Siendo las emociones, antes que datos sensoriales, experiencias vividas, sólo un ser humano puede despertar una emoción auténtica en otro ser humano. Así, el arte se manifiesta como la última frontera de lo humano: aquel dominio irreductible, donde toda imitación se diluye en su propia falsedad, y todo sucedáneo encubre la verdad del ser.
En Los principios del arte (1938), R.G. Collingwood distingue el verdadero arte de formas inferiores como la técnica, la magia o el entretenimiento; “El arte no consiste en la descarga emocional ni en el contagio de emociones. Expresar es clarificar una emoción confusa a través de su forma”¹. Dicho de otro modo, el arte es la expresión de emociones sentidas; pero no es ni su comunicación ni su estimulación.
A diferencia de la replicación insensible de formas externas propia de las ciencias de lo artificial, el proceso expresivo humano no se da con una emoción preexistente, sino que el artista descubre lo que siente mientras crea, de manera que el arte es un acto de autoconocimiento afectivo, que requiere conciencia, reflexividad y, naturalmente, corporeidad. Ninguna máquina puede expresar genuinamente lo que nunca ha vivido. Es por ello que la generación de obras mediante sistemas artificiales es, en el mejor de los casos, un ejercicio de mímesis platónica: una copia de una copia. Y, tal y como señalaba Platón, la mímesis es un arte de apariencias vacías; un reflejo de sombras sin esencia².
Tal ilusión, lejos de iluminar, oscurece el alma y la aparta del saber, como en el mito de la caverna, símbolo de una humanidad encadenada a lo visible, fascinada por lo falso y extraviada en las apariencias². No en vano, el recelo hacia lo visible, hacia lo que deslumbra, pero no ilumina, resurge en otras tradiciones bajo formas distintas pero con una esencia común. Por ejemplo, en la cosmovisión islámica, esta problemática alcanza una expresión particularmente intensa en la figura del Dajjal, símbolo apocalíptico del máximo embuste: aquel que encarna la seducción de lo ilusorio elevada a su grado extremo, aquel que crea un mundo entero de ilusión persuasiva, donde lo falso se toma por verdadero³.
Según dejó dicho Jean Baudrillard, la omnipresencia de la hiperrealidad, y su vocación omnisciente, crean una condición en la que las representaciones y simulacros sustituyen a la realidad misma, donde, al igual que en la caracterización del Dajjal, lo falso ya no es lo opuesto a lo verdadero, sino algo que reemplaza lo real por completo, que crea un mundo entero de ilusión convincente, donde el artificio es vivido como veraz⁴.
Por eso, la figura del Dajjal puede ser reinterpretada no sólo como un ente escatológico, sino como un sistema simbólico que representa una civilización tecno-materialista. Esta ofrece seguridad, placer y orden a cambio de la renuncia a lo trascendente. Algunos pensadores musulmanes contemporáneos, como Sheikh Imran Hosein, sostienen que el Dajjal debe entenderse también como un proceso histórico-espiritual, una configuración ideológica progresiva que condiciona a la humanidad a confundir lo ilusorio con lo real³.
Así, el símbolo del ojo único del Dajjal actúa como metáfora de la visión cognitivamente limitada propia de una civilización absorbida por sus propios simulacros, cuya mirada, cerrilmente materialista, cubre la realidad con un velo que todo lo abarca, tal y como señaló Jean Baudrillard, cuya noción de simulacro alcanza una radicalización contemporánea de la alegoría del velo: ya no se trata solo de un velo que oculta la realidad, sino de uno que, al sustituirla, hace innecesaria su existencia⁴.
Es decir, el simulacro no sólo encubre la verdad, sino que la reemplaza con una realidad semiótica, generando una hiperrealidad donde la distinción entre lo verdadero y lo falso acaba siendo irrelevante. Y es así porque, en origen, la palabra velo no remite únicamente a una barrera visual, sino a un umbral ontológico entre el deseo de ver y la imposibilidad de aprehender lo absoluto. A diferencia del ocultamiento puro, el velo no clausura el sentido: lo posterga, lo insinúa, lo intensifica, y en este diferimiento se genera una tensión que constituye la condición misma del arte.
Esta es, en consecuencia, una dinámica fundamental de la experiencia estética: toda obra de arte vela una pasión para revelarla sublimada, transformada en forma. Por lo tanto, el arte no representa lo que fue ni lo que es, sino lo que está por revelarse, y no es, en este sentido, no una “segunda naturaleza”, como en la noción aristotélica, sino una physis velada: una naturaleza que se entrega en su ocultamiento, una verdad que solo se deja habitar en su umbral. De ahí que, siguiendo a Heráclito —“la naturaleza ama esconderse” (physis kryptesthai philei)—, Heidegger sostenga que toda verdad implica necesariamente un proceso de velamiento⁵.
