Hasta 6500 adC las actuales Gran Bretaña, Irlanda y las islas del mar del norte estuvieron unidas al continente. Según arqueólogos y geólogos la extensión de aquella tierra abarcaba hasta los hoy llamados Países Bajos, la península de Jutlandia y el norte de Alemania. En aquella considerable extensión de terreno prosperaría una cultura poderosa, avanzada hasta la etapa mesolítica de la civilización europea. Un súbito cambio climático, el deshielo del casquete polar y la entrada de masas calientes de agua desde la corriente del golfo (del golfo de México, no nos perdamos geográficamente), produjo un ascenso espectacular del nivel del mar, posiblemente también unos cuantos tsunamis que se tragaron el territorio. El proceso de desaparición duró sólo unos años y por eso los ingleses viven hoy en una isla y no pueden ir andando desde Londres a Roma como antiguamente, a menos que se pateen el túnel de Calais, hazaña de la que no se han tenido noticias ni se tendrán hasta que algún influencer proponga el reto en su canal de YouTube.
El final de Doggerland —así llaman los historiadores al enclave— y en realidad su misma existencia han sido incógnita debatida hasta hace relativamente poco tiemppo. La sospecha de su presencia efectiva tomó credenciales científicas cuando, a finales de los años 30 del siglo XX, pescadores del mar del norte, en aguas del banco de Dogger, arrastraron y rescataron del fondo marino restos de animales como el mamut y el tigre de dientes de sable, así como piezas óseas humanas y utensilios para la pesca datados entre 7000 y 10.000 adC. Aprovechando los intensos estudios y prospecciones de geología marina llevados a cabo por las multinacionales que explotan la extracción petrolera en la zona —entre otras fuentes de análisis—, los estudiosos han reconstruido con bastante fidelidad la extensión, límites, orografía y demás detalles geográficos del antiquísimo país. La arqueología por su parte, trabajando sobre los numerosos hallazgos habidos, establece con bastante precisión el grado de desarrollo de los pobladores y el punto de extinción del hábitat sobre la fecha señalada, hace unos diez mil años.
Caben dos o tres lecturas sobre estos reencuentros crepusculares de la ciencia arqueológica con la historia real de la humanidad, la primera desde luego en el ámbito del propio reconocimiento de la ciencia, su capacidad para establecer hechos en el pasado, aunque muy remotos sean, que nos ayudan a comprender el presente y entendernos a nosotros mismos. Después parece pertinente una meditación sobre el auge y desmoralización de los imperios y la extinción de las civilizaciones, un “¿ubi sunt?” de emergencia que por ya sabido damos por reproducido. Viene a cuento también, claro está, una breve referencia a las histerias globalistas sobre el cambio climático y los desastres augurados en futuro próximo; pues mira, sin ayuda de los humanos, sin emisiones de CO2 ni de co3 ni agenda 20/30 que los discuta, el planeta cambió de clima hace mil años y se tragó, que sepamos, una superficie de terreno equivalente en extensión a Andalucía, Portugal y Bélgica, y con la tierra se llevó a una completa civilización, la más avanzada de la época —también, que sepamos—. O sea que menos alarmismo y más precaverse en plan supervivencial por si las olas del mar empezasen a llegar, de la noche a la mañana, hasta la puerta de casa.
Sin embargo, hay un elemento en este asunto dogerlandiano que me llama la atención más que los anteriores. Se trata del aspecto, digamos, lingüístico de la cuestión. Por partes, o sea: después de este punto y aparte.
El topónimo —nuevo, artificioso— Doggerland, en español “Dogerlandia”, tiene su origen, como ya se explicó tres párrafos más arriba, en los descubrimientos prehistóricos del banco de Dogger, una masa de agua entre la costa oriental de Gran Bretaña y Jutlandia muy conocida por buques mercantes y barcos pesqueros dada su condición de “banco arenoso”, circunstancia que obliga a los navegantes a cuidar su rumbo y favorece a los pescadores con capturas de especies cuyo hábitat es el bajo calado. A su vez, el nombre “Dogger” —lo de “Land” no hace falta explicarlo—, proviene del antiguo neerlandés, en concreto del término “dogge”, palabra que señala un tipo de barco de pesca común en aquellos entornos. La raíz “dog” en lengua sajona o germánica —también inglesa—, significa lo que todo el mundo sabe, perro, seguramente en referencia a los mamíferos marinos conocidos como “perros de mar”. O sea que los antiguos pescadores neerlandeses, posiblemente los noruegos, daneses y normandos en general, llamaban “dogge” —perro— a algunas de sus naves igual que los fenicios primero y los griegos después llamaban “hipo” —caballo— a sus naves de guerra más ligeras.
Del hipo que los aqueos de largas cabelleras regalaron a los troyanos tras diez años de asedio a la ciudad de Príamo vino la confusión con el famoso caballo de Troya y la fama de Odiseo como ingenioso artífice de fullerías aplicadas al arte de la guerra. De los “perros” norteños a los perros atlánticos de Canarias van muchas millas marinas, pero se mantiene el poso de una leyenda tal como Doggerland fue leyenda durante mucho tiempo: el relato sobre civilizaciones sumergidas. En el caso de Canarias —no hace falta explicar la etimología—, la alusión al mito de la Atlántida es recurrente entre aficionados a los misterios de la historia y las pseudociencias vinculadas más o menos a la arqueología. Sabemos que los famosos perros que dan nombre a las islas son también los perros de mar, lobos marinos prácticamente extinguidos porque perdieron la guerra en competencia con los pescadores del lugar —un lobo de mar zampa cuarenta quilos de pescado al día y esa voracidad no se llevaba bien con las necesidades de captura humana—; no obstante, no me digan que la presencia de estos “perros” arriba y abajo del Atlántico, con caballos fenicios y griegos de por medio, no da para pensar, para reconocer la potestad de un común sustrato histórico antiquísimo, en el que fraguaron los cuatro o cinco mitos fundacionales de la “ideología humana”: el Paraíso, el Diluvio, Babel… Ideología y referentes que atañen cuanto menos a la humanidad que habita y ha habitado en esta parte del planeta, desde los tiempos en que un punzón serrado de pesca y una piel de foca curtida eran bienes más valiosos y más útiles que un iPhone.
Claro que ustedes, sufridos lectores, se preguntarán a qué viene este discurso sobre mundos desaparecidos, qué interés tiene todo esto que les cuento. Ninguno, no le den más vueltas. Ninguno. Precisamente por eso lo he escrito. A fin y al cabo, ¿qué es la vida sino una larga y paciente acumulación de conocimientos inútiles? Tan inútiles como un reino entero sumergido en las aguas, tragado por el mar y olvidado por todos.
A ver si don Felipe, sexto de su nombre, tomase nota.