Contra la reducción cerebrocentrista

Contra la reducción cerebrocentrista. Emmanuel Martínez Alcocer

I. El cerebrocentrismo puede definirse como la tendencia a explicar todos los asuntos humanos –todo el espacio antropológico– de forma reduccionista, esto es, refiriéndolos únicamente al cerebro –reduciendo el espacio antropológico, alotético, relacional, a propiedades autotéticas, esto es, aquellas que en las que la predicación se resuelve en el propio ámbito de cada uno de los términos de la clase–.Tendencia que puede encontrarse en libros de neurocientíficos famosos como Antonio Damasio –que cuenta con un libro de elocuente título para lo que nos incumbe: Y el cerebro creó al hombre–, Zemir Seki, Francisco Mora o Gazzaniga, en libros de divulgación científica como los de Eduard Punset, en libros de autoayuda, en tertulias televisivas, etc.

Desde hace unas décadas, y más exactamente desde la llamada «década del cerebro», la de 1990, hemos podido ver la proliferación de disciplinas neurológicas que invaden todos los espacios de nuestras vidas (educación, ética, religión, economía, filosofía, política, etc.). Son las neuro-X, que pretenden absorber en sus campos, cual agujero negro, a multitud de disciplinas, en especial a las ciencias sociales o a las humanidades. Tampoco hacen ascos a cualquier otro tema que se tercie: amor, elección de trabajo, márquetin, altruismo, redes sociales, egoísmo, la felicidad, etc. Hablamos de un reduccionismo casi infinito, ya que estas neuro-X pretenderían tener la respuesta para casi todo. Si todo lo humano es susceptible de ser reducido al cerebro, ¿cómo no iban a poder explicar las neuro-X todos los aspectos que se imaginen, cómo no fagocitar en su campo toda la realidad?

II. Por otra parte, el sujeto (temático) en las neurociencias, y en psicología cognitiva, aparece con un doble papel: como cerebro creador y como objeto de entrenamiento. Parece, según nos dice la neurociencia de la que hablamos,que es el cerebro lo que nos hace humanos. Y así, del campo de una categoría científica, damos el salto a la antropología filosófica, pretendiendo definir (autotéticamente) qué es el hombre. Sin el cerebro, se dice, no seríamos capaces de percibir ni de conocer el mundo. Y se dice con razón, nadie lo negaría. Pero tampoco se puede negar, a nuestro juicio, que esto constituye una falacia que consiste en tomar la parte por el todo. Porque el cerebro, al contrario de lo que podría parecer, no es el que percibe ni el que conoce, sino quelo hace el organismo en su conjunto, que está incluido en un contexto social, cultural y ecológico determinado. La conformación del cuerpo humano se produce en y por su relación ecoetológica con su mundo entorno. Si no fuese de este modo sería algo así como un homúnculo, un «fantasma en la máquina». Por tanto, la importancia del cerebro no estaría sólo en «crear» una cosa u otra (en desarrollar una red de conexiones neuronales u otras), ni en percibir una cosa u otra, sino en mediar en lo que los organismos necesitan para vivir, siempre en función de lo que el medio le exija y le ofrezca. 

Un ejemplo de esto nos lo da la plasticidad cerebral. Esta nos muestra que el cerebro es capaz de variar enormemente en sus configuraciones para dar respuesta a los mismos fenómenos, y que, por tanto, también es dependiente de las conductas del sujeto y del ambiente ecológico y sociocultural en el que dicho sujeto se encuentre y desarrolle. Por tanto, podríamos afirmar que el cerebro sería, al menos, tan dependiente de esas variables «externas» como causa de ellas. 

III. Otro error que podemos señalar de esta reducción de toda la dimensión humana al cerebro está en tomar al cerebro como objeto de entrenamiento. Y es que el cerebro, a pesar de que se abuse de la metáfora, que no deja de ser una metáfora, no es un órgano que tenga sensibilidad ni pueda ser sujeto de entrenamiento como si fuese un músculo. Las modificaciones que pueda experimentar el cerebro dependen, de nuevo, de las actividades del organismo en su conjunto –actividades que implican a otros organismos, ya sean humanos ya animales o vegetales–, y son estas actividades las que producen y dejan «huellas» en el cerebro y en el resto del organismo. De modo que el cerebro, y su estructura, no podrían tomarse directamente como la causa del conocimiento, o del aprendizaje, sino que sería antes al revés. La estructura del cerebro (de sus redes neuronales) sería la que es porque es producto de los conocimientos que va adquiriendo. Es algo a posteriori, no a priori, por lo que no puede ser entendido como si de una causa primera se tratara.

