El Estado del Bienestar en los diferentes países de la Comunidad Económica Europea fue la respuesta en la Europa del bloque capitalista, liderado por Estados Unidos, al bloque que encabezaba la Unión Soviética. Los Estados capitalistas euro-occidentales no hubiesen impuesto el Estado del Bienestar sin la existencia de la URSS (ni que decir tiene que la historia hubiese sido completamente diferente sin la Revolución de Octubre y la cuestión social se habría planteado de otra forma). Las autoridades euro-occidentales se vieron en la necesidad de ofrecer un modelo de economía-política aceptable para las masas trabajadoras alternativo al que se estaba desarrollando en los países comunistas liderados por el Imperio Soviético.
El Estado del Bienestar vendría a tutelar al proletariado industrial mediante seguros obligatorios a fin de que los obreros estuviesen protegidos de accidentes laborales, enfermedades, invalidez y vejez. Esto hizo que la revolución proletaria pasase a la historia. Los partidos comunistas se harían en la práctica partidos socialdemócratas. El reformismo se impuso al revolucionarismo. De este modo se acabó definitivamente con la revolución social o con cualquier intento serio de revolución comunista en Europa occidental. El Estado del Bienestar fue clave para que las potencias occidentales, lideradas por Estados Unidos, venciesen en la Guerra Fría. Esto ya lo supo ver Bismarck, y casi se puede decir que fue otra victoria, esta vez de ultratumba, del gran canciller (si bien en la dialéctica de Estados Alemania quedó derrotada en dos guerras mundiales, precisamente por no seguir sus consejos de no abrir una guerra en dos frentes).
Con el estallido revolucionario en Rusia y su consolidación como «Estado proletario», «la patria del proletariado» (en rigor, pese a que se eludiese hablar en tales términos, se trataba de un Imperio), los gobiernos europeos (y de otras partes del mundo) se planteaban si lo más prudente y eutáxico para la perseverancia de sus sistemas económico-políticos era emplear la fuerza sin ningún tipo de misericordia contra cualquier atisbo de revolución u optar por reestructurar el papel del Estado en esta nueva situación geopolítica. Pues la Unión Soviética no era un Estado minúsculo y geopolíticamente irrelevante, sino que suponía la transformación o metamorfosis del Imperio de los zares -que ya tenía su peso en el orden internacional (y para Marx era un Imperio reaccionario que siempre hacía lo que estaba en su poder para impedir toda subversión revolucionaria en Europa)- en el Imperio industrial y tecnológico que llegaría a ser la primera potencia militar terrestre (aunque también, a partir de 1949, dispondría de munición nuclear, imprescindible para su perseverancia y en la actualidad para la eutaxia de Rusia). Y en tal reestructuración del Imperio Ruso en Imperio Soviético entra en acción en Europa occidental el desarrollo pleno del Estado del Bienestar, al menos hasta los años 70. Es decir, la existencia de la Unión Soviética y su avance cortical al ser una de las principales potencias (ya una superpotencia) vencedora de la Segunda Guerra Mundial, fue decisiva estratégicamente para la construcción de los Estados del Bienestar en Europa occidental.
Las fronteras europeas del bloque soviético pasaban por Stettin en el Báltico, por la puerta de Branderburgo, por Viena, hasta Trieste en el Adriático. Esto ejercería mucha presión sobre un continente mermado por la guerra (como también lo estaba la URSS, que fue la potencia que más la padeció y la que más se involucró en contribuir a la derrota del Eje).
Asimismo también había presión dentro de cada país. Italia y Francia tenían partidos comunistas muy potentes y bien estructurados y organizados, que además durante la guerra cumplieron un papel muy importante en la lucha contra el fascismo y el nazismo, lo que les daba prestigio dentro de sus países (con buenos resultados electorales, los mejores que un partido comunista haya tenido en Occidente, hasta el punto de que la victoria electoral de ambos partidos no estuvo muy lejos de haber sido una realidad). Y también consiguieron prestigio a nivel internacional.
No obstante, la amenaza soviética tuvo como respuesta la disuasión nuclear (de hecho cabe postular que las bombas atómicas contra Japón supusieron un mensaje para la Unión Soviética) y la creación de la OTAN. Esto, naturalmente, también repercutiría en el modus operandis de los partidos comunistas euro-occidentales, pues con tal panorama en la dialéctica de Estados (dada la potencia que suponía la munición nuclear y la Alianza Atlántica) sólo se podía ganar las elecciones pero de ningún modo llevar a cabo la insurrección armada con el apoyo cortical del poder militar del Imperio Soviético (que en 1955 respondería a la OTAN con el Pacto de Varsovia), pues eso hubiese provocado otra guerra en Europa (con el riesgo tremendo de que fuese nuclear). Y por mucha biocenosis que fuese el viejo continente la cosa no pasó de la tensión propia de la Guerra Fría, que pese a no darse una guerra simétrica se dieron varias guerras asimétricas en la periferia, con resultados no siempre satisfactorios para los dos bloques (como fueron la guerra de Vietnam para los americanos y la de Afganistán para los soviéticos).
