El Cuarto Momento

El Cuarto Momento. Santiago Mondejar

Hizo máquinas, inventadas por ingenieros… y su fama se extendió lejos, pero cuando se hizo poderoso, su arrogancia lo llevó a su propia destrucción.

Crónicas 26:15-16

 

Desde bien antiguo, una de las advertencias perennes en la literatura clásica fue el peligro de incurrir en el desequilibrio entre lo humano y lo divino, esa soberbia desmesurada conocida como Hibris, que conduce al hombre a arrogarse prerrogativas divinas, que a la postre ameritan el castigo de Némesis. No faltan en nuestros días ejemplos de silícicos prometeos, que parecen haber leído el Frankenstein de Mary Shelley[1] más como un manual de instrucciones que como un recordatorio de la moraleja del mito de Epimeteo y Prometeo, según el relato de Platón.

En su obra Protágoras[2], el filósofo ateniense pone en boca de Sócrates la leyenda de los gemelos Epimeteo y Prometeo. Titanes ambos, los dioses les encargaron que dotasen a los seres vivos de las facultades necesarias para su supervivencia. Ante la insistencia de su hermano, Prometeo delegó en Epimeteo esta labor. Se puso éste arduo a la tarea, otorgando con ecuanimidad fuerza a unos, rapidez a otros, a algunos alas, a otros corazas o cuernos, sentado al tiempo las bases de la red trófica, haciendo presas a unos, y depredadores a otros. Más no siendo la prudencia una cualidad que distinguiese a Epimeteo, agotó todas las facultades disponibles en los seres irracionales, dejando al ser humano inerme y desamparado en el mundo. Prometeo acudió entonces en ayuda de su hermano, hurtando primero a Atenea el conocimiento de la técnica (Téchnê), y a Hefesto el fuego necesario para aplicarla a cosas prácticas, y entregó ambas al hombre. Pero al adquirir sólo este saber parcial, quedaron los hombres desprovistos del sentido común (Mètis), y de la sabiduría política (Phronesis), por lo que quedaron abocados a la desavenencia, una flaqueza que se vio exacerbada cuando Zeus decidió castigar a Epimeteo dándole como esposa a Pandora, quien recibió como regalo de boda la caja que encerraba todos los males del mundo.

El filósofo francés Bernard Stiegler[3] parte de este mito para articular su diagnóstico de la sociedad actual: el argumento troncal de Stiegler es que el hombre es primordialmente Homo Technicus, un animal técnico, por lo que el ascenso de la humanidad es una materia técnica. Como veremos, Stiegler diverge en esto del Heidegger de “La pregunta de la técnica”[4], donde el filósofo alemán sostiene que lo esencial de la técnica no es ser un medio para un fin, ni aun ser un fin en sí misma, sino que es más bien una modalidad de la presencia del ser en la realidad mundanal, en la que queda enmarcado como una materia prima más, disponible en la reserva de general de recursos de explotación (der Bestand), pasando, de esta manera, a ser él mismo instrumentalizado por el imperatativo técnico de desocultar la realidad, finiquitando así el sueño del dominio sobre la naturaleza inherente a la dialéctica de la Ilustración[5]. Tomando prestado un neologismo del filósofo español Ernesto Castro[6], podemos ver que lo que hace Heidegger es señalar así que la lógica de la técnica tinologíza (on-ti, “ser así”) la ontología (to-on, “ser”). Esto es; que la técnica define el ente.

De similar parecer es el filósofo austro-germano Günther Anders, quien profundiza en esta idea mediante su alegoría de la “vergüenza prometeica”, con la que caracteriza la relación del ser humano con los productos de la técnica, para referirse a la perturbación identitaria que causa al hombre estar obligado a adaptarse a operar rutinariamente las máquinas que ha construido, pasando a ser sujeto del objeto creado por él mismo, so pena de verse condenado al ostracismo laboral. Según Anders, con esto, el operario desaparece como actor, por estar su trabajo desprovisto de iniciativa personal, y reducidas sus acciones a ser una parte más de los procesos automatizados y heterónomos a los que se ve sujeto, en el sentido apuntado explícitamente por Ernst Jünger[7].

Por su parte, Bernard Stiegler, aun estando de acuerdo con el pensador alemán Max Scheler cuando éste sostiene que “la técnica no es tan sólo una “aplicación” posterior de una ciencia puramente contemplativa y teórica que esté determinada solamente por la idea de la verdad, la observación, la lógica pura y la matemática pura, sino que es más bien la “voluntad de dominación” que contribuye a determinar los métodos de pensar y de intuir, pero también los fines del pensar científico, y contribuye además a determinarlos a espaldas de la conciencia de los individuos[8], matiza la premisa central de Heidegger, subrayando la necesidad de entender la técnica como esencialmente instrumental, pero sin llegar al extremo de interiorizar dicha instrumentalidad como una ineluctable lógica de medios y fines.