Recurramos a un archiconocido ejemplo: se sabe que los taxistas de Londres tienen un desarrollo mayor del hipocampo que otros sujetos humanos, pero dicho desarrollo de las redes neuronales del hipocampo no es algo que haya «creado» el cerebro, sino que es producto de su continua experiencia y aprendizaje como conductores. Sería estúpido decir, no conozco a nadie que lo haya defendido, que son taxistas porque tenían ya esa zona más desarrollada –sin negar que haya casos en los que determinados individuos puedan desarrollar mejor que otros ciertas actividades porque hayan nacido con ciertas disposiciones que se las faciliten, pero también es cierto que necesitan entrenar y reforzar dicha actividad para poder desarrollarla–. Lo mismo pasaría cuando hablamos del resto de redes que el cerebro construye a lo largo de su desarrollo en todos los ámbitos del conocimiento. Lo que no quita para que, una vez producidas dichas modificaciones, se entre en un «bucle de recurrencia» en el que el desarrollo del cerebro produzca un mejor y mayor conocimiento, y este mejor y mayor conocimiento pueda provocar nuevos cambios, etc. En esta situación ya podríamos hablar del cerebro como co-causante; es decir, nunca debemos entender que su papel como causa sea de forma aislada, siempre está determinado y acompañado por el organismo al que pertenece y el contexto en que este se encuentra. Y es que, como vimos en un artículo anterior acerca de la causalidad, cuando se elimina, evacúa o ignora el esquema material de identidad en el que tienen lugar los procesos causales, se llega a absurdos de difícil resolución.

IV. A nuestro juicio, lo más importante para entender el cerebro es tener en cuenta lo que ocurre en su desarrollo. Un desarrollo que nunca es aislado, como si fuera un hombre flotante aviceniano. El cerebro no está ya programado, como bien se dan cuenta aquellos que se inscriben en la corriente conexionista; sin perjuicio de pueda contar con funciones –sobre todo vitales–ya dadas. Eso no se puede negar. Si bien, su propia plasticidad muestra, como hemos dicho, los efectos del contexto cultural, conductual y ecológico en que se encuentra el organismo. Podríamos decir por ello que lo que el «cerebro conoce» no lo conoce por sí solo, ni por sí mismo, sino que depende del organismo y de los contextos o entornos culturales y ambientales en los que el organismo, al que pertenece, se encuentra y en los que actúa. En definitiva: la conducta del organismo es esencial para entender el modo de funcionamiento del cerebro. 

Repetimos que no se trata por nuestra parte de negar la importancia del cerebro en todo esto, eso sería absurdo, sino que lo que pretendemos es señalar que no es «el primero» en estas cuestiones ni «está solo». Es todo el organismo el que participa. Igual que no es sólo el estómago, por ejemplo, el que realiza el proceso digestivo.

De ahí que peguntas como: ¿cómo forma el cerebro al yo (o a la conciencia o el conocimiento)? Son preguntas mal formuladas desde un principio, porque no se pueden formular así, ya que están pidiendo el principio. El yo (o la conciencia o el conocimiento) no es algo que emerja del cerebro, sino que tiene un carácter alotético, que implica relaciones con otras realidades –presentes en el espacio antropológico–. Por ejemplo, se podrán buscar todas las áreas y funciones cerebrales que se quieran implicadas del habla, y no carecerán de una pizca de importancia, pero también es cierto que el mismo hecho de hablar es constitutivamente alotético. Hablamos porque hay otros a los que hablar, porque tenemos un lenguaje intersubjetivo y suprasubjetivo con el que hablar y unos referentes objetivos sobre los que hablar. Como afirma Gustavo Bueno, «el lenguaje, y en particular los lenguajes dotados de pronombres personales, constituyen una categoría que no puede reducirse al terreno psicológico subjetivo del hablante, precisamente porque las palabras, incluso los pronombres personales, no pueden confinarse al terreno de la «mente individual» o del «cerebro individual», sino que requieren contar con contenidos extrasubjetivos, extrasomáticos, a saber, tanto los constituidos por otros sujetos distintos de la primera persona, como con las cosas impersonales significadas mediante las cuales el lenguaje intersubjetivo es posible»[1].

Afirmar que el cerebro creó al hombre es una «salvajada filosófica», un reduccionismo de lo más burdo. Porque supone definir al hombre mediante propiedades que supuestamente le corresponden intrínsecamente, aunque se supongan dadas por la evolución biológica. Porque, como decimos, se está excluyendo en esa evolución al sujeto corpóreo que es el hombre. Y también se excluyen todas las conexiones y relaciones que esos sujetos corpóreos han ido construyendo –y desechando–. Como, por ejemplo, las relaciones que los sujetos corpóreos humanos establecieron y establecen con los animales de su ecoentorno. Excluyendo, por tanto, la necesidad, para establecer una definición de qué sea el hombre –si es que una definición al uso es posible–, de tener en cuenta la relación de dominación que el hombre ejerce sobre los animales a partir de un determinado momento. Excluyendo, en definitiva, la posibilidad de decir que la propiedad alotética de dominación distingue entre hombres y animales, porque los hombres dominan a los animales y no al revés. Pero también distingue a unos hombres con otros, pues hay hombres que dominan a otros.

