No son pocos los manuales de filosofía y libros de textos que dicen que «la moral está formada por las reglas de conducta individuales que indican a cada persona lo que está bien y lo que está mal» y que, por tanto, «la ética es una reflexión sobre el fundamento de las normas morales».
En España esta manera de distinguir entre ética y moral hizo fortuna en los años 50, 60 y 70 con José Luis López Aranguren (que curiosamente ha tenido muchas discípulas, entre las más famosas está Adela Cortina: conocida por su trabajo en ética y filosofía política, especialmente en temas de ética aplicada, ética cívica y ética del discurso). En la actualidad esta distinción sigue siendo más o menos hegemónica.
En su libro Ética sin metafísica (1971) el filósofo alemán Günther Patzig afirma que la ética viene a ser «la investigación filosófica del conjunto de problemas relacionados con la moral» (Editorial Fontamara, 2000).
También han defendido esta tesis representantes de la llamada «filosofía analítica». Parece que la ética se concibe, al modo del segundo Wittgenstein, como un análisis de los usos lingüísticos que pueden llevarse a cabo en los lenguajes morales, como si la filosofía se redujese a filología.
A nuestro juicio, desde el materialismo filosófico, la ética no es una reflexión de la moral, como si la ética fuese la teoría y la moral la praxis. Entender la ética como el tratado de la moralidad es como creer que entre ética y moral existe la misma diferencia que hay entre la geografía y el territorio, o entre la gramática y el lenguaje, o entre la biología y la vida. Es decir, la ética correspondería la geografía, la gramática y la biología y la moral al territorio, el lenguaje y la vida.
Ética y moral sólo superficialmente pueden tratarse como sinónimos. Hablamos de dos términos que tienen una historia y una etimología diferentes. Éthos (ἔθος o ἦθος) alude a los comportamientos de los individuos que derivan de su propio carácter. Moral, en cambio, viene de mos o moris, y alude a las costumbres que regulan los comportamientos de los individuos humanos como miembros de un grupo social. Así pues, etimológicamente la ética tiene una connotación individual y la moral una connotación social. Por eso las virtudes éticas y las virtudes morales guardan entre sí una relación dialéctica de entretejimiento pero no de identificación.
La ética la entendemos como las normas que procuran hacer perseverar y buscar el bienestar de los individuos humanos (independientemente de la condición racial, nacional, religiosa, social o sexual de las personas, las cuales obviamente no se pueden desligar del individuo). El quinto mandamiento, «no matarás», es el ejemplo más claro de norma ética (aunque esté envuelto en una ideología teológica). El asesinato sería, pues, el mal ético por antonomasia. Aunque también tendríamos el debate de la eutanasia, si es que ésta es -como indica su etimología- una «buena muerte».
También son males éticos la tortura, la enemistad o falta de generosidad, la falsedad o hipocresía (pese a que no siempre es prudente decir la verdad), la traición (aunque traicionar a un vil asesino o a cualquier agente realmente corrupto sería una virtud), o el robo (lo que no quita que robarle a un ladrón tenga «cien años de perdón»).
Luego la ética trata de preservar el propio cuerpo y el de los demás individuos humanos. Y es muy importante señalar que el cuerpo no es un instrumento del sujeto, sino que el mismo cuerpo es el sujeto, es decir, el cuerpo no es un objeto (una cosa). No se puede confundir el cuerpo como un derecho de propiedad, como si fuésemos espíritus puros y utilizásemos un cuerpo humano como mero instrumento o un vestido de quita y pon. De modo que si el sujeto es un sujeto corpóreo el cuerpo no se puede entender como un instrumento o un vestido sino como el sujeto mismo (si postulamos -como cualquier materialista que se precie- la condición corpórea de todo viviente, en este caso de todo ser humano). Dicho de otro modo: no es que mi cuerpo sea mío, más bien mi cuerpo soy yo mismo.
Las normas morales, en cambio, buscan la perseverancia y el bienestar del grupo. La moral está ligada a la presión de unas normas vigentes en un determinado grupo social. De ahí que se hable de «moral tradicional», «moral burguesa», «moral proletaria» o «moral y buenas costumbres». Por lo tanto la ética sólo es posible a través de la moral porque el individuo sólo es posible existiendo en el seno de la familia, el clan, la tribu, la nación, etc. El individuo sólo puede ser una construcción social.
Sostiene Gustavo Bueno: «La ley fundamental o norma generalísima de toda conducta moral o ética, o, si se prefiere, el contenido mismo de la sindéresis, podría enunciarse de este modo: “debo obrar de tal modo (o bien: obro ética o moralmente en la medida en) que mis acciones puedan contribuir a la preservación en la existencia de los sujetos humanos, y yo entre ellos, en cuanto son sujetos actuantes, que no se oponen, con sus acciones u operaciones, a esa misma preservación de la comunidad de sujetos humanos”» (El sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo 1996, pág. 57).
