Correr y esconderse

En julio del 711, el ejército visigodo del rey Don Rodrigo cayó derrotado por las tropas mahometanas de Tarik y Musa, y, tras ello, los siete mil hombres del primero y los cinco mil del segundo se lanzaron, impetuosos, a la conquista de la Península. Los escasos centros de resistencia fueron sometidos con extrema dureza; en Zaragoza, por ejemplo, los niños fueron asesinados; los hombres, crucificados; y las mujeres, esclavizadas; mientras la inmensa mayoría de la élite hispano-visigoda se avenía a diversos acuerdos con los nuevos amos. En un tiempo récord (entre el 711 y el 718), los ismaelitas conquistan la práctica totalidad de la Península, si bien los godos de Ardón resisten en la Septimania hasta el 720; un año después, ya en Francia, los musulmanes son derrotados por el duque Eudes de Aquitania en la batalla de Tolosa, y, ya en el año 732, durante la batalla de Poitiers, Carlos Martel se impone sobre ellos y les hace retroceder al otro lado de los pirineos, frenando, de este modo, la expansión musulmana en Europa.

Mientras tanto, en la sometida Península, no todos habían seguido los pasos del sumiso Teodomiro (o Tudmīr) y del conde Casio, padre de la dinastía de los Banu Qasi. Musa saquea Amaya por segunda vez en 714, y obliga al duque Pedro de Cantabria, padre del futuro Alfonso I el Católico, a refugiarse tras las montañas. Llegado el 719, Pelayo alza la bandera de la rebelión frente al wali de Gijón, y, tres años después, tiene lugar la batalla de Covadonga; según la Crónica de Albelda, los musulmanes envían al felón obispo Oppas a persuadir al veterano de Guadalete.

“El obispo Oppas subió a un montículo situado frente a la cueva y habló así a Pelayo: «Pelayo, Pelayo, ¿dónde estás?». El interpelado se asomó a una ventana y respondió: «Aquí estoy». El obispo dijo entonces: «Juzgo, hermano e hijo, que no se te oculta cómo hace poco se hallaba toda España unida bajo el gobierno de los godos y brillaba más que los otros países por su doctrina y ciencia, y que, sin embargo, reunido todo el ejército de los godos, no pudo sostener el ímpetu de los ismaelitas; ¿podrás tú defenderte en la cima de este monte? Me parece difícil. Escucha mi consejo: vuelve a tu acuerdo, gozarás de muchos bienes y disfrutarás de la amistad de los caldeos»”.

Afortunadamente, Pelayo hizo caso omiso a las engañosas palabras del prelado que peroraba sobre la tolerancia y el consenso. El ejército musulmán fue derrotado en Covadonga y rematado por un argayo en su huída, en la zona de Potes. Un núcleo rebelde se alzaba en el norte: era el germen de lo que hoy conocemos como España.

Vamos a perder un minuto en hablar de una obviedad: muchas veces, por no dar pábulo a semejantes boutades, estas estrafalarias ideas logran engañar a crédulos y cándidos. Descartamos las fantasiosas teorías de Olegüer y de sus seguidores; eruditos deseosos de mostrar conocimientos inesperados; amantes de las teorías de la conspiración; historiadores despistados que la consideraban una idea «desmitificadora» o «provocadora»; políticos interesados o musulmanes conversos españoles que intentan solventar sus problemas de identidad. Las evidencias históricas descartan, más allá de toda duda, una conquista islámica de la Península en el 711; si algo nos sorprende de tal hazaña es la rapidez y la escasa resistencia a que hubieron de hacer frente: en menos de 10 años, salvo por los levantiscos cántabros y astures, el reino godo había caído como un castillo de naipes; las élites hispano-visigodas, junto (si hacemos caso a la tradición) a los quintacolumnistas hebreos, se habían apresurado a rendirse ante el nuevo jefe con el fin de conservar sus prebendas, llegando, en muchos casos, a apostatar de su fe para sumarse al caballo ganador. Las espadas se envainaban y las puertas de las murallas se abrían a los invasores, todo a cambio de que la élite mantuviera sus privilegios.

Por todo esto hemos de recordar, en los peores momentos del ahora, quiénes somos y de dónde venimos. Nada mejor que afirmar que, aunque las autoridades europeas nos llamen a correr y escondernos para poder afrontar la amenaza que el salafismo representa, debemos forjar y conservar la voluntad de vencer; voluntad que no vamos a hallar en las élites actuales, a las cuales, según Chistopher Lasch, sólo caracterizan el cosmopolitismo, el esnobismo, el relativismo y un nulo sentido del deber; en definitiva, la antítesis de lo que Europa verdaderamente necesita. No obstante… quién sabe; ya dijo Oswald Spengler que “al final, a la civilización siempre la salvan unos fans de John Lennon cantando Imagine”. ¿O no era así?

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