Lo mismo ocurre con la idea de yo, que si es algo –ahora no nos detendremos en una definición filosófica del yo o ego– es algo sociocultural e histórico, es una construcción histórica y filosófica. Es decir, tanto el yo como la conciencia o como el conocimiento, y tantas otras cosas, tienen un carácter institucional (cultural) e histórico-social, no son asunto exclusivo de la neurociencia o de la psicología cognitiva (sin perjuicio, repetimos, de que lo que estas disciplinas puedan decirnos sobre que el cerebro contribuye en gran medida a entender el yo (o la conciencia o el conocimiento)). Y es que, repetimos otra vez, hasta el propio funcionamiento del cerebro está a expensas de la sociedad. Por ejemplo, se sabe que la invención de la escritura ha reorganizado algunas funciones del cerebro. La racionalidad humana, según esto, no se da a escala intracraneal, sino a escala quirúrgica e institucional.

V. Una vez dicho todo esto, creemos que ya se podrá comprender lo importante que es resaltar la constante falacia mereológica cometida por muchos neurocientíficos y cognitivistas: se atribuyen al cerebro capacidades que sólo tiene el organismo en su conjunto, es decir, de nuevo se toma la parte por el todo. No es el cerebro el que «rastrea o selecciona la información» que requiere para una actividad u otra, sino que es el sujeto corpóreo con sus operaciones, sus sentidos y su cerebro, su organismo entero en definitiva, el que lo hace, lo cual evidentemente involucra y afecta a su cerebro.

Acciones como pensar, razonar, decidir, así como ver, saborear, etc., no son únicamente funciones cerebrales, sino que tienen una estructura que, a su vez, viene histórica y socialmente determinada (nosotros no percibimos igual, por ejemplo, la Luna o el Sol que otra persona de hace 4.000 años, nuestros conceptos sobre estos astros, que no han emergido del cerebro, son diferentes y por tanto la percepción de ellos también; no podemos percibir ni conocer el mundo al margen de nuestros conceptos y teorías acerca de él, conceptos y teorías que nos son inculcados desde la más tierna infancia). La visión o el habla no están localizados exclusivamente en unas redes neuronales específicas o unas partes del cerebro (en las áreas 17, 18 y 19 de Brodmann (lóbulo occipital) o en el área de Broca respectivamente). ¿Por qué? Obviamente porque sin los órganos de la visión, el modo en que se ha aprendido a ver y el entorno en el que el organismo está, el cerebro no puede participar en el proceso de visión, un proceso mediado por los conceptos que hemos mencionado. Y porque el lenguaje es una complejísima institución supraindividual y temporalmente previa que envuelve al sujeto; es más, da forma a su estructura cerebral.

Este error, esta falacia mereológica, es cometida por muchos cognitivistas y neurocientíficos –no por todos– en el afán por negar el dualismo de corte cartesiano, lo que les hace negar el cogito, la mente cartesiana, para recaer en un monismo reduccionista hipostasiando al cerebro. Sustituyen al yo espiritual e incorpóreo por el cerebro en una cubeta.

VI. Lo mismo podríamos decir cuando se trata de explicar la mente o la conciencia desde una reducción cerebral. Partiendo desde una postura materialista (que no corporeísta, es decir, considerando que no sólo lo corporal es material –un teorema matemático, la distancia entre dos objetos, un dolor, una norma conductual, una sensación, o un campo magnético son tan materiales como un cuerpo–), podríamos decir que en este punto el fallo de las ciencias neurológicas y cognitivas es tratar de explicar «lo mental» o «la mente» como si fuese algo que cayese exclusivamente dentro de su campo gnoseológico, es decir, de su campo de estudio. Porque «la mente», si es algo, no es algo que «esté» en la cabeza, ni en el cerebro, está en lo que los hombres son y en lo que los hombres hacen –como hemos dicho, la racionalidad es institucional–. Es, por ello, una Idea además de un concepto científico. De ahí que no la veamos presente sólo en el campo una ciencia, sino que es estudiada por varias y, también, por la filosofía.