La fuerza de los partidos comunistas euro-occidentales (como decimos, fundamentalmente el italiano y el francés) fue una de las motivaciones del Plan Marshall (aunque sería Alemania occidental la principal beneficiada, y allí el comunismo no tenía tanta fuerza en el interior, bastante tenía ya en la frontera, en Alemania oriental). Pasando los años, el Partido Comunista Italiano acabaría encabezando entre 1969 y 1980 aquella cosa que acabaría en puro humo llamada «eurocomunismo» (un comunismo antisoviético, o más bien otra especie de socialdemocratismo muy útil para acabar con cualquier resquicio revolucionario, como en España sabía muy bien Santiago Carrillo para regocijo y gloria de Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias).
Los ideólogos soviéticos afirmaban que el Estado del Bienestar es un mito (entendemos que se refieren a un mito oscurantista y confusionario) «propagado por los teóricos del reformismo», como leemos en la edición de 1963 del Diccionario Soviético de Filosofía de Mark Rosental y Pavel Iudin. Según el diccionario, tal mito consiste «en afirmar que el capitalismo de mediados del siglo XX, convertido en “capitalismo popular”, ha creado el “Estado de prosperidad general”, fuerza situada por encima de las clases y capaz de superar la anarquía de la producción y las crisis económicas, liquidar el paro forzoso y asegurar el bienestar a todos los trabajadores».
También consideran los autores del diccionario que es un mito (se insiste en este término) que el «Estado de prosperidad general» es socialismo o, en todo caso, «umbral del socialismo». Pero esto, según el diccionario, no se corresponde con los hechos. «El paro forzoso y la miseria de centenares de miles y de millones de personas sigue siendo una realidad social incluso en países tan desarrollados como los Estados Unidos. Los seguros sociales, por lo general, se sostienen a cuenta de los trabajadores. Las reformas democráticas resultan a medias, y con frecuencia quedan reducidas a la nada por la acción del régimen político que impera de hecho». Y concluye: «En esencia, el denominado “Estado de prosperidad general” constituye un sistema de empresas monopolistas de Estado, tendiente a fortalecer el capitalismo y debilitar la voluntad de la clase obrera en la lucha por el socialismo».
En la edición de 1980 se añade que «Las reformas democráticas adquieren un carácter mediocre y a menudo son reducidas a la nada por el régimen político dominante. De hecho, el denominado “Estado de prosperidad general” es un sistema de medidas monopolistas de Estado que se plantea el objetivo de fortalecer el capitalismo y debilitar la voluntad de la clase obrera en la lucha por el socialismo»[1]. Es decir, en la lucha revolucionaria (violenta). Pero la munición nuclear y la Alianza Atlántica cambiaron todo y ya no era posible la revolución en Europa por mucho que algunos jaleasen el espíritu revolucionario. De hecho no hubo revolución y desde entonces en Europa sólo hay revolucionarios de boquilla. Por decirlo con palabras de Marx, si la revolución en Europa durante la segunda mitad del siglo XIX y en la primera del XX fue una tragedia, en la segunda mitad del siglo XX y en lo que llevamos del XXI es una farsa o, si se prefiere, una parodia (el ejemplo perfecto es Mayo del 68, por no hablar del ideario y la actuación socialdemocratizante o directamente de izquierda indefinida fundamentalista de los partidos que se llaman o que son señalados como «comunistas»).
Así pues, si entre finales del siglo XIX y la primera mitad del XX reformistas (socialdemócratas) y revolucionarios (comunistas, y en menor medida anarquistas) se disputaban la hegemonía del movimiento obrero, en la segunda mitad del siglo esa hegemonía fue conquistada, incontestablemente, por los reformistas allí donde se implantó el Estado del Bienestar. Es decir, esto supuso el fin del movimiento obrero; aunque lo cierto es que éste nunca existió como unidad frente al capitalismo sino como dialéctica entre diferentes grupos contra los diversos grupos del capitalismo y de la aristocracia y entre sí (comunistas contra socialdemócratas, comunistas contra anarquistas…); y también cabría mencionar las disputas entre los propios comunistas (estalinistas contra trotskistas, contra el POUM…).
Como sabemos, la victoria del comunismo sólo puso consumarse en el campo de batalla en la Segunda Guerra Mundial pero no en la Guerra Fría, donde el comunismo de quinta generación de izquierda (el otrora revolucionario marxismo-leninismo) se desestalinizó y, entre otros motivos, no pudo exportar la revolución al ser impedida por la munición nuclear de Occidente (no sólo Estados Unidos, pues Francia e Inglaterra también dispondrían de tal arsenal aunque fuese en cantidades muy inferiores) y por la imposición de los Estados del Bienestar en el continente, cuyos servicios apagaban el fuego revolucionario de las masas. Por no hablar del conflicto sino-soviético que fracturó el bloque comunista, inclinándose el gigante dormido (que empezaba a despertar, y de qué manera) por el Imperio Estadounidense. Esto hizo, por si ya la división entre las fuerzas anticapistalistas no eran suficientes, que se fracturase la causa anticapitalista y marxista entre dosgeneraciones de izquierda (la sexta es el maoísmo), tal y como ya sucedió en los tiempos de la Primera Guerra Mundial entre la socialdemocracia (cuarta generación de izquierda) y el bolchevismo, cuya escisión surgida de aquella «bancarrota» supuso un nuevo género de izquierda que como Estado o más bien como Imperio no pudo soportar el peso del gasto militar, la alianza sino-americana y el fin del revolucionarismo en Europa con la implantación de los sistemas del Bienestar.