En plena Guerra Civil, el 21 de abril de 1937, en el Boletín Oficial del Estado, Franco dejó dicho que «cuando hayamos dado fin a esta ingente tarea de reconstrucción espiritual y material, si las necesidades patrias y los sentimientos del país así lo aconsejaran, no cerramos el horizonte a la posibilidad de instaurar en la nación del régimen secular que forjó su unidad y su grandeza histórica» (citado por Stanley Payne y Jesús Palacios, Franco. Una biografía personal y política, Espasa, Barcelona 2014, págs.199-200).
Franco hablaba de «instaurar» y no de «restaurar», siguiendo a los teóricos neomonárquicos de la revista Acción Española, al no estar refiriéndose a la monarquía Parlamentaria.
En una carta dirigida al «infante» o «pretendiente» don Juan de Borbón fechada el 6 de enero de 1944, Franco analiza la situación de su régimen tras el Alzamiento: «Poniendo por delante que para mí el Poder es un acto de Servicio más, entre los muchos prestados a mi nación y a su fin, el bienestar único, he de sentar varias afirmaciones: a) la Monarquía abandonó en 1931 el Poder a la República; b) nosotros no nos levantamos contra una situación republicana; c) nuestro Movimiento no tuvo significación monárquica, sino española y católica, d) Mola dejó claramente establecido que el Movimiento no era monárquico; e) los combatientes de nuestra Cruzada pasaron de un millón, y los monárquicos constituían entre ellos exigua minoría. Por lo tanto, el régimen no derrocó a la Monarquía ni estaba obligado a su restablecimiento. Entre los títulos que dan origen a una autoridad soberana, sabéis que cuentan la ocupación y conquista, no digamos el que engendra el salvar a una sociedad». El análisis del Caudillo es, punto por punto y palabra por palabra, ¡rigurosamente cierto!
El 19 de marzo de 1945, con la guerra mundial aún por acabar aunque ya totalmente decidida (sólo faltaba arrojar dos bombas atómicas contra dos ciudades de un Japón ya vencido), don Juan publicó un manifiesto político desde Lausana (Suiza) en el que decía que el régimen de Franco «inspirado desde el principio en los sistemas totalitarios de las Potencias de Eje» había demostrado su fracaso y comprometía gravemente el porvenir de España, solicitando al Caudillo que abandonase el poder para restaurar la monarquía (es decir, para ponerse él en su lugar, esto es, el típico «quítate tú para ponerme yo»).
Don Juan ofrecía como alternativa al franquismo «la monarquía tradicional», prometiendo la «aprobación inmediata, por votación popular, de una Constitución política; reconociendo a todos los derechos inherentes a la persona humana y garantía de las libertades políticas correspondientes; establecimiento de una asamblea legislativa elegida por la nación; reconocimiento de la diversidad regional; amplia amnistía política; una justa distribución de la riqueza y la supresión de injustos contrastes sociales» (citado por Payne y Palacios, Franco, pág. 365).
En septiembre don Juan anunció en un comunicado que «no incitaría a la rebelión» (citado por Payne y Palacios, Franco, pág. 367), aunque insistía a Franco de que debía abandonar el poder y entregándoselo a los militares en un gobierno provisional que debía convocar una consulta para que los ciudadanos eligiesen entre monarquía y república, a lo que seguiría unas elecciones generales y la redacción de una nueva constitución.
Tan convencido estaba el pretendiente de la caída de Franco que nombró un nuevo «gobierno provisional» en la sombra, alternativo y monárquico, cuyo presidente sería Alfredo Kindelán y el ministro de Exteriores Salvador de Madariaga (el ideólogo de la «democracia orgánica» que el franquismo haría suya); asimismo el ministro de Interior sería Gil-Robles, el ministro de Defensa el general Antonio Aranda, el ministro del Aire Juan Bautista Sánchez y el del Ejército el general José Enrique Varela.
Semejante lista de nombres de un gobierno fantasma nunca se hizo pública, puesto que cualquier intervención en España podría fortalecer a Franco, como dijo el 20 de agosto en la Cámara de los Comunes el nuevo ministro de Asuntos Exteriores del gobierno británico Ernest Bevin, tesis que el presidente de Estados Unidos, Harry Truman, compartía. Franco tenía la intención, tal y como le dijo a Alfredo Kindelán, de perseverar en el poder hasta su muerte: «Yo no haré la tontería de Primo de Rivera. Yo no dimito, de aquí al cementerio» (citado por Payne y Palacios, Franco, pág. 366). Y desde luego que cumplió su palabra.
El 27 de marzo de 1947 se preparó la Ley de Sucesión, cuyo artículo primero rezaba: «España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo, que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino». Y el segundo especificaba: «La jefatura del Estado corresponde al Caudillo de España y de la Cruzada, Generalísimo de los Ejércitos, don Francisco Franco Bahamonde». (citado por Payne y Palacios, Franco, pág. 383).
