Urgente: hay que salvar al mundo de los que quieren salvar al mundo. No queda otra. O nos libramos de ellos, en el mejor sentido de la palabra “ellos”, o ellos se libran de nosotros en el peor sentido de la expresión, y nos convierten sobre la misma marcha en daños colaterales de su cruzada.
No ha habido en la historia de la humanidad fuerza más desastrosa, devastadora y homicida, que la bondad desatada en sus afanes obsesivos por conseguir la felicidad universal. Cualquier refractario a sus planes merece ser aniquilado. Ojo con ellos y con su método, por tanto. Empiezan de a poquitos, una queja aquí, una débil reivindicación por allá, para enseguida calificar de incomprensible la falta de empatía con sus propuestas, para de inmediato señalar como energúmenos insolidarios, poco menos que bestias inhumanas, a quienes se atrevan a discutirles el discurso. Y al final, lo mismo que queman libros eliminan a las personas.
No es una opinión, es un hecho: jamás hubo tendencia más tolerante y comprensiva con los terribles daños colaterales causados por la bondad, la igualdad y la justicia, que los salvamundos. Lo trascendental para ellos son las ideas que tienen en la cabeza, no las personas que habitan en la realidad. Por eso los cien millones de muertos en el “debe” de la Unión Soviética, China, Camboya, Corea, Europa del Este… son cosa anecdótica, un mal menor si se le compara con el inmenso avance para la humanidad que supusieron aquellos regímenes atroces, sociedades ejemplares según ellos. Por eso la miseria del pueblo cubano y la tiranía venezolana y la infecta dictadura nicaragüense les parecen situaciones aceptables, normales, a ver… A fin de cuentas, ¿qué importa la extrema pobreza, que las casas de La Habana y de todo Cuba —literalmente— se caigan de viejas, y la gente duerma al raso por temor a que el techo del hogar les aplaste el cráneo mientras descansan, y qué importa que en los hospitales no haya medicinas para el común —para los que mandan siempre hay de todo—, que los comercios estén por completo desabastecidos, que la infancia crezca desnutrida y que la policía reviente a golpes a los que se atrevan a quejarse? Lo importante son los principios. Las ideas. Los daños colaterales son, ante todo, colaterales. O sea: pelillos a la mar.
Hace unos días, con motivo de la famosa denuncia falsa del chico de Malasaña con las nalgas rajadas, esa gente salvadora ha vuelto a mostrar su cara más temible. Sólo la mención del bizarro hecho, el solo uso de los términos “denuncia falsa”, ya era motivo para que manadas de orcos se echasen encima del osado, crucificándolo en todas las redes sociales; turbas de linchamiento que, naturalmente, han estado encabezadas por la dirigencia apalancada de la jauría. Entre estos últimos —o mejor dicho, entre estas últimas—, se encontraba la pizpireta Ione Belarra, toda de los nervios tras descubrirse la impostura del chavalín admirador de las 50 sombras de Grey. Según ella, negar el hecho denunciado era homofobia, y tras descubrirse la falsedad del mismo, aprovecharla para insistir en que se producen denuncias falsas, exageraciones y sobreactuaciones en el mundo de la homosexualidad quejosa, también es homofobia. Resumiendo: no solamente anhelan convertir en obligatoria su visión del mundo sino que quieren prohibir cualquier idea que no concuerde con las suyas. Y si la realidad contradice esa pretensión, también hay que prohibir —cancelar— esa misma realidad, suplantándola por cualquier relato asumible por su manual de referencias ideológicas; todo con la ayuda, como no podía ser de otra manera, de los medios de comunicación abrevados.
Es lo que hay. Si no eres de izquierdas, eres de derechas, o sea, de ultraderecha; y la ultraderecha debería estar prohibida. Si no transiges con sus delirios sobre el sexo y el género, eres machista u homófobo, y el machismo y la homofobia son delito. Si no te tragas su discurso de cancelación sobre la historia, haces apología del imperialismo, el genocidio de los pueblos indígenas y el sursum corda. Y así con todo. Lo peor de todo: no es que ya no tengamos derecho a estar en contra de esta demencia, ojalá el asunto fuese tan simple. El problema es que ya no tenemos derecho a estar.
Hay que salvar al mundo de los salvamundos. Eso, o acabaremos peleando, o gimiendo, por salvar el pellejo.