Resulta muy socorrido y un poco pobre recurrir al argumento de “Recientes Estudios Señalan que…”, pero bueno, esto es como es y va como va: recientes estudios señalan que los neandertales se extinguieron por su incapacidad de formar comunidades numerosas, organizadas conforme a habilidades grupales/particulares que garantizasen el aporte alimentario básico. Su dieta de diario era la carne, siempre conseguida por medio de la caza, y los cambios climáticos acaecidos en el planeta hace 45.000/35.000 años les privaron de capturas suficientes, los condenaron al hambre, la endogamia e incluso el canibalismo. Y así no se puede prosperar.
Uno imagina a los últimos núcleos dispersos de neandertales, escuetas familias de seis o siete miembros como mucho, vagando desesperadas por el sur europeo y la península ibérica, donde estuvieron sus postreros hábitats, en busca de comida como quien aspira a redención, con el estómago vacío, la mente abotargada por la desnutrición y el espíritu moribundo y desarmado ante la letal imposibilidad de discernir más allá de su dieta carnívora, de aprovechar las posibilidades inmensas de una naturaleza virgen que les ofrecía frutos, bayas, raíces, peces, sin que ellos pudieran liberarse del determinante carnívoro ni se sintieran capaces de crear alianzas supervivenciales con otros grupos humanos —neandertales, cromagnones y denisovanos—, por el simple motivo de que carecían de imaginación suficiente para concebir los beneficios de crecer y multiplicarse. Preferían esperar la muerte de los más viejos o débiles para zamparse a unas víctimas que prefiguraban los destinos próximos de aquella estirpe, ya condenada a eclipsarse.
No hubo un “relato” neandertal sobre “los otros” —ni siquiera los otros neandertales—, acerca de la conveniencia de asociarse, colaborar, juntar esfuerzos en la caza y la pesca, en la recogida de dádivas de la tierra, delimitar territorios seguros, explotarlos y sobrevivir. No existió ese relato salvador porque los neandertales, como casi todos los mamíferos superiores, desconocían el valor evolutivo de las conjeturas concebidas a beneficio de la comunidad, la ficción sobre el futuro y la conveniencia de ajustar los actos de cada día a ideas operativas determinadas por aquella ficción. O sea y en resumen: los neandertales se extinguieron porque no sabían imaginar ni contarse historias a sí mismos que, justamente, los redimiesen de sí mismos. Un problema serio que tiene que ver, creo, con el tamaño del cerebelo o alguna cosa parecida.
La imaginación —las ficciones— no fueron un lujo para la humanidad primitiva. Fueron una necesidad perentoria, vital. La tribu que no se contaba historias, moría. Historias imprescindibles como el alimento de cada día; historias sobre el mundo y los antepasados que otorgaban razón de ser y voluntad de permanecer a la colectividad unificada por los intereses inmediatos de supervivencia; historias sobre el devenir que marcaban una línea de permanencia y una indesmayable determinación de actuar en el mundo y sobre el mundo. De esta forma, conjuntando voluntades en torno a ficciones productivas, en unos cuantos milenios, nuestros tatarabuelos cromagnones pasaron de dedicarse exclusivamente a la caza, la recolección y la pesca fluvial, a pastorear rebaños, cultivar la tierra, construir embarcaciones de bajura y poblar los grandes lagos europeos, americanos y asiáticos, extraer toda su riqueza piscícola y depredar las inmensas poblaciones de aves migratorias que se reunían en aquellos entornos. Sólo necesitaron otros dos o tres mil años para adentrarse en el Creciente Fértil, prosperar a 40ºC de temperatura media —¿qué son 40ºC para quienes vienen de los fríos paleolíticos?—, y plantearse la conveniencia de erigir pirámides. Y, de paso, dar inicio a la historia.
Así funcionaba y así funciona la evolución humana, lo que llamamos progreso. Quienes son capaces de articular un relato plausible acerca del ser, el deber y la ideación sobre el porvenir de las comunidades, tienen futuro. Los que permanecen anclados en una visión pasmada y conformada de la realidad, desaparecen. Los que crecen, ganan. Los que se autoexcluyen, se extinguen. No es una cuestión de ingenio sino de necesidad. Los seres humanos necesitamos mantenencia y reproducirnos, esas son las obligaciones básicas, marcadas por nuestra realidad bilógica y nuestro irreductible ADN. Pero también precisamos ser muchos y vivir organizados, sujetos a la ley del grupo que nos impele a ser siempre más, transposición obligada de otra ley inapelable de la naturaleza: quien no se multiplica no tiene oportunidad sobre el planeta.
Aunque parece ser que, después de todo, los neandertales no se extinguieron completamente. La presencia de un pequeño porcentaje de su ADN en individuos contemporáneos nos ilustra sobre algo interesante: no eran muy inteligentes, pero algunos de ellos fueron listos y se mezclaron con la estirpe destinada a sobrevivir. Por decirlo así, se mimetizaron y enseguida parasitaron la fórmula de éxito.
Y ese es el motivo por el que desconfío de las personas con poca o ninguna imaginación que, a pesar de esa terrible carencia, han llegado a ocupar lugares de preeminencia en el teatro de la vida, sobre todo si tienen mando en plaza o carguillo de concejal de festejos para arriba; una posición, en suma, que les facilite lo que más suele estimularles: joder al prójimo mientras abrevan del momio. No les tengo aversión porque presuponga —seguramente con acierto— que descienden de los negados neandertales, sino porque temo, quizás y también fundadamente, que a la menor oportunidad mostrarán su agazapada índole, la venganza de sus ancestros, y se revolverán contra nosotros, tan caníbales como siempre. Y a esos polizones de la historia, hechos al mandato del hambre y la carne, no hay ADN imperativo ni ley de la biología ni potestad de la naturaleza que los extinga.
No sé si me explico.