El 31 de marzo Luis Carrero Blanco le entregó personalmente a don Juan, que se hallaba en Estoril (Lisboa), la Ley de Sucesión, cuyo contenido le consternó porque la cuestión electiva dependía única y exclusivamente del gusto de Franco.
El 7 de abril don Juan lanzó un segundo manifiesto en el que declaraba que dicha ley era «por completo opuesta a las Leyes que históricamente han regulado la sucesión a la Corona» (citado por Payne y Palacios, Franco, pág. 384).
Finalmente la Ley de Sucesión se aprobó en las Cortes el 6 de junio, y el 6 de julio se celebró el primer referéndum en el que de los 17.178.812 votantes llamados a las urnas votaron 15.219.562, de los cuales 14.145.163 votaron «sí», 722.656 votaron «no» y 336.592 votos fueron nulos o defectuosos. Dicho referéndum le dio cierta legitimidad al régimen.
En un informe para Franco, Carrero Blanco definió la situación en los siguiente términos: «Durante estos diez años se verifica el tránsito de la dictadura más absoluta (toda la autoridad y todos los derechos están en la persona del vencedor de la Cruzada) al régimen estable y definitivo actual de Monarquía representativa» (citado por Payne y Palacios, Franco, pág. 385).
Franco se reunió por primera vez con don Juan el 25 de agosto de 1948 en el yate Azor. En la reunión se acordó que el príncipe Juan Carlos («Juanito») comenzaría su educación en España el próximo otoño (llegaría a Madrid en ferrocarril desde Lisboa la mañana del 8 de noviembre). Franco le dijo a don Juan que España en aquel momento no estaba preparada para la monarquía al no tener apoyo social, es decir, no era ambiente propio para una monarquía ni tampoco para una república, lo que significaba que Franco iba a gobernar veinte años más. Franco también le comentó al pretendiente, al que estaba descoronando, que era posible el estallido de una nueva guerra contra el comunismo, en la que España estaría en primera fila. El encuentro tuvo repercusión internacional. El New York Times anunció que supuso una victoria de Franco y la prensa francesa insistió que dicha reunión puso fin a las negociaciones que intentaron llevar a cabo los socialistas (el PSOE) con don Juan.
Los partidarios del pretendiente quedaron estupefactos ante los resultados del encuentro, como se lee en el «Boletín de actividades monárquicas»: «La monarquía ha terminado hoy», «Nos ha borboneado», «Don Juan está loco y no tiene dignidad», «Es un traidor más a la causa de España», «Nunca pensé que el Rey iba a ponerse de rodillas ante Franco… y luego entregara al hijo como un rehén» (citado por Payne y Palacios, Franco, pág. 388).
El 10 de junio de 1961 don Juan cedió a proclamar «la vinculación de la Monarquía con el Alzamiento del 18 de julio de 1936», y añadió que «El sistema político de constitución abierta que hoy rige, y que será heredado por el régimen futuro, me permite afirmar, sin hacer violencia alguna a mi pensamiento, mi adhesión a los Principios y Leyes Fundamentales del Movimiento, que además de estar implícitos en la doctrina tradicional española, llevan en sí prevista la flexibilidad necesaria frente a todas las exigencias de la evolución y de la vida» (citado por Payne y Palacios, Franco, pág. 478).
El 1 de marzo de 1962 Franco recibió en el palacio de El Pardo al príncipe Juan Carlos, dos meses y medio antes de que éste se casase con la princesa Sofía de Grecia. Juan Carlos le pidió al Caudillo que le concediese el título de príncipe de Asturias, petición que Franco negó tajantemente, porque eso sería tanto como reconocer a un rey en la figura de don Juan. Franco finalmente le otorgó, a él y la princesa, el collar de la Orden de Carlos III, con lo cual dejaba claro a Juan Carlos y a su padre que era él, Franco el Caudillo, el que otorgaba títulos aristocráticos como si fuese un monarca reinante aunque no fuese rey (aunque, bien visto, era más que rey, pues era hacedor de reyes).
Franco le pidió al príncipe que no abandonase España para que con su presencia los españoles le conozcan bien. También le hizo la siguiente confesión: «Yo os aseguro, Alteza, que tenéis muchas más posibilidades de ser rey de España que vuestro padre» (citado por Payne y Palacios, Franco, pág. 481).
Juan Carlos sabía que no podía gobernar a la manera de Franco, y Torcuato Fernández Miranda, que por entonces ocupaba los puestos de Consejero Nacional del Movimiento y procurador de las Cortes Españolas, le aseguró el 18 de julio de 1969, tres días antes de que el Caudillo le nombrase oficialmente su sucesor, que así como Franco fue añadiendo y suprimiendo leyes según las circunstancias, también el próximo jefe del Estado podría introducir nuevos cambios «de la ley a la ley» siempre y cuando se partiese de las leyes vigentes en aquel momento, pues la Leyes Fundamentales de Franco no impedían que fuesen reformuladas, enmendadas y actualizadas en el futuro de acuerdo con el artículo 10 de la Ley de Sucesión.