Tal verdad no se reduce a una mera adecuación entre la cosa y el intelecto (adaequatio rei et intellectus), sino que remite a una manifestación simbólica que permite al ser situarse en el umbral de lo numinoso. El arte, en este sentido, no transmite verdades proposicionales, sino que configura e inaugura fenómenos que demandan ser interpretados desde la existencia misma del sujeto. Lo artístico deviene así en una ontología objetivada: el ser se revela en formas sensibles, no como una presencia plena, sino como misterio compartido, como frontera entre lo visible y lo invisible.
El conocimiento que el arte posibilita tiene una raíz orgánica: nace del cuerpo, de la experiencia vivida, de lo encarnado. Nunca de lo artificial. El conocimiento humano no agota la realidad, sino que la interpreta a través de una formalización simbólica que siempre deja entrever un más allá. La obra de arte es precisamente eso: una forma que remite más allá de sí misma, una encarnación que alude a lo real sin clausurarlo. El arte media entre lo inteligible y lo absolutamente real, entre el símbolo y la profundidad ontológica. En esta mediación, la obra no expresa un contenido previo ni reproducible, sino que crea sentido simbólicamente, a partir de la experiencia sensible como acontecimiento formativo, que da acceso a una modalidad de conocimiento que no se agota en categorías conceptuales, sino que se manifiesta como forma, intensidad y resonancia, transfigurando la emoción.
Como señala Roger Scruton, la contemplación artística no es evasión, sino redención: se ofrece no por su utilidad, sino por su pura presencia. La belleza es así una promesa de sentido que no anula la tensión de la existencia, sino que la transforma en forma⁶. Esta visión resuena con la aletheia heideggeriana: la verdad no se enuncia, se muestra; aparece en la forma sensible que ordena el caos y lo convierte en mundo⁵. El arte no imita la realidad: la reconfigura, la simboliza, la salva. La belleza, como el velo, no revela del todo, pero mantiene vivo el misterio como promesa.
Es un modo de reconciliación ontológica con la finitud: habitar el límite con dignidad. Scruton lo resume así: “La belleza es un recordatorio de lo que significa estar en casa en el mundo”⁶. El arte no produce conocimiento conceptual, sino poético: saber del deseo, del temor, de lo posible. No representa el mundo, lo reinventa, lo hace pensable desde otra lógica. La obra no es imagen de lo real, sino un mundo en sí: una realidad proyectada. Scruton también señala que la belleza articula una comunidad de sentido. La experiencia artística no es ni solipsista ni escapista, sino comunión: el símbolo artístico eleva lo singular a lo universal, transfigurando la subjetividad en humanidad compartida⁶.
Nietzsche profundiza en esta idea: el arte no palía el dolor; lo intensifica para hacerlo habitable. Bebiendo del mito dionisíaco, afirma que la apariencia no es ilusión, sino necesidad vital. No buscamos el arte por lo que muestra, sino por lo que promete y auspicia. Desde esta visión, el arte no refleja el mundo: lo produce. No representa ni replica lo dado, sino que funda nuevas formas de habitarlo. Es anterior al concepto, a la moral, a la teoría: gesto originario, matriz simbólica del sentido⁷. Su valor no radica pues en la transparencia, sino en su capacidad de condensar lo inefable en forma sensible, de cohabitar con el misterio sin trivializarlo artificiosamente.
- Collingwood, R. G. (1938).The principles of art. Oxford: Clarendon Press.
- Platón. (2003).La república (J. M. Pabón & M. Fernández-Galiano, Trad.). Madrid: Alianza Editorial.
- Hosein, I. N. (2007).Jerusalem in the Qur’an: An Islamic view of the destiny of Jerusalem. Trinidad: Masjid Jami’ah.
- Baudrillard, J. (1994).Simulacra and simulation (S. F. Glaser, Trad.). Ann Arbor: University of Michigan Press.
- Heidegger, M. (1971).Poetry, language, thought (A. Hofstadter, Trad.). New York: Harper & Row. )
- Scruton, R. (2009).Beauty: A very short introduction. Oxford: Oxford University Press.
- Nietzsche, F. (2006).The birth of tragedy (R. Speirs, Trad.). Cambridge: Cambridge University Press.