Stiegler propone entender la intencionalidad instrumental de la técnica como un elemento constitutivo y fundamental de la estructura del tiempo, como vía para superar la dicotomía praxis-poiesis expuesta por Heidegger y Anders, que, en su núcleo apunta a una dialéctica del nihilismo (la obsolescitazión del ser hasta aniquilarlo cuanto ser; annihilare, “reducir a nada”).

Mientras que Heidegger hace alusión a “dos comienzos”, el primero como origen, y el segundo en la finitud proyectada de la civilización de la artificialidad, Stiegler sostiene que de la caída en desgracia, consecuencia de la negligencia de Epimeteo, y de la insolencia de Prometeo, emerge la “verdadera” naturaleza del hombre. Así, para Stiegler, la técnica, cuanto cualidad protésica (pro-thesis) se halla en el centro de lo que nos hace humanos, y supone una pérdida de gracia, una culpa original, originada por nuestra concienciación de ser-para-la-muerte, saber este que ofuscamos rechazando entender que la vida y la muerte no son cosas diferentes, no porque tal cosa sea difícil de comprender, sino precisamente por ser algo tan simple.

Este autoengaño nos lleva a artificializar la vida, tratando de negar que ésta se reduzca a una antinomia entre Eros y Tanatos dotándonos de lo que a su vez ha tenido la consecuencia de que la vida el mundo se haya hecho tan instantánea, compleja y complicada; tan estrechamente interconectado y tan informativamente intensa, que no tan solo su devenir se ha vuelto impredecible, sino que nuestra percepción subjetiva del diferencial entre lo temporal y lo espacial se ha disuelto por mor del encogimiento la geografía derivado de la instantánea ubicuidad digital, de tal suerte que el “cuarto momento” de Hegel[9] (la identidad sujeto-objeto que se alcanza rebasando la dialéctica, contemplado sus contenidos, pero sin determinarlos) no es tanto antítesis como prótesis, que establece el fin del espacio, al dejar el tiempo de referirse al movimiento para quedar reducido a la descripción de un espacio único, en el que se prorrogan los ahoras; el presente como un Absoluto al que no sabemos dar respuesta.

Ortega y Gasset[10] previó en 1948 esta inédita condición humana al celebrar que la técnica de aquel entonces, aún analógica, llevaba camino de transformar nuestra percepción del tiempo y del espacio, hasta suprimir la servidumbre y limitaciones que por ellos la vida humana padecía, a cuyo acomodo había el ser humano organizado su vida y su modo de ser en el mundo. Sin embargo, Ortega no era tan ingenuo como para no ver el lado oscuro de la técnica, adelantándose al pensamiento de Bernard Stiegler, pero también al de Peter Sloterdijk[11], en conceptos orteguianos como “alma materializada” y “sobrenaturaleza”, con los que expresa la reacción contra la naturaleza que lleva al hombre a crear y superponer una capa de naturaleza artificial, de carácter protético. En sus propias palabras, “el nuevo mundo de la técnica es, por tanto, como un gigantesco aparato ortopédico”.

La confluencia del pensamiento de Stiegler en el de Ortega se patentiza en la idea que tiene el filósofo francés del origen del ser humano como exteriorización, el proceso a partir del cual el cuerpo humano vivo ya no es sólo su cuerpo, sino que sólo es viable mediante aparatos ortopédicos, a los que Stiegler se refiere como prótesis, tan íntimamente ligadas a nuestro ser en el mundo, que sólo somos inteligibles bajo la óptica de una “filogenética de la técnica”.

Stiegler fundamenta esta afirmación en la constatación de que la técnica se ha convertido en un factor evolutivo que actúa sobre la selección natural, gracias a la exomatización de procesos biológicos humanos. Esto es particularmente relevante por lo que atañe a lo que él denomina memoria epifilogenética, esto es, la preservación del saber humano en extensiones técnicas que refuerzan -y modifican- nuestras memorias endógenas[12], la filogenética (ADN) y la epigenética (SNC).

De aquí surge la gran preocupación de Bernard Stiegler, la pérdida de la diferencia que aboca a la uniformidad del ser. Inspirándose en Jacques Derrida[13], denomina “gramatización” a esta secuela de la técnica, caracterizada por la fragmentación del conocimiento para ser depositado en objetos externos. De acuerdo con el filósofo francés, esto ha servido tanto para transmitir conocimiento (como función Poiética[14]) y crear identidades culturales, como para todo lo contrario.

