20 de julio. Varadero (Cuba), 21’30h. En la calle 62 y en el local de ocio con el mismo nombre tiene lugar una actuación en directo de un grupo salsero. La municipalidad corta la calle para dejar espacio a los turistas que desde muy temprano abarrotan los entornos. Un coche de policía y un vejete de la Defensa Civil, tocado con gorra roja reglamentaria, controlan el acceso de vehículos. De la seguridad y compostura se encargan los empleados del establecimiento, divididos en varias categorías: simples camareros, camareros con autoridad de funcionarios, vigilantes y supervisores.
Un turista se descamisa y empieza a hacer el indio, pues se ve que el hombre, sobre ser imbécil, ha tomado demasiados tragos de ron. De inmediato, uno de los supervisores lo llama al orden, le conmina a vestirse como es debido y guardar las formas. El incidente acaba antes de haber empezado. El turista acata y sigue a lo suyo, que es beber y bailar como si no hubiese un mañana. Los demás partícipes de la fiesta hacen lo propio: el ron, la piña colada y los daiquiris encienden el ánimo lúdico de la concurrencia, compuesta en su mayoría por visitantes veraniegos de otros países. Los cigarros puros ambientan con su aroma a tierra calcinada y vapor de máquina antigua. La música sonará hasta la madrugada.
En la acera de enfrente, apartados de las vallas y la policía, del jubilado de Defensa Civil y los funcionarios con guayabera, un montón de naturales se congregan para escuchar la música y dar algún paso de baile. Algunos se acomodan en un pretil de ladrillo, otros bajan cerveza de casa, alguna botellita de ron… Hacen su fiesta aparte, con la música prestada por Calle 62. Es el pueblo, cierto: el pueblo cubano al margen de los turistas; el pueblo sentado en un poyete, en el bordillo de la acera, sin moneda convertible (el famoso CUC) que les permita consumir en el mismo local donde se celebra la fiesta… y con unas posibilidades económicas que distan de la riqueza de los turistas lo mismo que Pekín de Burgos. Como me dijo unos días después, en La Habana, el portero de un restaurante: “Si no tienes CUC’s, baila de lejos”.
El Cuban Universal Currency (CUC), fue instaurado en 1994 por el gobierno cubano como una medida para combatir el mercado negro de divisas y, de paso, erradicar el uso legal o clandestino del dólar americano. La eficacia de la medida fue espectacular desde el primer momento: el dólar desapareció de la circulación y el Estado (monopolizador del mercado de cambio) empezó a recaudar considerables cantidades en divisas de todos los países, incluido los Estados Unidos. Las consecuencias también fueron llamativas, ya que desde aquel cambio en política monetaria existen dos economías en el país: la de los turistas y quienes manejan CUC’s y la de la mayoría de la población, privada del privilegio de acceder a la “moneda fuerte” y condenada a servirse en sus transacciones con el peso cubano tradicional (la relación al cambio es 1/24); de tal modo, todos los establecimientos de servicios, incluidas las gasolineras, admiten el pago en CUC’s, pero muy pocos aceptan el paupérrimo peso cubano. Esta anomalía obliga a los usuarios de la “moneda nacional” a trazar peregrinajes agotadores, con su agudo punto surrealista, en busca de establecimientos que los atiendan y que estén mínimamente surtidos con los consumibles que necesitan; o bien acudir al mercado de cambio ilegal. Vivir en Cuba, hoy, exclusivamente con pesos cubanos, es como aspirar a comprar filetes de pechuga en una tienda vegana.
El uso del CUC y su rutina de circulación ha tenido, además de lo dicho, una secuela terrible (imagino que no prevista): visibiliza de manera lacerante la diferencia adquisitiva de los cubanos respecto al turismo y también respecto a los “cubanos ricos”, los que se desenvuelven en aquel sector y apenas tienen problemas para conseguir moneda convertible. En definitiva, el CUC traza una línea perfectamente distinguible, evidente, a menudo escandalosa, entre quienes lo tienen y quienes no. En Cuba, irónicamente, traducen las siglas CUC por un atinado “Como Únicamente Comes”.
Hace tiempo que el Partido y el gobierno, comandados por Raúl Castro (Raúl a secas para los cubanos), anunciaron la reunificación de la moneda y el relanzamiento de la economía de la isla sobre una unidad de cambio estable y fuerte. Pero como siempre, en Cuba toca esperar. Aquella declaración de intenciones ha quedado en eso: palabras. Todo en Cuba son palabras, solemnes declaraciones, principios, convicciones, ideales, frases lapidarias inscritas en las paredes de todas las ciudades, consignas, propaganda… Un montón de abstractos y dogmas intangibles que nunca van a llenar el espacio vacío de las necesidades reales de la población. Y es aquí donde empieza la parte de este artículo dedicada a las “tres tristes tragedias” del pueblo cubano que, en realidad, son tres tristes miserias: la institucional, la material y la social.
