De guerras y víctimas

De guerras y víctimas. José Vicente Pascual

Los seres humanos suelen ponerse de acuerdo sobre aquello que les daña, pero discuten mucho acerca de lo que les beneficia y podría serles de utilidad en un futuro idealizado. Las utopías se matan por antagonismo pero los códigos penales son del mismo sastre en todas las naciones. A excepción de los degenerados que abogan por la despenalización de la pederastia, el consenso universal en torno al delito, lo que es y lo que no es admisible, resulta casi unánime. Por esa razón las masas contemporáneas, en la reciente historia, han vivido más afanosas y henchidas de sí mismas cuando pugnaban contra sistemas de gobierno tiránicos y estados totalitarios que en la placidez sesteante de las democracias. Somos así: la injusticia y la arbitrariedad nos soliviantan y nos azuza unidos en busca de mejor porvenir, pero la vida tranquila bajo el imperio de leyes justas nos aburre y, finalmente, nos desalienta sobre nosotros mismos.

“Salida de la guerra, la paz; de la paz, la abundancia; de la abundancia, el ocio; del ocio, el vicio; del vicio, la guerra”, dejó escrito Quevedo, muy bien escrito como todo lo suyo. Hay algo en la naturaleza humana que nos moviliza de inmediato cuando amanecen los enemigos y que nos debilita desde el instante en que vemos decaer las urgencias del presente. Ese “algo”, sin duda, es el instinto de supervivencia, la voluntad de persistir en contra de aquellas adversidades que tan fácilmente concitan el anhelo colectivo. Una buena guerra forja naciones pero una paz demasiado larga deshace los imperios. Particularmente creo —y puede que me equivoque, o mejor dicho: seguramente me equivoco—, que transitamos en occidente y desde luego en España por un período de extenuación democrática que ha llegado mucho más allá del cansancio ante el sistema. Vivimos épocas de aburrición y descreencia en las posibilidades inherentes al mismo sistema y, por extensión, en nuestra propia capacidad de avanzar en la historia con algo nuevo o estimulante que decir. Hay quien achaca el malestar a la “crispación” ideológica, otros mencionan la eco-ansiedad —ya saben, el apocalipsis climático—, otra gente argumenta sobre el racismo, el patriarcado y la desigualdad social, y si uno es de izquierdas y vive cerca de Madrid siempre le queda el recurso de echar la culpa de todo a Díaz Ayuso.

Por falacias que no quede. Si en España aplicamos al panorama un método de observación más o menos cartesiano y reducimos toda controversia a sus términos más simples hasta un inicio en el que todos estaríamos de acuerdo, llegamos primero a los fundamentos jurídicos de nuestra convivencia: la Constitución; pero claro, no todo el mundo está conforme con la Constitución ni con lo que otros llaman “el régimen del 78”. Ahondamos más todavía y nos encontramos con un principio básico de compatibilidad: la democracia. No conozco a nadie que no se considere demócrata, por muy cerril y sectario que sea cuando defiende sus ideas y ataca las convicciones de los demás. La democracia es sagrada, un valor indiscutido y elemento convencional innegociable. Democracia, libertades políticas y derechos humanos son la trinidad absoluta de nuestro tiempo y nuestra sociedad. Lo malo del invento es que esos principios tan grandiosos ocupan demasiado espacio y nos inundan el presente como si delante de nuestro balcón hubiese crecido una hermosa arboleda que, ay, nos impide ver el mar. Cierto: la pacífica conformidad en lo cotidiano tiene como virtud pesarosa anularnos el futuro y dejarnos sin horizonte.

Abolida la lucha de clases, establecidas las bases rutinarias del progreso sobre el dogma liberal-socialdemócrata —tanto da—, desvanecido cualquier discurso sobre algún posible cambio apreciable en el estatus vigente, el ánimo ciudadano se repliega hacia el tedio de las urnas cada cuatro años, la sopa de sobre, el salario funcionarial, la paga vital y el desahogo en redes sociales. Se acabó el tiempo de las grandes ideas —las grandes ocurrencias—, de los grandes ideales que acabaron en grandes cataclismos, de los estados y gobiernos vigorosos que condujeron a sus pueblos a sobrevivir humillados bajo indecentes tiranías. Llegaron la calma y el tedio. Ya lo dijo Winston Churchill, que de esto sabía mucho: “La democracia es el sistema de gobierno más aburrido que existe”.

