Desde hace algún tiempo, la UE presiona para que los europeos acepten de buena gana en su dieta larvas e insectos, gusanos y moscas: el plato único gastronómicamente correcto, variante del pensamiento único políticamente correcto. Se trata de un momento decisivo en la deconstrucción de las identidades europeas, partiendo de la mesa.
Cabe afirmar que el gesto entomofágico no sólo no forma parte de las tradiciones a la mesa de los pueblos europeos, sino que históricamente ha sido casi siempre objeto social de repugnancia. Las razones deben ser identificadas en la esfera de lo simbólico. A decir verdad, desde un punto de vista puramente material, no existen motivos que impidan comer insectos, larvas o grillos. En un sentido “técnico”, son perfectamente “comestibles”.
En términos de propiedades nutricionales, por ejemplo, la carne de insecto, muy rica en micronutrientes (proteínas, vitaminas, minerales y aminoácidos), equivale a las de las carnes rojas y las aves. Y, como nos recuerda Harris en Good to Eat (Ed. esp. Bueno para comer, 2011), cien gramos de termitas africanas contienen 610 calorías, 38 gramos de proteína y 46 gramos de grasa. A mayor abundamiento, Franz Bodenheimer, en su estudio Insects as Human Food (1950), documentó la existencia de “insectívoros” humanos en los principales continentes.
Incluso en el plano del impacto ambiental, las razones para comer insectos serían “aceptables”: el «coeficiente de conversión alimentaria«, que establece cuántos kilogramos de alimento se necesitan para producir 1 kilo de carne, es de 10:1 para el ganado vacuno, mientras que para los insectos es de 1:1. Por tanto, desde parámetros ecológicos, la ventaja sería apreciable.
La misma objeción según la cual los insectos al estar cubiertos por una sustancia dura, la quitina, podrían ser difíciles de digerir para el hombre, no se mostraría convincente: por idéntico motivo no se deberían comer camarones o algunos otros mariscos. Aún el argumento basado en que los insectos no han de comerse porque pudieran transmitir enfermedades cae fácilmente, si se considera que, sin los cuidados adecuados, también las ovejas, los cerdos, el ganado vacuno y los pollos pueden transmitirlas, y que, sobre todo, mediante la cocción y el adecuado “cocinado” (asado, fritura, horneado, etc) el problema puede resolverse tanto en un caso como en los otros. En definitiva, por paradójico que parezca, los insectos no son más “sucios” ni más “infectos” que muchos de los animales que habitualmente comemos.
Entonces, ¿por qué existe desde siempre en Europa un arraigado recelo, que normalmente deriva en repugnancia, hacia la entomofagia? El materialismo de Harris en su Goot to Eat (Op. cit.) y, en particular, su teoría de la «utilidad residual» pueden proporcionar una posible clave hermenéutica. A su juicio, no parece adecuado comerse a aquellos animales que son más útiles cuando están vivos. Éste es el caso, por ejemplo, de la vaca en la India. Pero también del perro de los occidentales, utilizado para llevar a cabo funciones de compañía y vigilancia. Ahora bien, tampoco se comen los animales que resulta contraproducente criar, como el cerdo para los judíos y los musulmanes. Si el animal no consumido ni siquiera produce utilidad, entonces se convierte en una “abominación” (como acabamos de decir, tal sucede con el cerdo para judíos y musulmanes, a diferencia de lo que ocurre con la vaca para los indios que, por el contrario, es considerada “sagrada” por su utilidad).
Siguiendo con el razonamiento de Harris, la entomofagia no está entre los gustos de los europeos porque la ventaja que se obtiene de la captura y la preparación de los insectos es decididamente limitada, en comparación con la que se obtiene con los grandes mamíferos o los peces. De acuerdo con su teoría de la «rentabilidad máxima de la investigación alimentaria«, Harris explica que a los cazadores o recolectores sólo les interesan las especies que les permitan obtener el máximo retorno calórico en relación al tiempo dedicado a la búsqueda del alimento. Por esta razón, en el bosque tropical, donde se encuentran pocos animales de gran tamaño, la entomofagia es rentable, en contraste con lo que históricamente ocurre en Europa, donde abundan cabras y ovejas, cerdos y aves, peces y vacas.
Este sería otro de los motivos –concluye Harris– por los que la entomofagia es ajena a las costumbres arraigadas en la historia del Viejo Continente. Cabría añadir que, al no formar parte de los hábitos de consumo alimentario europeos, los insectos y las larvas se convierten en estrictamente inútiles y además provocan efectos dañinos: destruyen los cultivos (pensemos en las langostas, tradicionalmente entendidas como «castigo divino»), se comen nuestros alimentos, nos aguijonean, muerden y pican. Y ésta prolija suma de causas trae como consecuencia que, incluso, lleguen a ser percibidos como más “abominables” de lo que pueda ser el cerdo para musulmanes y judíos. Con la sintaxis de Lévi-Strauss, no son “buenos para pensar” y, más aún, sólo generan malos pensamientos.
Entonces, ¿por qué la UE se empeña en hacernos comer algo que está fuera de nuestra cultura, empleando para ello insistentes campañas publicitarias y una propaganda tan tenaz?
Proponemos dos interpretaciones, recíprocamente inervadas. Por un lado, está la Cuestión Social: desde el punto de vista de los grupos dominantes (la power elite turbocapitalista), los gusanos y las larvas, los grillos y los insectos de diversos tipos podrían garantizar la posibilidad de disponer de alimentos a bajo coste para unas masas cada vez más precarizadas, ofreciéndoles ese recurso, aunque resulte frágil, para paliar el hambre. Y esto, para el bloque oligárquico neoliberal, desde una perspectiva paternalista, puede revelarse de vital importancia, a fin de contener la explosión de conflictos y antagonismos difíciles de domeñar que derivarían de nuevas y posibles olas de hambre en el polo de los perdedores (el hambre, como sabemos, es históricamente el primer vector de las insurrecciones).
