería caer en un eticismo, es decir, en un reduccionismo que hace incomprensible la historia y la política y geopolítica de nuestros días. Eso sería un modo absurdo de proceder pero sin embargo es algo muy extendido, de lo que debemos advertir a nuestros lectores y a los alumnos en las aulas. Este eticismo es antipedagógico porque no muestra a los alumnos cómo es la realidad sino cómo debería ser, cuando ese «deber ser» es ideología, es decir, una conciencia falsa que oculta la realidad, o la distorsiona con infantiles fantasías. Y se trata de que los adolescentes dejen de ser niños (y de que los adultos abandonen una mentalidad infatiloide). Y cuanto más falsa es una ideología más necesita de la genuflexión de quienes la siguen.

El historiador, en tanto historiador, así como el analista de nuestro presente, lo que tiene que hacer es explicar (entender no ya en sentido moral sino gnoseológico) y no justificar o condenar. Como decía Espinosa, ni reír ni llorar: entender. Muchos historiadores moralistas, y no digamos los periodistas que analizan la actualidad de nuestro mundo geopolítico, lo que están contando son cuentos de hadas o más bien cuentos maniqueos, donde la lucha entre el bien y el mal destruye el rigor historiográfico en pos de un eticismo y un moralismo en el fondo hipócrita además de geopolíticamente inútil e incluso pernicioso (imprudente), y por ende gnoseológicamente errado.

Historiadores y analistas deben ceñirse a explicar (entender en sentido gnoseológico) la lógica del terror y no caer en el terror de la lógica. Cuando se ponen en plan eticista no son capaces de pensar más allá del bien y del mal, y predican desde una estratosfera moralista, más propia de ángeles que de seres humanos.

Los Imperios, más allá del bien y del mal (es decir, sin consideraciones eticistas o moralistas) son los auténticos hacedores de la Historia Universal, los sujetos efectivos de la misma. Los Imperios son las potencias realmente soberanas y muchos de los otros Estados son sólo formalmente soberanos, esto es, no lo son materialmente. Los náufragos de los Imperios de antaño son las sociedades políticas del presente. Aunque en dicho presente hay Imperios realmente existentes, si bien son muy diferentes.

Del mismo modo se cae en un psicologismo si se habla de «memoria histórica», pues la historia es el entendimiento y por ello depende de materiales objetivos como son las reliquias y los relatos. Por tanto no es cuestión de memoria, porque ésta es personal, y de lo que se trata es de reconstruir y poner en orden acontecimientos que desbordan el fuero interno de los sujetos.

Tampoco las guerras actuales se pueden entender desde la condena moral propia del moralismo filisteo de tantos periodistas y tertulianos («pantólogos» o expertos en la universalidad, entiéndase la ironía), y también de tantos políticos que demuestran que no son tales (gobernar se gobierna con la política, no con la ética, y apelar a la ética para ejercer una determinada política es puro idealismo ingenuo o cuando no mala fe).

Una guerra (como todas las guerras) éticamente es reprobable, pero políticamente (o geopolíticamente) puede resultar prudente (o no, la verdad se vería en el resultado, es decir, si dicha guerra trae la derrota o la paz de la victoria). En todas las guerras hay charcos de sangre y eso va contra la perseverancia de los sujetos corpóreos humanos a los que se dirige la ética (tal y como la define el materialismo filosófico, como vimos en nuestro anterior artículo en Posmodernia: https://posmodernia.com/diferencias-entre-etica-y-moral/).

Luego la guerra es lo que más podría oponerse a la ética, siendo la medicina (esto es, la prevención de la salud y la fuerza de los cuerpos humanos, o la curación de los mismos) la profesión más ética. Lo que es la ética a la medicina lo es la moral a la política. De ahí que los valores éticos los hacemos corresponder con la salud del cuerpo y los valores morales con la salud del cuerpo social, sin perjuicios de los conflictos y las contradicciones que hay entre ética y moral como vimos en nuestro citado artículo.

Tanto en la historia como en la política actual no hay buenos ni malos, porque tales categorías son éticas o morales, pero no históricas o políticas (eso no quiere decir que no se pueda criticar o clasificar a los sujetos históricos o a los políticos actuales, pero no en nombre de la ética, a no ser que se les reproche su falta de ética en otro tipo de cuestiones, como cuando roban o comenten atropellos de cualquier tipo).

No se puede reducir la historia a un combate maniqueo escatológico entre buenos y malos, como si unos fuesen absolutamente buenos y otros absolutamente malos. Obviamente en el mundo hay hombres malos y hombres buenos (y mujeres buenas y malas), pero ni todo es blanco ni todo es negro sino más bien cabe pensar que el mundo es gris (con sus múltiples tonos). La pluralidad de la realidad siempre se impone ante el monismo o ante el dualismo del bien y el mal.

Cuando decimos que hay que ir más allá del bien y del mal no estamos afirmando que no haya bien y mal sino que bien y mal son sólo aspectos de la realidad (tratados por la ética o en otros casos por la moral) que quedan desbordados por otras cosas u acontecimientos que ni son necesariamente buenos ni malos, sino que se valoran de otro modo.

Los acontecimientos históricos, en tanto historia (es decir, como recopilación o -más en rigor- como clasificación de reliquias y relatos), por sí mismos ni son condenables ni son justificables. No se puede juzgar a los muertos, como si se tuviese complejo de Jesucristo. Los personajes históricos (del pasado) -como ha dicho Gustavo Bueno- son aquellas personas que pueden influir en nosotros pero que nosotros no podemos influir en ellos (así como las personas del futuro estarán influenciadas por nosotros pero a su vez ellas no pueden influenciarnos).

Tales acontecimientos ya están cerrados y hay que aceptarlos tal y como han transcurrido (otra cosa es que haya cuestiones disputadas y no se sepa muy bien qué es lo que realmente pasó, como pasa con tantos enigmas de la historia; aunque cuestiones disputadas hay en todas las disciplinas).

Por todo esto, es absurdo valorar éticamente acontecimientos históricos, porque la historia va más allá del bien y del mal, y por ello, si hay rigor y no propaganda o leyenda negra, no hay que explicar dichos acontecimientos desde un dualismo metafísico maniqueo, ni tampoco es riguroso, sino más bien demagógico, hablar del «lado decente de la historia», como ha dicho algún político del Régimen del 78 (muy de la idiosincrasia del Régimen del 78, por cierto). Parafraseando el famoso lema de campaña de Bill Clinton, «es la Realpolitik, estúpido». Y no el voluntarismo moralista o eticista.

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