Como ya había apuntado Ortega, la técnica, antes que del hacer, es del entender; y su materialización es un producto de la conjugación de conocimiento, posibilidad y fabricación. Estando de acuerdo con esto, Stiegler evoca al Paracelso de “la dosis hace el veneno”, para presentar la técnica como fármaco (Pharmakon[15]), que tanto puede usarse como remedio que como veneno, pero que nunca sirve como panacea (Panákeia[16]) Esto le da pie a jugar con el sentido de depósito de memorias que Derrida le confiere a “fármacon” en su opúsculo “La farmacia de Platón”[17], para desarrollar su teoría de la “retención terciaria”, cuanto memoria tecnológica, exógena y colectiva, que define los contenidos de nuestras aprehensiones primarias del presente percibido, y los secundarios, procedentes del pasado rememorado, brindando así a esta clase de fármaco la facultad de crear una conciencia (conscientia, conocimiento participado), que sirve para determinar el futuro. Es decir, son, usando una vez más terminología orteguiana, “sobretecnologías”, cuya aplicación primordial es el control de la información de la que se nutren los procesos de los que surgen productos culturales cada vez más estandarizados, que plasman tendencias y hábitos que vacían de contenido las relaciones sociales mediante la hipersincronización cognitiva. Stiegler llama a esto “sociedad organológica”, un estado de cosas en el que la omnipresencia técnica impide percibir las relaciones entre los órganos biopsicologícos, los órganos artificiales, y los organismos sociales, conduciendo todo ello a una suerte de estulticia sistémica.

A esto cabe sumar la desafección de quienes se resienten de los efectos que la técnica globalizada impone en su existencia, descartando por obsoletos a quienes no se resignan a someterse a la lógica de la técnica como fin en sí misma, que podemos alegorizar imaginando a un ciclista que no pudiese dejar de pedalear en la oscuridad para no caerse, aun desplazándose sin saber adónde iba, ni con qué objeto.

La conclusión que Bernard Stiegler extrae de su análisis de la condición técnica tiene ciertamente ecos del nihilismo heidegeriano que señalábamos previamente, si bien incorporando sus antes mencionadas perspectivas farmacológica y organológica, con las que da tintes de entropía social a la aniquilación de lo personal. De esta forma, Bernard Steigler pinta un panorama oscurecido por la alargada sombra de Epimeteo, y donde resuenan las palabras del Ortega que afirma[18], a propósito de la técnica, que “su prodigioso avance ha dado lugar a inventos en que el hombre, por primera vez, queda aterrado ante su propia creación. En nada, como en esto, aparece tan clara la situación actual del hombre, que es como si hubiera llegado al borde de sí mismo. La técnica que fue creando y cultivando para resolver los problemas, sobre todo, materiales de su vida, se ha convertido ella misma, de pronto, en un angustioso problema para el hombre.” A la luz del modelo de sociedad que nos hemos dado, no parece que los temores de Ortega fueran infundados. Queda por ver si seremos capaces de lograr que el hombre siga siendo un valor superior a la técnica, evitando que la dignidad humana acabe siendo el chivo expiatorio (Pharmakos14) del progreso.


[1] Shelley,M. (2007) Frankestein. Ifeelbooks, Palma de Mallorca.

[2] Platón. (2015) Protagoras. Alianza Editorial, Madrid.

[3] Stiegler, B. (2003) La técnica y el tiempo. Editorial Hiru, Hondarrabia.

[4] Heidegger, M. (2021) La pregunta de la técnica. Herder, Barcelona.

[5] Horkheimer, Adorno. (2009) Dialéctica de la Ilustración. Trotta, Madrid.

[6] Castro, E. (2020) Realismo Poscontinental. La Tía Eva Ediciones, Segovia.

[7] Jünger, E. (1993) La técnica como movilización del mundo por la figura del trabajador, en El trabajador. Dominio y figura [1932], Barcelona, Tusquets, pp. 147-187.

[8] Scheler, M. (1935 )Sociología del saber, Madrid, Revista de Occidente, pp. 98-99.

[9] Hegel, GWF. (2010) Fenomenología del espíritu. Abada Editores, Madrid

[10] Ortega Y Gasset, J. (1992) Meditación de la técnica y otros ensayos sobre ciencia y filosofía, Madrid, Revista de Occidente.

[11] Sloterdijk, P. (2006) Normas para el parque humano. Editorial Siruela, Madrid.

[12] Código Genético y Sistema Neuronal (ADN y SNC)

[13] En su obra “De la gramatología” Jacques Derrida sienta las bases de su filosofía del deconstructivismo, mediante la cual relativiza las categorías linguísticas, y desjerarquiza su valor.

[14] Según Aristóteles, el saber poiético es el saber producir o fabricar que se corresponde con la técnica. Es un tipo de saber que conduce a la creación de una obra.

[15] Pharmakon, en filosofía y teoría crítica, es un término polisémico con tres significados: remedio, veneno y chivo expiatorio.

[16] Hilja de Esculapio, dotada del conocimiento para curar todas las enfermedades.

[17] Derrida, J. (1975) La farmacia de Platón, en Diseminación, Editorial Fundamentos, Madrid.

[18] Ortega y Gasset, J. (2004-2010). Obras completas. Tomos I-X. Madrid: Taurus, p. 390.

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