La carretera provincial 110 conecta los pueblos de la comarca del Trascerrado, entre trigales, campos de labor, algo de dehesa, viñedos, los álamos del río, y una tierra roja, fuerte, dura, hermosa y viva… que parece que nadie quiere.
A la luz poco brillante del sol de la mañana de diciembre, frío, neblinoso con la humedad que sube del Fregus, de Fregidum Flumen, famoso río truchero desde los romanos, Sebas no entiende que algo tan bonito como su comarca, sus pueblos, su Trascerrado, se esté muriendo sin gente. Se ven cada vez más parcelas sin trabajar. Cepas abandonadas. No se ven niños. Las plazas están casi vacías. Sólo algún pescador de vez en cuando y algún perdido turista de fin de semana. Las iniciativas esas de la España Vaciada no terminan de funcionar. Parece que sólo son engañabobos para que gente de Madrid se lleve dinero con la excusa de intentar que lleguen familias, pero allí no pasa nada. Y aunque es verdad que hace unos años llegaron a la comarca un par de familias búlgaras, nada logra remontar la cosa. Hay cada vez más casas vacías en los pueblos, algunas empiezan a amenazar ruina, y cada vez vive menos gente en el Trascerrado.
Lleva como cada día el pan en su furgoneta, la misma C4 que usó su padre los últimos treinta años. Va primero a Aguilar, desde su pueblo, Santa Eufemia. Después irá a San Juan. Seguramente también a Montesdido.
En Aguilar sólo viven 40 personas. Se acuerda de niño ir con su padre para llevar barras, bollos y hogazas al súper del bar, y aunque tampoco es que viviera mucha gente, había trabajo en el campo y en la vieja maderera. Pero ésta cerró. Después cerró el super. Después cerró el bar. El cura ya sólo decía misa en el pueblo una vez al mes. Y ya ni eso. Antes por lo menos en verano y en Navidad volvían familias a pasar las fiestas con los abuelos, pero ya tampoco. Se mueren los mayores. No hay casi jóvenes y los que hay, sólo piensan en irse a Madrid o a Barcelona. Hasta su chico está ya hablando de que cuando acabe el instituto le gustaría irse a la universidad a Madrid. Y eso que su pueblo está todavía algo mejor, vive más gente. Pero cuando ve las barbas de sus vecinos cortar… le asusta qué va a pasar. No quieren los chavales el pueblo. Y él no sabe qué puede hacer. Cómo contarles que como allí no se vive en ningún lado. Es verdad que él tampoco ha vivido en otro sitio, pero hay cosas que son así sin necesidad de haber probado otras.
La carretera tiene muchos remiendos en el asfalto y la vieja C4 va casi trastabillando. Encima como sólo lleva una caja de pan, va dando botes y no puede correr mucho. Tampoco tiene mucha prisa. Ya está casi todo listo para Navidad y está su hermana en la panadería. Es un paseo de poco más de media hora. Bien bonito, pero cada día es un trayecto más triste.
Se mete por la calle ancha y llega a la plaza. Y no ha visto a nadie. Aparca en medio y toca el claxon varias veces. Así avisa que ha llegado para que se acerquen a recoger los pedidos. Hace frío. Huele a leña y se ve alguna chimenea que dibuja formas mágicas con sus volutas de humo en el cielo de un azul limpio y helador. Mucho frío. Tendría que haber cogido el gorro, pero se lo ha dejado en el obrador. Ya no tiene remedio. Casi nada tiene ya remedio. Aunque sea todo tan bonito.
Por el fondo de la plaza aparece Doña Angustias, bien abrigada y con sus botas gruesas. No es muy habladora y con el frío estará deseando volverse a casa, al calor de la lumbre, normal.
- Buenos días, Angustias, ¿cómo se presentan las fiestas?
- Pues como siempre, Sebas, aquí ya no es ni Navidad…
Paga con un billete de 20 un par de hogazas y se despide sin felicitar las fiestas ni nada. No está la cosa para alegrías navideñas parece.
Luego llegan, poco a poco, primero Aquilino, el de los Piños. Llamaban a su familia así porque trabajaban limpiando los pinos para la maderera, o eso le contaron, aunque lo de los dientes peculiares de la familia ha estado siempre ahí como marca de estirpe, pero ya es el último de la familia que se quedó en el pueblo. Su hermano se marchó y sus hijos están colocados en la ciudad. Vive de su pensión y no le apetece irse del pueblo con los hijos. Desde que enviudó ya ni sale y la familia no le convence para que se marche. Mientras aguante, se quedará, dice siempre. Después viene Rosita, la que tuvo el bar. Renquea cada vez más y este otoño le ha pasado factura. Se le ve más vieja. Espera un rato más con la radio puesta, a ver si llega alguien, pero nadie más se acerca. Otro año que no le ha tocado la lotería. Siempre cae en otro sitio. Siempre todo pasa en otro sitio. Normal que su chico piense en irse a Madrid.
Tira para san Juan y otra vez esa tierra roja, fría, dura y hermosa le rodea. Y los campos sin labrar. Y el río y los árboles. Y cepas abandonadas. De niño le gustaba salir a pescar con su padre y hace unos años se animó con un par de amigos, Roberto y Esteban, a algo de caza. Se metían por el monte a por perdices y conejos, con el olor del tomillo y la retama, y disfrutaban con la bota y el chorizo y el pan ese suave que hace su mujer, y con las risas, claro. Pero últimamente ni le apetece. Se le ha metido dentro una especie de nostalgia, de miedo y de tristeza que casi nada se lo quita.
