Diálogos sobre la lengua (VII)

Diálogos sobre la lengua (VII). Manuel Díaz Castillo

El lenguaje inclusivo como cambio institucional.

Cuidar los instrumentos con los que nombramos la realidad es un modo de hacer más sutil el modo con que actuamos sobre esta, y como ejercicio de cautela intelectual, al menos una forma imprescindible de vigilar los destellos del mundo sobre nuestra conciencia. Las ideologías y las religiones se han ocupado minuciosamente de ambas labores.

Cuando el pensamiento progresista de los años 60 lanzaba sus homilías entre las ansiosas turbas de súbditos —hoy, ciudadanía— sedientas de verdad comprometida y liberadora, se advertía que habían de cuestionarse muy severamente las historias infantiles de Walt Disney, porque eran portadoras de mensajes adoctrinadores «muy concretos»: lo de «concretos» era el sello verbal de la mercancía averiada, del alimento infectado con gérmenes alienantes, de todo lo que debía ser arrojado a los infiernos para mantener pura la conciencia de los niños. Era necesario mantener activas las alertas de padres y educadores, por lo común aburguesados, indolentes, confiados y al fin víctimas del monstruo insaciable del capital.

Hoy, de forma no muy diferente, se nos advierte por doquier y cada día de que el «sexismo» —etiqueta blanda del «machismo» y muchas veces más cercano al insulto político que al análisis—, está contaminando las conciencias desde el lenguaje, la juguetería, los cuentos, las historias que se leen, las películas que se consumen, las modas que se siguen, etc. Nosotros nos ocuparemos del lenguaje, que este ya es tema suficiente para un peregrinaje que tal vez sea doloroso y penitencial.

Los viejos maestros de la filología explicaban —recordemos a Vendryes y Ch. F. Hockett— que el lenguaje era el bien más valioso de la raza humana y que había nacido de la utilidad, esto es, de la necesidad, como resonaba en el verso de Lucrecio: «Utilitas expressit nomina rerum» ( J. Vendryes. El lenguaje. Introducción lingüística a la historia, 1958, p. 89).

Otros han subrayado que en el lenguaje se registran, un poco al modo estratificado de la geología, viejas concepciones, mitos, estados evolutivos de las sociedades, de modo que el pensamiento, las concepciones del mundo, la emoción ancestral de lo humano está representado en el lenguaje. Siglos después de Copérnico, seguimos diciendo que el sol se levanta, sale por el este y se pone por el oeste. Sin embargo, la posibilidad de que tras el lenguaje se escondan arcanos patriarcales que se encargan de revitalizar y perpetuar elimperio del hombre sobre la mujer, y que estos mecanismos se basen en un determinado uso del género gramatical es algo que debe ser considerado algo más en profundidad.

En primer lugar, deberíamos plantearnos las propuestas sobre lenguaje inclusivo y no sexista como un fenómeno asimilable a la de los cambios lingüísticos, inherentes al desarrollo de las lenguas. Es probable que el cambio lingüístico más importante de nuestra época esté asociado a la dialéctica surgida en torno al lenguaje inclusivo, que ha dejado arrinconados a problemas de enorme dimensión, como la progresiva y delirante invasión lingüística anglosajona.

La posibilidad de que el lenguaje «visibilice» a la mujer y su papel en sociedad cuando es inclusivo, o por el contrario arroje las cenizas del olvido sobre el significado y la función de las mujeres en la sociedad actual y en la evolución de la civilización cuando no lo es, se nos presenta como el objeto de análisis.

Es irreprochable la necesidad esencial de que en toda sociedad abierta sean igualmente interpeladas, convocadas y tenidas en cuenta las personas de uno y otro sexo, especialmente cuando este dato sea funcional y pertinente, no solo en los actos públicos, sino en los lenguajes oficiales.

Sin embargo, el que la cautela del lenguaje inclusivo se extienda apasionada, casi obsesivamente, por todos los rincones del discurso extiende el peligro de que el desdoblamiento genérico y otras precauciones actúen poco delicadamente sobre el receptor como una sobrecarga. Los observatorios de género, las oficinas y departamentos surgidos en ministerios y otras instituciones, y hasta las concejalías correspondientes han aportado una nutrida literatura sobre el arte del bien hablar no sexista e inclusivo. Pero esta bibliografía normativa es tan conocida que no consideraremos necesario insistir con pormenores.

La Real Academia Española, por medio de sus documentos o por los de conspicuos representantes como Ignacio Bosque, ha advertido con un amplio «memento, homo» que argumenta en favor de que el género gramatical como noción distinta al sexo natural y que el masculino gramatical —en español género no marcado frente al femenino género marcado—; asimismo se ha posicionado contra la innecesaria utilización del doblete obsesivo «niños y niñas, ciudadanos y ciudadanas», o la desdeñable invención de vocablos a los que se les adjudica duplicación genérica (miembros-miembras) y todas las secuelas más o menos creativas que amamanta el dinero público (enera, febrera, marza, que luego comentaremos, etc.).