Se acabó el tiempo de los líderes, no digamos el tiempo de los héroes —a esos ni mencionarlos—. Vivimos el tiempo de los espabilados, los arribistas y las víctimas, con el agravante de que las víctimas de vocación, existenciales por así decirlo, son los nuevos héroes en una sociedad básicamente harta de sí misma. No estimamos a los líderes porque, salvo que sean deportistas, suelen ser políticos y el criterio popular los tiene sentenciados: todos mangantes; hace mucho que dejamos de creer en la justicia —con ayuda de un gobierno como el nuestro, que despotrica contra los jueces más que contra la oposición—; la igualdad es una broma, no hay más que salir a la calle y fijarse en los sin techo que ocupan los bancos de los parques para saber a ciencia cierta qué se hizo de aquel campanudo anhelo ilustrado; la fraternidad a la francesa o a la española ha quedado para los juegos paralímpicos. Y la libertad… La libertad, en la nueva sociedad sometida al nuevo orden moral, ya no se vincula a la certeza sobre la propia seguridad que tenga cada cual sino a lo libres que quieran sentirse los individuos, por fuerza sujetos a los dogmas de la convivencia globalizada y a los límites que quieran y deban imponerse: lo que se puede y no se puede decir en serio o en broma, sobre cómo deben nombrar al otro y cómo no pueden nombrarlo, sobre lo que es de buen tono creer y lo que resulta detestable argumentar, sobre la manera correcta de enfrentarse a las dificultades de la vida y la forma incorrecta de señalarlas e intentar resolverlas, sobre lo que pueden votar sin convertirse en deplorables y lo que no pueden votar salvo que no les importe quedar marcados como personas tenebrosas y de escaso valor humano.

No es tiempo de dirigentes ni de héroes. Son tiempos de víctimas cansinas, aburridas, tumultuosas porque el rasero igualitario contemporáneo ha arrasado con la excepcionalidad del héroe y de la víctima. Todo el mundo tiene derecho a ser víctima, con sus disgustos y sus privilegios, y esa bendita distinción ya está tardando en convertirse en un derecho humano reconocido por la ONU. Son estos tiempos y no hay otros, y toca soportarlos. Sé perfectamente y para mi desgracia que ya nunca volveré a vivir unos tiempos de entusiasmo e ilusión como los que modulaban el afán colectivo durante la época de la Transición; sé que, como mucho, veré reflorecer altisonancias como el griterío podemita de 2014 o los desmanes y arrebatamientos de 2017 en Cataluña. Sé que ahora toca recorrer la era de las víctimas satisfechas en su desventura, tediosas como un domingo sin fútbol, repetidas hasta en la sopa como la música del telediario. Y sé, también para mi mal, que tras el aburrimiento común ante una realidad tan soporífera viene la repulsión patológica, la egofobia social y las ganas de romper el juguete para siempre, o mejor aún: regalárselo a los bárbaros para que nos refunden según su estilo y costumbres. Esa es una salida. La otra: volver a los claros clarines de la guerra, las banderas y el sufrir con hambre por el mañana. Algo muy improbable, por otra parte, pues ya lo dijo Sun Tzu hace dos mil quinientos años: “Sólo quien conoce las ventajas de no hacer la guerra puede aprovechar las ventajas de hacer la guerra”. Y de guerras, últimamente, sabemos muy poco, tanto de hacerlas como de no hacerlas. De verlas en televisión sí sabemos, pero de hacerlas o decidir no hacerlas… nada. Y en esa estamos, en contemplar la nada desde la calma hogareña mientras decidimos si las ventajas de no hacer nada superan al beneficio de sublevarnos en el sofá mientras hacemos nada.

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