En san Juan, que vive menos gente incluso que en Aguilar, llegan también un par de vecinos, Rufino, el que tuvo el estanco donde vendía casi de todo, y que una vez por los Reyes Magos le regaló la navaja que lleva en el bolsillo, y Adela, la que tantos años fue alcaldesa y quiso un año poner luces de Navidad en el pueblo. Hoy ya no hay. Allí tampoco parece Navidad.
Sigue hasta Montesdido y allí parece que hay algo más de vida. Han venido los hijos y los nietos de Dulce y se llevan además de las barras de pan, un par de tortas de azúcar. Pero no viene nadie más. No hay nadie más.
Al arrancar la C4 de regreso, se descubre soltando un suspiro. Va todo a peor. Cada vez menos gente. Cada vez más mayores. Pareciera que no hay esperanza. Ni siquiera en Navidad.
- Qué. Cómo ha ido la cosa. – Le pregunta su hermana cuando entra en la panadería-
- Pues no muy allá. No apareció ni Gerardo ni Josefa en Aguilar, y en san Juan sólo Rufino y Adela. En Montesdido ni te cuento. – Y se encoje de hombros. Con eso está dicho todo. Su hermana hace lo mismo. Con eso está dicho todo.
- Anda, vete a casa si quieres, aquí está todo ya organizado.
- Pues sí, así estoy con los chicos y con Maruja un rato antes de comer.
Y se va a casa.
Bueno, de camino se para en el bar del pueblo. Hace frío y un carajillo le vendrá bien. Y saludar. Y ver qué cuentan por allí. Si está Roberto y el lazos igual pueden echar una partida de mus. A ver.
Cuando llega hay revuelo. Está el alcalde invitando y revolviéndolo todo.
- Que sí, que sí. Que es seguro. Van a poner la fibra y con lo del teletrabajo hay una inmobiliaria que está preguntando por casas para vender. ¡Dicen que igual llegan 10 o 12 familias en este año!
Don Atilano, el que fue maestro, resopla.
- Eso ya lo hemos oído muchas veces, señor Alcalde, Y luego nunca pasa nada. Yo ya, hasta que no lo vea, no me creo nada. A mi me da que lo que nos toca es estar así, hasta que ya no estemos…
Se hace un poco de silencio. Extraño. Temeroso. La sombra de la muerte. Como siempre que don Atilano habla. Pero él está de acuerdo. No hay mucha esperanza en esa Navidad para él. Pero otra vez vuelve a la carga el acalde y vuelve el murmullo de los parroquianos y unos que dicen que sí y otros que no y así todo un buen rato.
No esta Roberto, andará en las cepas o en casa, así que se acaba el carajillo y se va a casa.
Va rumiando su tristeza. Pero de pronto se encuentra de camino con el señor cura.
- Hombre, Sebas. Qué bien. ¿No me acercarás un par de bollos después para estos días? ¡Que hay que celebrar!
- Ay, páter, ¿celebrar el qué? Si todo va cada vez peor. Si sólo celebramos funerales… Usted bien lo sabe…
- ¿Por dónde has andado hoy?
- Por Aguilar, por san Juan y por Montesido. No apareció Gerardo. Igual me preocupo…
- Pues no lo hagas, hijo mío, no lo hagas. ¿Sabes cuál es el problema? Que todos pensáis que sólo vosotros podéis cambiar las cosas. Que pensáis que todo depende de vosotros. Pero no es así. No, no. No es así. Hay cosas más altas…
Y se marcha hacia la casa parroquial meneando la cabeza… Lo mismo que hace Sebas. Menear la cabeza…
Cuando llega nota algo raro. No sabe en un primer momento qué es. Maruja no le da un beso al llegar. Sigue en la cocina a lo suyo y sólo suelta un gruñido de saludo. Pero de los raros. De susto. De preocupación. De miedo, no tanto de enfado con él. Esas cosas se saben después de veinticinco años. Aun así no puede dejar de preguntarse qué habrá hecho él ahora. Qué habrá pasado. Su chico está raro también. Está en el ordenador, como siempre, pero mira para todos lados. La chica, su pequeña, su Mariquilla, no aparece, y cuando llega a comer tiene los ojos de haber llorado. Y está asustada. Ay, Dios, su pequeña. Su bebé. Se acuerda cuando recién la cogió en brazos. Y sus dientes. Y su colegio. Y sus juguetes.
Maruja la mira. Mira a Sebas y a su hijo. Bebe agua. Y habla.
- Sebastián. – dice empezando- Hay que contarte algo. – Termina. Se calla. Sebastián se asusta porque pocas veces le llama por el nombre completo. Da un trago al vaso de vino. Ni cuando eran novios. No sabe qué decir. – María. – Acaba. Ay.
- Papá.- Empieza su Mariquilla.- Papá.- Se pone a llorar.- Papá. Estoy embarazada.
No sabe por qué pero a él sólo le sale, mientras se le escapa una lágrima, una sonrisa. De belleza. Orgullosa. De esperanza. De vida. Ya se hablará después de lo demás. Ahora sólo le da un abrazo. A su pequeña.
Feliz Navidad