El fomento del llamado lenguaje inclusivo por las autoridades políticas, administrativas y sus ramificaciones en el mundo de la enseñanza ha dado y dará amplia cosecha de seguidores y bastantes menos detractores. La argumentación acerca de la visibilidad de la mujer pormedio de un nuevo sociolecto ha creado muchos adeptos, y puede encontrarse un despliegue de marcas discursivas que definirían a cualquier hablante como «inclusivista-progresista» o «academicista-reaccionario», con su secuela de posicionamientos ideológicos y emocionales. La lengua se ha convertido en campo de batalla.

Recordemos que la lengua es sistema y norma, pero también uso, y en este intervienen una serie de factores de gusto, estilo, contexto, etc. Si el poder del sistema de una lengua puede verse cuestionado por factores ideológicos, administrativos, educacionales, no es menos cierto que el influjo de estos últimos factores tiende a estar limitado por el vigor del sistema de la lengua. ¿Quién ganaría en una confrontación, de la que ya hemos visto suficientes escaramuzas, y que por ello no es en modo alguno hipotética?

De los diferentes aspectos del sistema y la norma que se han modificado a lo largo de la historia hablan claro los cambios lingüísticos. Pero de los diferentes ensayos de cambio que no han fructificado, también deberíamos ser conscientes. Recorramos ambos escenarios.

La Revolución Francesa hizo un gran esfuerzo de refundación del lenguaje oficial, pero también de la lengua que debían hablar los franceses para adaptarse a los nuevos tiempos de justicia y racionalidad. No fue solo un intento de creativos propagandistas del nuevo tiempo, al estilo de esos calendarios que cierta Universidad de España tiene a bien en nuestros días hacer públicos para «concienciar» al personal: ENERA; FEBRERA; MARZA; ABRILA, etc. Se renombraron y redistribuyeron todos los aspectos del cómputo temporal posrevolucionario: los años no empezaron en enero, los meses pasaron a tener todos 30 días y de la caudalosa minerva de un poeta —hoy diríamos que laico—, se implantaron sonoros nombres a las nuevas unidades mensuales (floreal, germinal, fructidor, brumario…) Las semanas serían de diez días, los días desterrarían la advocación de los santos de la Iglesia, etc. En su lugar, cada día tuvo un nuevo motivo invocatorio y el sustituto del santoral fue una nutrida colección de plantas, animales, minerales o herramientas con asepsia racionalista muy bien fundamentada. El calendario gregoriano quedaba derogado, y con este, lo que significaba de sumisión a los poderes eclesiásticos y al control simbólico del Antiguo Régimen sobre las conciencias. Mientras tanto, los revolucionarios habían abjurado del tratamiento de respeto «vous» y habían optado por el «tu» para subrayar la igualdad entre todos los ciudadanos; los apellidos que connotaran al Antiguo Régimen serían cambiados por otros más acordes al tiempo revolucionario.

No hay que insistir en el fracaso histórico de este intento de cambio de las conciencias individuales y de las relaciones sociales por medio del lenguaje.

El tiempo que vivimos, quizá de forma no del todo consciente, no anda muy a la zaga de aquellos intentos revolucionarios. Hoy los días del año siguen en general pautas gregorianas, pero sin prescindir del santoral, imponen un sentido «universal» a las conmemoraciones. El día de S. Juan de Dios es mundialmente aclamado bajo la advocación del «Día de la Mujer»,nada menos que bajo el alto patrocinio de las Naciones Unidas. En el regazo de estas celebraciones históricamente motivadas surgen patrocinios que podrían soliviantar el ánimo más sereno: el Día Mundial de las Legumbres se infiltra en la festividad de Sta. Escolástica de Nursia y del mismísimo obispo S. Troyano. El Día Mundial de las Obesidad sacude la noble memoria de S. Casimiro, príncipe de Polonia. El Día Internacional de los Trópicos recubre de seriedad posmoderna y trascendencia panterráquea el recuerdo de S. Pablo y S. Pedro.

Sin embargo, los usos sociales —y la lengua lo es— son menos entusiastas de la novedad y a veces claramente antagonistas. Es cierto que muchos de los nombres que se imponen a los nacidos hoy obedecen al fulgor etéreo de un personaje de película, de cómic, o a referentes culturales caprichosos, risibles o efímeros. El nombre de los nacidos ha dejado de tener para los progenitores el papel y la trascendencia simbólica o religiosa que otrora tuvo. Pero a pesar de que hay muchos padres y madres que se sienten en materia de imposición onomástica de sus hijos como aquellos «sans-culottes» que exhibían cabezas ensartadas en picas por las calles de París, no es probable que vaya a extenderse el uso social de imponer el nombre de «Yoga», «Zurdera», «Lavado de Manos», «Pasta» o «Hipnosis», aunque estas entidades tan variopintas tengan asignados los correspondientes «Día Internacional de… » o «Día mundial de…». De todos modos, recordará algún pesimista aquel refrán que nos avisa de un futuro quizá más desconcertado: «A la larga, el galgo a la liebre mata».

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