En la Cuba hoy (2017), el ideario oficial que se transmite machaconamente a la población desde todos los medios oficiales (es decir: desde todos los medios, porque no hay otros), es un delirio doctrinario entre marxista y criollo/populista cuyas bases teóricas se anclaron en la ortodoxia revolucionaria de hace cincuenta años. La televisión cubana tiene cinco canales, más un sexto oficial venezolano, Telesur; y desde esos canales, de continuo, de la mañana a la noche, las veinticuatro horas del día, se bombardea a la población con un potaje de palabrería revolucionaria que quizás tuviera algún sentido cuando el Che Guevara era joven, pero que hoy, a los ojos y los oídos de cualquier visitante, suena a seminario de marxismo-leninismo de los que se organizaban en las parroquias de curas progres, en España, durante los años setenta del siglo pasado. La recurrencia en el ensalzamiento de Martí, Fidel y el Che es asfixiante; la denigración del “imperialismo”, permanente; la rememorización de los hitos de la revolución de 1959, interminable. Con media hora de TV cubana ya se ha visto, más o menos, toda la programación del año. Con media hora de TV cubana, el viajero ya sabe (porque se lo han repetido seis veces) quiénes son los culpables de la calamitosa situación económico-social de aquel desdichado país: los EEUU y sus aliados imperialistas. Y si a uno se le antoja, por ejemplo, esperar otra media hora ante el receptor para ver un programa de libros y tomar el pulso a esta maravillosa expresión de la cultura, la experiencia puede resultar (como resultó), decepcionante. El programa estaba dedicado a comentar uno de los libros con más influencia en la historia contemporánea: El Capital de Carlos Marx.
Otro pordescontado: quienes han dirigido la revolución y han impuesto su fórmula socialista durante casi sesenta años (y lo que les queda), nunca son responsables de nada, nunca cometen errores, nunca tienen nada que corregir ni que mejorar. Parece ser que la autocrítica, aquella gran virtud revolucionaria, en Cuba era verde y se la comió un burro. Sin embargo y para compensar, “el bloqueo” lo explica todo, da sentido a todo: a la pobreza, el desabastecimiento, la desigualdad, la censura, el miedo y la reclusión forzosa de una inmensa mayoría de la población que sueña no ya con derrocar al actual régimen (algo dejado por imposible), sino con salir de aquel multitudinario arresto caribeño con dirección, preferentemente y por este orden, a Miami y España. Y de esa realidad (no deducción, no conclusión: realidad), ha sido testigo, en breves fechas pasadas, quien redacta estas líneas: no he hablado con un solo cubano, (quienes me conocen saben que soy bastante parlanchín) hombre o mujer, camarero, arrendador de vehículos, policía o hamaquero en paradisíaca playa, que no me haya preguntado sobre las posibilidades de encontrar trabajo en España y los precios de un billete de ida en avión. El pasaporte y la vuelta son distintos problemas que también sueñan con resolver algún día. De momento y prioritario: salir de allí.
De la pobreza material, una imagen diría mucho; aunque en Cuba no hay que buscar una imagen: todas las imágenes posibles reflejan la misma situación. La Habana huele a petróleo quemado, el que combustionan los viejísimos automóviles que circulan por la ciudad, y no me refiero a los famosos “almendrones” de las películas de Hollywood, sino a un parque móvil oxidado desde los años 60/70 del siglo XX, coches rusos, de la antigua DDR, de Checoslovaquia, antiguallas que circulan de milagro por una ciudad en ruinas. Esa es la primera imagen que recibe el visitante, y lo demás acompaña y confirma el escenario: las perpetuas colas para intentar (a menudo sin éxito), conseguir bienes básicos de subsistencia, comestibles, medicinas… En fin, todo lo que ya sabemos sobre el socialismo en caída libre y sobre lo que no merece la pena abundar.
Sí creo merecedor de comentario aparte un fenómeno que llama mucho la atención: la obsesiva referencia en las conversaciones de los cubanos a sus condiciones de vida, el precio de las cosas, la manera de conseguirlas, la táctica cotidiana para la supervivencia. En teoría, el socialismo y su formulación política comunista son una ideología (perdón, una “ciencia”) cuyo desarrollo programático liberará al individuo de las necesidades imperiosas del presente, privilegiándolo con tiempo libre para dedicarlo a su desarrollo personal, cultural, familiar, al ocio creativo y sanamente cooperativo. La “alienación” de las masas obreras bajo el capitalismo, urgidas a subsistir en condiciones de penuria, quedará superada, subsanada (teóricamente, aunque me parece que eso ya lo he dicho antes), por esa providencial praxis revolucionaria de la vida diaria. Mas, destino cruel… Como dijo quien lo dijo: la teoría, perfecta; los hechos, jodidos. Nunca, en todos los años de mi vida, he conocido una sociedad tan concentrada en su propia necesidad, abrumada por los imperativos del hoy en orden a su mantenencia. No hay otro tema de conversación relevante. Los cubanos no viven para la revolución, viven para buscar CUC’s y lugares donde gastarlos (abastecidos a ser posible) sin que les cobren como a turistas.
Esa es la Cuba que he encontrado hace pocas fechas. Un país que se parece muy poco, nada, al que visitan los turistas de hotel con pulsera y barra libre, o los “compañeros” de los sindicatos y partidos de izquierda que acuden a la isla como invitados a eventos “internacionalistas”. No es que la diferencia sea grande: es abismal. La Cuba de hotel con pulsera y la que frecuentan los “compañeros” en loable ejercicio del turismo solidario tienen en común lo más importante de todo: no existe. Pero quienes se solazan en ella no tienen obligación de contaminarse con la realidad: unos porque han pagado para vivir en un limbo amable de Havana Club, fragancias de Cohibas y alguna que otra aventurilla sexual. Los otros, porque la realidad ha demostrado mil veces ser reaccionaria; más que molestarles, les sobra.