“La variedad es la vida, la uniformidad es la muerte”, anunciaba Benjamin Constant. Antes de la llegada de la modernidad tardía y su sociedad líquida, magníficamente descrita y conceptualizada por Bauman, hubo de aparecer el hombre-masa. Las premoniciones de Ortega en La Rebelión de las masas, eran un primer esbozo de lo que el capitalismo y el comunismo, por diferentes caminos intentaban producir. El hombre-masa no hubiera sido posible sin un previo desarraigo artificial y revolucionario de la población de su mundo rural que permitió el arranque de la revolución industrial[1]; e igualmente se alcanzó por el cumplimiento de la profecía saintsimoniana[2] de que los industriales o tecnócratas (por encima de los políticos) debían alcanzar la cima del poder social para lograr una sociedad perfecta y redimida de sus males.
La tecnocracia, como estructura de poder del primer capitalismo que ha conseguido perpetuarse hasta nuestros días, puede ser considerada de muchas maneras. Pero nos centraremos en la revolución que supuso para con el cambio de la relación del hombre con la naturaleza. Al decir de Claudio Finzi, con el dominio de la técnica sobr el hombre se pierde el sentido de la realidad y: “la mente humana crea un mundo ficticio, de `ideas´ que no tienen ningún fundamento alguno en la naturaleza. La misma naturaleza carece de significado sustituida también ella por algo natural”. La creación del imaginario de una “naturaleza” artificiosa permite explicar por qué la “ecología” –en cuando idea fuerte posmoderna- es la derivación lógica de la tecnocracia; o más ilustrativamente, por qué a los ecologistas les repugna la idea, por ejemplo, de reclamar la existencia de un Derecho natural aplicado al ser humano. Para los ecologistas, con otras palabras, el concepto de “Naturaleza” excluye al hombre y a la sociedad.
La tecnocracia exige la interpretación imaginara de la naturaleza como mera racionalidad del cosmos, y del hombre como mera parte de él, expresados en la cuantificación, racionalización y planificación para un fin último: el aprovechamiento utilitario y económico. De ahí que los términos eficiencia o excelencia (eufemismos de rentabilidad y ganancia) sustituyan al de la dignidad personal. La multiplicación hasta el hartazgo de libros de gestión para ejecutivos (en su mayoría rozando el infantilismo) y ofreciendo directrices para liderar las empresas, esconde el fracaso del pensamiento económico centrado verdaderamente en la persona. Al perder la noción teleológica de la economía, nadie sabe qué hacer con ella, excepto los que han diseñado el sistema.
Marcel de Corte[3], anunciaba que la ruptura del hombre con el cosmos, llevaría consecuentemente a la ruptura de las relaciones sociales, esto es, del hombre con sus semejantes. De tal forma que tecnocracia e individualismo serían fenómenos simultáneos que derivarían en una situación de desarraigo en varios sentidos. Por un lado desarraigo para con la sociedad, por otro para con la realidad y como culminación lógica, en un desarraigo religioso. Y como imagen de este hombre masa tenemos la descripción de Alfredo Di Pietro: “el hombre de la ciudad contemporánea es un desarraigado, ya que se han cortado los vínculos que lo unen con el nutricio contacto con la tierra. Son precisamente la piedra y el cemento los impedimentos sempiternos”. No nos equivoquemos, en ningún momento Di Pietro está realizando una defensa de una vacua ecología, sino que está denunciando una ruptura en lo más esencial del ser humano: la naturaleza en su más amplio sentido.
No podemos dejar de insistir en que la ecología es una ideología tecnocrática para impedir, precisamente, la restauración del arraigo del hombre con la naturaleza, el cosmos y por, ende, entre otros hombres. El gran pensador Rafael Gambra –ocultado por el establishment intelectual- sentenciaba en su magistral obra El silencio de Dios que por el desarraigo: “pierde el hombre el bien más profundo, aquello que constituye propiamente su existencia de hombre: el lazo misterioso y cordial con las cosas del mundo por el que éstas se hacen valiosas para él y otorgan arraigo y sentido a su vida. El empobrecimiento de la personalidad, la trivialización de los deseos y la masificación humana son sus consecuencias visibles”. O como diría Ortega y Gasset, la masa cree que tiene derecho a elevar la vulgaridad a categoría de normalidad.
Igualmente, Simone Weil defendía con exquisitez casi poética el “arraigo” como una de las necesidades del alma y del cual decía que: “es tal vez la más importante y la más desconocida necesidad del alma humana. En una de las más difíciles de definir. Un ser humano tiene una raíz por su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad real, que conserva vivos cientos de tesoros del pasado y ciertos presentimientos del porvenir. Cada humano tiene necesidad de tener raíces múltiples. Tiene precisión de recibir casi la totalidad de su vida moral, intelectual, espiritual, por medio de los ambientes de los que naturalmente forma parte”.
Por eso, la sociedad de masas actual consiste precisamente en la eliminación de todos esos ambientes connaturales de arraigo del ser humano: la familia, el trabajo y su sentido, la Patria, el Cosmos o la Religión. Es análoga a esta reflexión, la distinción ya clásica que realiza Hannah Arendt en La condición humana entre el “Homo faber” y el “Animal laborans”. Mientras que el primero integra su labor productiva en un cosmos de significados y su obra está hecha para perdurar y ser contemplada, por el contrario, para el actual “Animal laborans” su poiesis (o producción) carece de sentido más allá de ser un mero medio para consumir. Lo consumible-efímero, por tanto, es uno de los objetivos fundamentales de la insulsa existencia del hombre-masa. Aunque no hay que caer en reduccionismos: lo efímero se extiende más allá del mero consumo. Sin pasados reales a los que arraigarse, ni realidades presentes que reconocer en cuanto heredadas ni proyecciones de futuros, el hombre masa queda atado ya no al presente (que aún puede adquirir una cierta significación), sino a la inmediatez.
