De la frivolidad en la política (Argentina)

De la frivolidad en la política (Argentina). Diego Chiaramoni

Entre diciembre de 1851 y marzo de 1852, Karl Marx escribe El 18 brumario de Luis Bonaparte; exactamente en el mismo momento en que la historia argentina gira en uno de sus goznes trágicos: Caseros. La obra comienza con una de las frases más trilladas dentro del vademécum aforístico de la historia contemporánea: “La historia se repite dos veces, una vez como tragedia, después como farsa”. La aseveración de Marx completa una sentencia de Hegel, aunque mira a Napoleón III. El mismo Napoleón III que, indirectamente, fraguó en la conciencia de la progresía americana, ese persistente error de llamar “Latinoamérica” a esta realidad geográfica y espiritual que en verdad es Hispanoamérica o Iberoamérica, y así vamos, extrañándonos por el nombre.

Lo cierto, es que la famosa frase de Marx parece pensada para la Argentina, y no porque la haya repetido CFK, ¡que Dios nos libre! Aquella vieja zoncera de “Civilización o barbarie” sigue jalonando nuestro devenir y va mutando las máscaras de su dialéctica. Y así se va repitiendo la historia, y de la polémica entre Sarmiento y Alberdi, en aquellas cartas memorables, llegamos a las peleas entre Cristina y Mauricio; o de aquel reto a duelo de Lucio V. Mansilla a José Mármol, asistimos ahora a las escenas de pugilato tuitero sobre un cuadrilátero de utilería, entre el Presidente de la Nación y una artista de moda. ¿Y por qué sucede esto? Por decadencia de la política, claro, pero también por la frivolidad absoluta que impera en ella.

La palabra frivolidad proviene del adjetivo latino frivolus que significa fútil, ligero, vano. Resulta interesante el dato histórico que nos dice que, en sus orígenes, dicho término se utilizaba como sinónimo de frágil, propenso a quebrarse y se refería a los delicados cuencos de barro. No obstante, la carga semántica que el término ha ido adquiriendo, da en el corazón de aquello sobre lo que queremos meditar: el alma frívola carece de densidad ontológica y por esa razón, jamás puede ocupar un lugar en la conducción política.

En su diálogo Protágoras, Platón introduce el famoso Mito de Prometeo. El filósofo ateniense cuenta que hubo un tiempo en que existían los dioses, pero no la raza de los mortales. Cuando llegó el tiempo destinado a su nacimiento, éstos fueron forjados por los dioses con una mezcla de tierra y fuego. Zeus ordenó a Prometeo y Epimeteo que aprestaran a los mortales y distribuyeran las capacidades a cada uno y convenientemente. Epimeteo, a quien no le sobraban muchas luces –tal como su nombre lo indica, Ἐπιμηθεύς “el que reflexiona tarde”-, pide permiso a Prometeo para encargarse de esa misión convenciéndolo con las siguientes palabras: “Después de hacer yo el reparto, tú lo inspeccionas” y así puso manos a la obra. Epimeteo repartió todas las capacidades con la precaución que ninguna especie sucumba a la aniquilación. Cuando culminó su misión distributiva, no cayó en la cuenta que había gastado todos los dones en los animales, dejando a la especie humana en marcada intemperie existencial. Al comprobar Prometeo el craso error de su hermano y urgido por el tiempo, robó a Hefesto y Atenea el fuego y la sabiduría de las artes. Prometeo pagará luego y con creces aquel robo cuando Zeus lo encadene a una roca elevada del Cáucaso en la que un águila le devoraba constantemente el hígado, que luego le volvía a crecer. Es sugestivo que Platón remarque que, con aquellos dones, el hombre recibió la sabiduría para conservar la vida, pero no recibió la sabiduría política. La falta de pericia en esa esfera de lo humano, sumió a los hombres en un desorden que se anunciaba como terminal. Entonces Zeus, mostrando quizás un rostro de piedad, envió a Hermes para que llevase a los hombres el pudor (Αἰδώς) y la justicia (Δίκη), a fin de que rigiesen en las ciudades la armonía y la amistad. Al enviar a Hermes, las palabras de Zeus resonaron en todos los recodos del Olimpo: “Que todo aquel que sea incapaz de participar del pudor y de la justicia sea eliminado, como una peste, de la ciudad”.

Ambas virtudes, el pudor y la justicia, son esenciales a la vocación política. Por el aidoós que es una especie de decoro de sí mismo, el conductor político dialoga con los otros hombres reconociendo su dignidad humana, no instrumentalizando ni reificando sus almas. Por la diké, quien ostenta la vocación política trabaja por la custodia del pueblo y encuentra prontitud y deleite en dar a cada cual lo que corresponde.

Creemos que del mismo modo que el mundo experimenta un eclipse de lo sagrado, la política mundial y la política argentina en particular, acusan una metástasis de su fondo y de sus formas. A la crisis económica y a la expoliación de sus recursos, a la ruleta de la usura internacional y a la borreguización de su cultura, su suma ahora la tensión dialéctica entre una libertad (“¡carajo!”), sin sustento metafísico, flatus vocis de un egoísmo bobo y un progresismo anémico que agotó su relato y predica revoluciones de cotillón. Como si todo ello fuese poco, nos brotan frívolos como amapolas en el campo castellano. Claro, las amapolas son la sonrisa flamígera de la primavera y nuestros políticos, un estiércol que no sirve ni para abono. Y mientras el último que se fue de la Rosada olvidó un profiláctico usado en el cesto de su despacho, el que llegó a la Rosada irrumpió dos veces entre las luces de los teatros para besar a dos “novias” en solo seis meses. Volvemos a repetir la pregunta: ¿Y por qué sucede esto? Porque no existe ni pudor ni justicia, y porque la historia se repite una vez como tragedia y luego como farsa. Lo maravilloso es que entre Menem y Milei, pervivió la misma dama, aunque treinta años después: “el erotismo del poder” que le llaman, primero como tragedia, luego como farsa.

Así las cosas, mitad por hartazgo y rebeldía, mitad por no tragar la bilis ácida de un eterno reflujo, uno se cansa y masculla: ¿Cuándo llegará el día que se escuche la voz de Zeus reeditando aquella sentencia?: “Que todo aquel que sea incapaz de participar del pudor y de la justicia sea eliminado, como una peste, de la ciudad”.

Los argentinos, hallamos un atisbo de respuesta en los labios de Martín Fierro, nuestro Quijote de las pampas:

“Tiene el gaucho que aguantar

hasta que lo trague el hoyo

o hasta que venga algún criollo

en esta tierra a mandar”

¿Y mientras tanto se preguntará usted? Por lo pronto, debemos tener el valor de ejercer el don de la renuncia y dejar vacía la sala del teatro en el que ellos montan la comedia, para que que cuando salgan a escena, no encuentren voces ni para insultarlos.

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