Por otro lado, está la Cuestión Identitaria: la difusión de la entomofagia, dirigida desde arriba y presentada ingeniosamente como una moda espontáneamente generada desde abajo, parece representar el non plus ultra de los procesos de desidentificación a la mesa y, si se quiere, también el momento fundamental de la dinámica de esa deconstrucción de las identidades y las culturas, de las tradiciones y los gustos que resulta funcional a la expansión ilimitada de la forma mercancía y sus funciones expresivas. El recuerdo del macabro banquete coprófago escenificado en el Saló (1975) de Pasolini se manifiesta, una vez más, proféticamente instructivo.
La desidentificación de la gastronomía contribuye fuertemente a la más general desidentificación del hombre en el tiempo de su reproducibilidad técnica, de lo que me he ocupado extensamente en Difendere chi siamo. Le ragioni dell´identità italiana (Ed. 2020).
La producción capitalista priva paulatinamente a las comunidades locales de sus variedades de cultivos, que son el resultado de su propia inteligencia desarrollada a lo largo del tiempo para resolver el problema del hambre, y las reemplaza con las variedades dictadas por el orden mercadista. Por tanto, deconstruye la soberanía alimentaria e impone formas de consumo que promueven la industrialización de la agricultura, en lugar de la protección de los productores locales y la biodiversidad, de las tradiciones y los productos típicos. El resultado es una degradación acelerada del medio ambiente, una homologación planetaria, una barbarización de la vida pública, una asimetría cada vez más acusada en el acceso a los recursos entre el Centro y la Periferia del mundo.
El tema fue pioneramente abordado por Jack Goody en su Cooking, Cuisine and Class (Ed. esp. Cocina, cuisine y clase, 2017), donde dedica un amplio espacio al cambio epochemand implementado sobre la producción de alimentos después de la Revolución Industrial. La génesis de una «cocina industrial» ha producido un impacto irreversible en el estilo culinario a nivel global: la progresiva mecanización de los procesos de producción y el continuo desarrollo tecnológico –explica Goody– han determinado una homologación de la dieta alimentaria, que se ha centrado inicialmente sólo en Occidente, para después proceder a atropellar, en cascada, al resto del planeta.
En este sentido, la “desoberanización alimentaria” no significa solamente la cosmopolitización de la producción y del consumo de alimentos, más y más desvinculados de territorios y naciones, de identidades y culturas; alude también a la creciente sustracción del control sobre los alimentos y su producción a las comunidades locales y a los pueblos.
Esto contribuye a que toda la función relacional y comunitaria de la comida y la gastronomía se pierda, pasando a ser redefinida como una sucesión de meras formas inestables para individuos perennemente aislados y en perpetuo movimiento. Y, al mismo tiempo, se aniquila el valor cultural y simbólico de los distintos platos en nombre de su carácter puramente nutricional.
“El hombre moderno –escribió Heidegger– ya no necesita ningún símbolo (Sinnbild)”, puesto que todo se reabsorbe en el poder de producción como única fuente de sentido (de ahí el teologúmeno “nos lo exige el mercado”). Sobrevive el nivel de la enticidad únicamente como fondo de producción y de tráfico y, por esta misma razón, «desaparece toda posibilidad y toda necesidad de un símbolo». El fanatismo pantoclasta de la economía de libre mercado no acepta más símbolos que los íconos de la mercancía, del gadget y, en general, de cualquier referencia tautológica al orden entrópico de la civilización de los mercados.
De ello deriva la gris monotonía de lo indistinto, que se presenta como homologación consumista de las identidades y, a su vez, como el triunfo planetario del pensamiento único como único pensamiento admitido. El diferente, que no acepta desidentificarse y hacerse homogéneo al otro de sí, es declarado sic et simpliciter ilegítimo y peligroso, violento y terrorista.
Ésta es la característica esencial del tecnocapitalismo como coacción a lo igual. En palabras de Heidegger, «lo im-puesto (Gestell) pone todo con vistas a lo igual (das Gleiche) de lo ordenable, de modo que constantemente vuelve a representarse de la misma forma en lo Igual de la ordenabilidad«. En este sentido, das Gleiche, «lo igual» o, mejor aún, «lo homologado«, es lo uniforme, lo desidentificado, lo indistinto cuantitativo que, serialmente sustituible, figura como el único perfil admitido por la voluntad de poder ilimitadamente autoempoderada. En virtud de los procesos de «desarraigo» (Entwurzelung) tecnocapitalistas y de la homologación planetaria, todo se vuelve serialmente indistinto y utilizable: nada es ya sí mismo, cuando todo es intercambiable en la forma del equivalente universal propio de la alienación sin fronteras.
El nihilismo liberal-globalista, primero neutraliza las culturas y las identidades (momento de la Desidentificación). Después, una vez que hayan perdido la capacidad de resistir mediante la neutralización, incluye a los desidentificados en el modelo de la homologación mercadista global: y los redefine según microidentidades de consumo, producidas ad hoc para resultar funcionales al Nuevo Orden Mundial ( momento de la Reidentificación homologada). Es lo que he denominado “Inclusión Neutralizante”.
De ahí deriva la imagen de la actual tribu de los últimos hombres, confinados en el tecnoespacio sin fronteras de la cosmópolis en cosificación integral: una única multitud desarraigada, una única visión del mundo, una única cultura desculturalizada, una única perspectiva aprospectiva, un único monólogo de masas falsamente plural. Y, por ende, un solo modo de comer uniforme y alienado. Y además repugnante. Parafraseando al Presidente Mao, la Globalización tampoco es “una cena de gala”.