Esto es un cuento de navidad.
He aprovechado el interminable puente de la Constitución y la Inmaculada, antaño Día de la Madre, para poner en compañía de mi hijo pequeño lo que suele ponerse en estas fechas: el Belén y el Árbol. Es uno de los dos momentos del año en el que la historia sagrada, esa importantísima asignatura que ha desaparecido de los planes de estudio, se cuela en nuestros hogares. El otro es la Semana Santa. El Corpus Christi y el Día de la Ascensión ya no son fiestas de guardar. Yo, empero, las guardo. Ganas de llevar la contra y de fingir que el mundo sigue como era antes de la Séptima Extinción. En ella estamos.
Interrumpo en este instante mi relato porque acabo de recibir una llamada en la que me informan del repentino fallecimiento de la mejor amiga que jamás he tenido: Marisé Torrente Malvido, hija mayor del hombre que escribió la trilogía de Los gozos y las sombras. Era también una de las tres mujeres más cultas y más inteligentes que he conocido, y la única, entre ellas, con la que nunca crucé la línea escarlata del amor, aunque una vez estuve a punto de hacerlo. Su muerte me golpea con dureza y si la traigo a cuenta es porque a cuento viene de lo que aquí voy a contar. No pasa día últimamente en que el teléfono, o el periódico, o los tantanes de radio Raskayú no me den noticia de la muerte de un amigo: Aute, Luis Racionero, Elia Rodríguez, Aquilino Duque, José María Poveda, Escohotado… Y, ahora, Marisé.
No es verdad lo que dijo Bécquer en una de sus Rimas. Son los vivos, y no los muertos, quienes nos quedamos solos. Mi libreta de teléfonos es ya un camposanto de ausencias blanqueadas por el typpex.
No es cosa de engañarse ni de hurtar el bulto. Tengo ochenta y cinco años. Hora es de aceptar que la autobiografía se trueque en automoribundia. ¿La de Ramón? No. La mía. Cuando la gente, al verme así de pimpante y sin reparar en la procesión que va por dentro ni en los chirridos de mis engranajes, me dice que no represento mi edad, sonrío y pienso:
‒Ya, pero preferiría parecer más viejo y tener menos años…
Hace algunos ‒bastantes‒, y a eso iba, cuando hago o compro algo, poner el nacimiento, por ejemplo, como ahora, o adquirir unos zapatos, me pregunto si llegaré a gastar la suela de éstos y a necesitar otros o si dentro de un año, por las mismas fechas en las que hoy distribuyo sobre el musgo y el serrín las figuritas del belén, volveré a desempaquetarlas.
O incluso, poniéndome en lo peor, si la vida me dará el cuartelillo necesario para volver a empaquetarlas después del seis de enero.
Cualquiera sabe… ¿O es que nunca han visto ustedes esos relojes de sol en los que una inscripción avisa de que todas las horas hieren y la última mata?
Los cuentos de navidad siempre adolecen de un deje de melancolía, pero no crean que mi actual estado de ánimo es fúnebre. ¡Qué va, qué va! Todo lo contrario. ¿Cómo va a ser fúnebre si veo hurgar a mi hijo con sus dedillos ágiles en el montón de las figuras del belén, y escoger unas o desechar otras, y repartirlas sobre el verdín y el serrín, y acomodar los trozos de corcho para que den el pego y parezcan cordilleras, y pegar mofletillos de algodón en el pliego de papel azul que transformará la pared en cielo surcado por la estrella de los Magos, y colocar el molino, el puente, el fogón de la castañera, el puesto de los pavos o el gachó de la zambomba, y arrugar el papel de plata hasta que parezca un río, y espolvorear la escarcha, y sobre todo, sobre todo, depositar entre remilgos y miramientos al Niño en su cuna, junto a la Virgen y san José, y el buey y el borriquillo, y hacer, en definitiva, lo mismo que yo hacía cuando niño era y lo que los hijos de mi hijo harán cuando sean niños.
Cierto… La Nochebuena se viene, la Nochebuena se irá, y nosotros nos iremos, pero la Nochebuena volverá.
Vino nuevo en odres viejos. Suma y sigue. Continuará. Decíamos ayer, mañana diremos. Al olmo viejo… Benditas sean las ramas que al tronco salen.