Pese a su universalidad, son más frecuentes los actos éticos con la gente que nos es cercana que con los extraños. «A un extraño puedes prestarle con usura, pero no a tu hermano», leemos en el Antiguo Testamento.
La ética comienza con la familia y pretende ser trascendental a todos los seres humanos, pero ¿si no respetas a tu madre ni a tu padre cómo vas a salvar al género humano?
La fortaleza -siguiendo a Benedictus de Espinosa en la parte III, proposiciones 58 y 59, y la parte IV, proposición 3 de su Ética– es la virtud suprema de la ética, que se divide en dos actitudes: firmeza y generosidad.
La firmeza es la acción y el deseo de cada individuo humano en perseverar en el ser, y por ello no cualquier acción es ética, sino aquella que mantiene e incluso incrementa las ganas de perseverar y conservar la vida (el suicidio sería el fin de la firmeza, y por tanto un atentado contra la ética).
La generosidad consiste en la acción que se esfuerza en ayudar a los demás. Somos generosos más por la amistad que por sentido de la justicia. La generosidad sólo es virtud cuando es eficaz, y no como mero impulso psicológico, como si bastase la «buena voluntad». No tiene valor ético un intento de acción generosa, porque ésta no ha llegado a consumarse. Luego sin realización no hay propiamente generosidad y por lo tanto no hay acción ética.
Somos generosos cuando realmente hemos ayudado a los demás y no simplemente porque hayamos pensado (si el pensamiento, en tanto pensamiento, no delinque, tampoco tiene por qué ser generoso). Además, como suele decirse, «el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones». Dicho de otro modo: la generosidad es propiamente tal no cuando se queda en el mero intento sino cuando efectivamente se realiza, esto es, cuando los finis operis han consumado lo que se propuso desde los finis operantis.
Desde esta distinción entre ética y moral que sumariamente estamos exponiendo, no cabe hablar de firmeza en sentido moral porque no es un grupo, un pueblo o toda una nación la que puede ser firme sino que en todo caso la firmeza la realizan los ciudadanos o los gobernantes como personas individuales. Cuando nos referimos a un grupo nos referimos más bien a la cohesión (en función de un poder tecnológico, económico, político, etc.).
Y tampoco puede hablarse de generosidad cuando nos referimos a un grupo, pueblo o nación porque la generosidad que un grupo pueda tener con otro puede menoscabar su fuerza, y la ayuda que un país pueda ofrecer a otro no es un acto de generosidad sino que se trata más bien de un cálculo político con vistas a reforzar la propia cohesión; de ahí que sea preferible el término solidaridad, que siempre supone una alianza contra terceros, es decir, la solidaridad no es generosa sino polémica, porque implica una alianza contra un tercero o cuarto.
La individualidad corpórea de los sujetos humanos desempeña una función fundamentadora y trascendental de las conductas éticas y de las conductas morales. La corporeidad operatoria es lo más universal que tienen los individuos humanos. Por tanto, a nuestro juicio, ni la ética ni la moral pueden fundamentarse si entendemos a los sujetos humanos como «espíritus», «conciencias puras» o «mentes inmateriales», sino como sujetos corpóreos operatorios con musculatura estriada con actividades prolépticas, esto es, con capacidad de planificar (en relación a las personas) y programar (en relación a las cosas) y llevar a cabo objetivos normalizados enfrentándose constantemente a otras normas o rutinas alternativas que según las circunstancias pueden ser elegidas.
Y es en esta conducta normada o normalizada, donde lo normalizado lo entendemos como el establecimiento de rutinas victoriosas (que se imponen a otras que intentaron abrirse paso pero que fracasaron), donde vemos las diferencias entre los seres humanos y los demás animales.
