El Dios de Ramón, nuestro Dios

El Dios de Ramón, nuestro Dios. Diego Chiaramoni

Ramón fue un hombre bueno. Los hombres buenos se caracterizan por su íntima aceptación de la vida, por el asombro ante lo pequeño, por la veneración de los duendes que moran en los rincones. Ramón, que decía que “la soda es agua con hipo” o que “un tornillo es un clavo peinado raya al medio”, aprendió en el primer desvelo de su mirada, que detrás de la desazón, siempre mora un cielo azul como última promesa.

Ramón fue un hombre bueno. Los hombres buenos se animan a jugar con sus propios defectos y hasta con su propio nombre:

“Yo nací para llamarme Ramón, y hasta podría decir que tengo la cara redonda y carillena de Ramón, digna de esa gran O con la que carga el nombre […]cuando se le bautiza a un niño con él se le prepara un destino pacífico: de empleado de correos o de hombre de letras”.

La pregunta puede sonar retórica, pero vale igual: ¿Fue Ramón un hombre “de letras”? Sin dudas, pero ante todo fue un hombre de palabras y de verbo generoso. En una conferencia pronunciada ante el Club de Autores de Boston, Pedro Salinas, poeta clave en la “Tribu del 27”, se refería a la vida literaria española en estos términos:

“Si ustedes entran en un café español, no verán a un señor sentado, consumiendo tranquilamente su café y a otro leyendo el periódico o escribiendo una carta, no. Verán grupos sentados en torno a una mesa, hablando acaloradamente de los más diversos temas, expresando a voces sus opiniones sobre la política, los toros, la filosofía de Plotino y la pintura de Fra Angélico. […] Al fin y al cabo estamos dentro de la tradición griega, donde la filosofía más excelsa se hizo hablando, no escribiendo”.

Ramón Gómez de la Serna encarnó cabalmente la fisonomía del hombre de tertulias en la España moderna, porque Ramón fue un Sócrates lírico en el ágora del Café. Miembro de la llamada Generación del 14, compartió escena con nombres como Ortega y Gasset, Gregorio Marañón, Gabriel Miró, Wenceslao Fernández Flores o Pérez de Ayala; quizás Juan Ramón Jiménez, aunque Juan Ramón es todo un capítulo aparte y no es éste el lugar para apurar conceptos sobre él. Entre las notas esenciales de aquella Generación, podemos destacar: una sólida formación intelectual, sobre todo en filosofía, política y derecho; un culto de la vida Ciudadana por sobre el ruralismo expresado por algunos hombres del 98; una renovación de la mirada estética y obviamente, una reeditada preocupación por España y su impostergable diálogo con Europa. Aquella Generación del 14 representaba la “España vital” frente a la “España Oficial” en palabras de Ortega. Ahora bien, frente al círculo íntimo de Ortega que olía a gabinete universitario, Ramón -espíritu libre-, hallaba su hábitat allende la academia, en la palabra viva de la tertulia del Café Pombo de Madrid. Pero tenemos que hablar del Dios de Ramón, que también es nuestro Dios.

En el Capítulo LVIII de su autobiografía, publicada en 1948 con el sugestivo título de “Automoribundia”, Ramón dedica tres páginas memorables al tema de Dios, y lo hace no sin ribetes místicos. Escribe nuestro autor: “Me ha parecido siempre que pensar en el Dios insondable y penetrar su plenicia oculta, es como disminuir a Dios”.

Para Ramón, la palabra “Dios” queda chica para aludir a Dios. Esto, que parece ser un mero juego verbal, constituye una profunda paradoja. Lo portentoso de Dios es el inicio del respeto frente a Él: “Initium Sapientiae Timor Domine” (Proverbios 1: 7). Ramón, a quien alguno de sus amigos lo acusaba de “frailazo”, descifraba el misterio divino “franciscanamente”, en la simpleza de la flor y no en el mero argumento teológico. Con hondas reminiscencias dostoievskianas, Ramón afirma que el crimen, el abuso del poderoso, la emboscada, todo se hace posible y se puede justificar si Dios no existe. En una confesión muy personal, escribe poéticamente nuestro autor:

“Lo que más perdona Dios es la locura… El razonable es más enemigo suyo que el loco. Esa marginal locura que yo utilizo, hace interesantes mis días y he descubierto que es un hiperespacio que Dios me ha concedido para que no sean tan sórdidas las ocho de la noche”.

El corazón humano de Ramón late como el nuestro, como late el de los hombres solos cuando ante la inminencia del ocaso solemos decir al Señor como dijeron los discípulos de Emaús: “Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída” (Lc. 24: 29)

Frente al misterio divino, Ramón condena esas dos actitudes que pecan, una por exceso (la racionalización), y otra por defecto (la omisión mediocre). Ramón ironiza – como el danés Kierkegaard – el intento de “huelga de Dios” que pretenden sus contemporáneos. A los “nadistas” que persisten en su dolce naufragare, les dice que, si el mismo Dios nos hubiese destinado a la nada, debemos aceptar esa nada como gloria, pues en esa desesperanza habría una especie de inmortalidad negativa, pero inmortalidad al fin.

En una de sus últimas greguerías, Ramón escribió: “El Creador guarda las llaves de todos los ombligos”. Cada vez que Dios pone las llaves en la panza redondita de Ramón, le hace cosquillas, por eso ríe hace un siglo, con piadosa sonrisa de niño.

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