Franco le comentó al gobernador civil y jefe provincial del Movimiento en Sevilla, Utrera Molina, el último falangista verdadero que había en su último gabinete, que cuando él muriese «todo será distinto, pero existen juramentos que obligan y principios que han de permanecer». Utrera le contestó que probablemente nada de eso se sostendría y que el país volvería a una monarquía parlamentaria liberal con partidos políticos (una monarquía partitocrática o una democracia coronada) que era lo que Juan Carlos pretendía (lo que terminaría llevando a cabo con la ayuda de la élite globalista estadounidense).
Franco, al quedar en silencio, terminó diciendo: «Las instituciones cumplirán su función. España no puede regresar a la fragmentación y la discordia» (citado por Payne y Palacios, 2014: 596-597).
El 21 de julio de 1969 Juan Carlos fue designado ante el Consejo de Ministros y el día después lo haría ante las Cortes en donde la votación a favor de Juan Carlos como legítimo heredero de Franco no fue unánime con 491 votos a favor, 19 en contra, 9 abstenciones y 13 ausencias. A las 11:00 horas del 23 de julio Juan Carlos firmó el documento oficial de aceptación en su residencia del Palacio de la Zarzuela, y por la tarde juró «lealtad a Su Excelencia el jefe del Estado y fidelidad a los Principios del Movimiento y demás Leyes Fundamentales del Reino» (citado por Payne y Palacios, 2014: 527).
En su mensaje navideño de aquel año Franco afirmó que para «quienes dudaron de la continuidad de nuestro movimiento todo ha quedado atado y bien atado» (citado por Payne y Palacios, 2014: 551). «La designación de Juan Carlos en julio de 1969 resolvería la cuestión “Después de Franco, ¿quién?”, pero no respondía al problema “Después de Franco, ¿qué?”» (Payne y Palacios, 2014: 549). Torcuato Fernández Miranda se hacía esta misma pregunta en el mismo año de 1969; aunque ya antes, en 1965, Santiago Carrillo, Secretario General del PCE, había publicado un libro precisamente titulado así: Después de Franco, ¿qué?
A inicios de 1970 Juan Carlos recibió la encuesta de la Fundación FOESSA en la que se decía que el 49,4% de la opinión pública española prefería una república después de la muerte de Franco, un 29,8% prefería la continuación del régimen, y un 20,8% la monarquía. El 4 de febrero de 1970 The Times publicó una entrevista con Juan Carlos con el siguiente titular: «Juan Carlos promises a Democratic Regime» (citado por Payne y Palacios, 2014: 562).
En el verano de 1974, al ser ingresado Franco en el hospital de la Ciudad de Sanitaria Provincial Francisco Franco (que al morir el Caudillo se rebautizó como Hospital General Universitario Gregorio Marañón, en honor a uno de los «padres espirituales» de la Segunda República), Juan Carlos fue durante 43 días jefe del Estado en funciones, y lo primero que hizo fue ratificar el acuerdo bilateral hispano-estadounidense que el presidente Nixon firmó en Estados Unidos (Juan Carlos era el hombre de Kissinger en España).
El intermediario entre Juan Carlos y la oposición (incluyendo al Secretario General del PCE, Santiago Carrillo) fue ni más ni menos que Nicolás Franco Pascual, sobrino de Franco e hijo de Nicolás Franco, el hermano mayor del Caudillo. Nicolás era amigo de Juan Carlos desde la infancia.
Según le comentó Juan Carlos a su biógrafo, José Luis de Vilallonga, lo último que le dijo Franco fue «Alteza, la unidad de España». «Lo que más me sorprendió, más que las palabras, fue la fuerza con que apretó mis manos en las suyas, y la intensidad de su mirada al decirme que lo único que me pedía era que preservara la unidad de España […] Nunca olvidaré aquella última mirada» (citado por Payne y Palacios, 2014: 610).
Pero -como dicen que dijo el amigo de Juan Carlos, el tal Kissinger- «una España fuerte es peligrosa». Aunque también dijo, en algún momento de 1975 al reunirse con Juan Carlos, que «España sólo es fuerte cuando la monarquía es fuerte». Pero el monarca y la clase política de los dos grandes partidos y de los partidos separatistas (porque eso es el Régimen del 78) han trabajado para los intereses de otras potencias como Estados Unidos o Alemania (fundamentalmente en la desindustrialización de España). España sólo es fuerte cuando la clase política trabaja para los intereses de la nación, como pasa con cualquier país. Pero eso en España no sucede desde hace 50 años y así nos va.