«La conducta normada (o normalizada) es la forma de conducta mediante la cual caracterizamos a los hombres por respecto al resto de los animales. La conducta normada de los hombres (a diferencia de la conducta meramente pautada de los animales, que analizan los etólogos) implica el lenguaje fonético articulado, la composición o descomposición operatoria (artificiosa, prudencial) de términos según planes o programas tecnológicos, de caza, &c., a través de los cuales se estructura la vida humana, en cuanto tal. Por este motivo las conductas normadas (por ejemplo, las ceremonias) son siempre algo más que rituales zoológicos (rituales de cortejo, rituales de ataque); implican mitos, construidos con palabras, a través de las cuales las propias operaciones, “ritualizadas” o no, o sus resultados, se organizan según figuras características (por ejemplo, la figura de una “ceremonia de coronación” o la figura de un “palacio”). Desde un punto de vista gnoseológico podría decirse que las normas desempeñan en el ámbito de las ciencias humanas (Lingüística, Economía política, Ciencias morales, Etnología, Ciencias de la religión…) un papel análogo al que desempeñan las leyes naturales (la Ley de Snell o la Ley de la gravitación) en el ámbito de las ciencias físicas o naturales. Las leyes naturales nos permiten entender la organización de los fenómenos cósmicos (mecánicos, químicos, termodinámicos, biológicos…) de modo parecido a como las normas (podríamos denominarlas: leyes normativas) nos permiten entender la organización de los fenómenos antropológicos (lingüísticos, políticos, tecnológicos, culturales…)… En el Manifiesto comunista de 1848 figuraba una norma política que estaba llamada a desempeñar un papel principal en las décadas sucesivas: ¡proletarios de todos los países, uníos! Sería absurdo que Newton hubiera expresado su ley de la gravitación diciendo: “planetas de todas las órbitas, atraeos.” Las leyes normativas, las normas, en general, en su más amplio sentido (preceptos, reglas, decretos, recomendaciones, cánones, órdenes…) pueden ser justificadas (pues la justificación consiste en insertar la acción o el proyecto en alguna norma), así como también pueden, en principio, ser des-obedecidas o corregidas; las leyes naturales pueden, en cambio, ser explicadas (carece de sentido, salvo que adoptásemos una perspectiva ontoteológica, cualquier intento de “justificar” la ley de la gravitación), pero no pueden ser desobedecidas (aquí cabe recordar la sentencia estoica Fata volentem trahunt, nolentem ducunt: los hados conducen al que los acepta y arrastran al que los resiste), aunque sí pueden ser controladas mediante la composición con otras leyes naturales. Las leyes naturales se controlan mediante otras leyes naturales, pero no mediante normas o decretos, de la misma manera a como las normas se corrigen mediante otras normas, pero no mediante leyes naturales. No tendría sentido tratar de “justificar” normas a partir de leyes naturales, como cuando Ostwald pretendía justificar las normas morales en la ley de la entropía, pasando del “ser” (natural) al “deber ser” (moral)» (Bueno, El sentido de la vida, pág. 54).
Entre ética y moral tampoco tiene por qué darse un desajuste general y global: unas veces se ajustan y otras veces no, o hay diversos grados de ajuste. Cuando hay incompatibilidades entre determinadas normas éticas y determinadas normas morales (como entre diversos sistemas de normas morales, las contradicciones de las normas de los diferentes grupos) se debe a la dialéctica interna de la vida social, aunque ni mucho menos hay siempre incompatibilidades entre ética y moral, a veces van de la mano.
Leemos en el glosario de El mito de la izquierda de Gustavo Bueno: «la norma ética prescribe dar acogida a cualquier emigrante que haya atravesado nuestras fronteras, tanto si es legal como ilegalmente (“el hambre no tiene fronteras”), pero las normas políticas y las morales obligan a limitar el número de inmigrantes que pudieran beneficiarse de los recursos de un Estado, pues a partir de un cierto límite determinarían el desplome económico de la propia sociedad política. Aquí está la razón por la cual el ideal del Estado de bienestar, propio de las democracias homologadas de nuestros días, es incompatible con la solidaridad sin fronteras, prescrita por las normas éticas o por los derechos humanos. Las contradicciones entre las normas éticas y las normas morales o políticas tienden a ser resueltas por medio del ordenamiento jurídico».
La filosofía no puede instaurar la conciencia moral, del mismo modo que la gramática no funda el lenguaje. La filosofía no puede tener la pretensión de edificar una moral, ésta se presupone ya en marcha, funcionando de algún modo en el mundo. Lo cual no quiere decir que la filosofía sea superflua para el tratamiento de la moral (como sí lo sería para la enseñanza de la geometría), porque el juicio moral está atravesado por Ideas como Justicia, Libertad, Deber, Felicidad, etc.
Sin embargo «la» filosofía no existe sino lo que existen son «las» filosofías (en continua polémica dialéctica), y por ello una filosofía moral toma partido por una determinada filosofía que postula una definida ontología (ya sea materialista o espiritualista, pluralista o monista), una gnoseología (descripcionista, teoreticista, adecuacionista o circularista), una epistemología (realista, idealista o hiperrealista), una filosofía de la religión (atea o teísta) o una filosofía política (liberal, anarquista, socialista, comunista, etc.).