VII. ¿También por la filosofía? ¿Qué pinta aquí la filosofía? Precisamente por lo que acabamos de decir, porque se trata de una Idea. Cuando mediante series de operaciones normadas sobre una diversidad de clases de términos (en este caso las neuronas, el neocórtex, las sinapsis, las áreas cerebrales, los axones, etc., etc.) se consigue establecer un cierre a través de identidades sintéticas (verdades o teoremas), que son las que consiguen cerrar el campo categorial, se constituye una ciencia. La cual en su desarrollo va estableciendo sus principios. Esa ciencia tiene un campo cerrado –que no clausurado– sobre el que opera, ese campo es la categoría científica. En filosofía no ocurre eso, porque las ideas filosóficas se configuran como producto de la confluencia (por inconmensurabilidad, incompatibilidad, etc.) del tratamiento que varias ciencias hacen de un concepto. De modo que en cada ciencia ese concepto (sigamos con el ejemplo de la mente) recibe un tratamiento distinto que no casa del todo con el tratamiento recibido desde otras ciencias, desde otras categorías. Es ahí donde entra la filosofía –por eso la filosofía habría que concebirla más como la «hija» de las ciencias (y de otras disciplinas y prácticas) que al revés, como se hace a menudo–. De modo que ante esa situación «extracategorial», la filosofía tiene que intervenir –aunque pueda hacerlo con operaciones o procedimientos parecidos a las ciencias, esto es, con operaciones de análisis y síntesis–, intentando poner orden con su crítica sistemática en esos choques o inconmensurabilidades categoriales, clasificando las distintas concepciones de esa idea –que es ya idea y no sólo concepto categorial– y presentando sistemáticamente la forma correcta de concebir la idea correspondiente.

La idea de mente, o de conciencia o de yo es un caso de esto. De modo que nuestra crítica sería esta: a las ciencias cognitivas y neurológicas no les corresponde, al menos en exclusividad, el estudio de la mente o de la conciencia o del yo. La mente, o la conciencia o el yo no son sólo conceptos, son también ideas, construidas históricamente, en ocasiones a lo largo de siglos. Por eso a las ciencias neurocognitivas les corresponde el estudio de las redes neuronales, de los sistemas perceptivos, de la plasticidad cerebral, de las diferentes funcionalidades del cerebro, de la interacción entre el cerebro y el resto del cuerpo, etc., que pueden ser muy importantes para el conocimiento de la mente. Pero no les corresponde propiamente el estudio de la mente, porque no es algo que se pueda tratar (sólo) científicamente. Como tampoco podemos decir que a la biología le corresponda el estudio de la vida, o a la zoología el estudio del animal. ¿Esto significa que las ciencias pertinentes no tengan nada que decir? No, claro que no. Y menos si, como decimos, no puede hacerse filosofía ni hay ideas filosóficas al margen de las ciencias, porque sin estas no existirían. Por eso el filósofo, a la hora de tratar de estas ideas tiene que tener en cuenta los materiales y resultados, las verdades, que le proporcionan las ciencias, pues este es el material sobre el que trabaja. Y gracias a esto, al trabajo de las ciencias, el filósofo tiene las armas e instrumentos, junto con un sistema filosófico, con el que afrontar el tratamiento de las ideas pertinentes.

VIII. Concluimos. El cerebro, o su estructura, no puede ser visto en principio y antes que nada como causa, sino más bien como efecto de las conductas orgánicas en un entorno etoecológico y de los sistemas institucionales o culturales. Sin negar nunca las estructuras cerebrales básicas que, evolutivamente, hayan podido constituirse y con las que nacemos.

El carácter constitutivamente aliorelativo, alotético, de los hombres, que marca su evolución biológica, es fundamental para entender al cerebro y sus estructuras y redes neuronales. Lo que no quita para que, una vez constituidas, esas redes o estructuras cerebrales incidan a su vez en las conductas y los sistemas culturales. Es un proceso de retroalimentación continuo. Porque el cerebro rige las funciones del cuerpo y sin él el cuerpo no funcionaría, sí, nadie lo negaría, pero sin el cuerpo, sus desarrollos, sus operaciones y sus relaciones con otros sujetos y otras realidades de su entorno tampoco se puede entender el funcionamiento del cerebro. La reducción cerebrocentrista implica una concepción antropológica de orden autotético, como si fuera una sustancia aristotélica, cuando los hombres deben definirse alotéticamente, en referencia a otros sujetos y a otras realidades que le rodean. En tanto en cuanto el sujeto es sujeto corporal –no un «sujeto cerebral»– y por tanto operatorio, está inserto en un contexto social, cultural y etoecológico que determina el comportamiento y curso del cuerpo y con él el del cerebro, así como esos sujetos determinan en muchas ocasiones los cursos y estructuras que le rodean (es una relación dialéctica de construcción, y destrucción, mutua). Dicho de otra forma: Naturaleza y Cultura –dos mitos hipostasiados, dos ideas metafísicas–están trabadas y conjugadas indisolublemente. No hay una dicotomía, ni, a raíz de dicha dicotomía, es posible reducir la una a la otra; lo que hay, a nuestro juicio, son múltiples involucraciones (con sus distinciones pertinentes).


[1]Gustavo Bueno, Individualismo y colectivismo en el siglo XXI. Perspectivas. Disponible en: http://fgbueno.es/gbm/gb2011ic.htm.

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