La inmediatez como único estado existencial soportable; la producción -o trabajo- ajena a un sentido moral y social, limitándose a lo meramente instrumental; el desarraigo o debilitamiento in extremis de las relaciones sociales incluso sanguíneas; la ausencia de una cosmogonía y grandes metarrelatos, sustituidos por la verborrea propiciada por las redes sociales, son algunas de las características del hombre-masa. Como una gran premonición, Philip Lersch en su obra El hombre en la actualidad[4], resalta las características del hombre-masa. Por un lado, se constata la pérdida de interioridad: “el hombre no puede acoger el mundo en el santuario de su intimidad ni de vivirlo desde lo más profundo de la interioridad”. Por otro lado, “la pérdida de la unidad psíquica”, ya que la especialización y la virtualización de la realidad dejan al hombre seccionado en la posibilidad de desarrollar todas sus potencialidades. Así, señala Lersch: “Antes, cada artesano elaboraba íntegramente una realización, en todas sus partes, como un todo”; pues en el fondo el trabajo de sus manos no dejaba de ser una proyección de su relación con el Universo y la sociedad.
Quizá lo más sorprendente del análisis del hombre-masa es que éste vive esta situación descrita no como una opresión o deshumanización, sino más bien como todo lo contrario. Lo que se debe estudiar a fondo de la sociedad de masas es precisamente los efectos psicológicos que produce en los individuos, especialmente centrados en la sublimación de la realidad opresora. Por ejemplo, el hombre actual concibe cualquier “arraigo” como una atadura indeseable que pone en peligro su autorrealización. O bien, si una de las condiciones de la creación del hombre-masa es la homogeneización por igualación, el hombre actual sublima la igualdad y la reclama sin cesar como un derecho innato. Poco importa que la igualación pueda suponer la cercenación de su identidad diferencial. Como profetizó Tocqueville, en las sociedades democráticas los hombres preferirán ser iguales aunque ello implique la aniquilación de su libertad.
Paradójicamente, y como ya advirtió Rafael Gambra (y antecedió también Tocqueville), la sublimación de la igualdad como ideal de relacional social, no puede deslindarse del auge de la envidia. Pues si esa igualdad no se alcanza (y por lógica de la naturaleza nunca se alcanzará), cualquier diferencia entre los individuos, por pequeña que sea, se tornará insoportable. La envidia provocada por una connatural desigualdad de la realidad, deja el terreno abonado al voluntarismo, como único mecanismo de motivación de acción social y de resarcimiento ante la desigualdad impuesta por la naturaleza. El triunfo del voluntarismo crea una falsa sensación de libertad, cuando en realidad el voluntarismo no deja de ser una ofuscación de la libertad cuando ya no encuentra un bien al que dirigirse. De hecho, el voluntarismo no es más que la esterilización de la voluntad, esto es, del libre albedrío. Por eso cuando el hombre-masa cata la debilidad de su voluntad, entrega los restos al Estado para que alcance sus sueños. Se cumple así lo que decía Bernanos en su obra ¿Libertad para qué?[5]: “El Estado totalitario es menos una causa que un síntoma. No es él quien destruye la libertad, sino que se organiza sobre sus ruinas”. Aguda introspección que nos permite definir la democracia totalitaria como aquella que se asienta sobre una sociedad donde la libertad se ha hecho imposible, aunque formalmente mantenga aparentes estructuras de libertad.
La sociedad de masas podría visualizarse como procesos de ingeniería social que determinan procesos productivos y de organización social que exigen, a su vez, individuos desarraigados, con una falsa conciencia de su relación con los otros y el cosmos, arreligiosos y revestidos de una máscara de autoafirmación individualista. Su psiqué sufre constantes ráfagas de sublimaciones y resentimientos. Sublimaciones de la vana esperanza metafísica de autoconstrucción o autorrealización, que sólo acaban concretándose en formas de consumo (que retroalimentan el sistema productivo); y resentimiento hacia todo lo que le recuerda lo que es por naturaleza y que le determina en cuanto que hombre histórico y real. El marco en el que funcionan estas sublimaciones y resentimientos es el imaginario de un mundo globalizado, donde el capitalismo apátrida y anónimo, culturalmente sincrético y que proporcionará las condiciones de la autorrealización. Vana quimera, que se halla ya injertada en lo más profundo de la conciencia de las nuevas generaciones. ¿La medicina? El reencuentro con la realidad, sin prejuicios ni tapujos; atreverse a pensar aunque ello haga temblar las columnas que sustentan nuestras más prendidas creencias en esta sociedad democrática de masas.
[1] Al menos en el caso de España es evidente la correlación entre desamortizaciones eclesiásticas y de tierras comunales con el inicio de las migraciones a las ciudades y la posibilidad de tener masas obraras en condiciones de desarraigo, por tanto de precariedad. Las propias desamortizaciones favorecieron la creación de una oligarquía liberal que se benefició de las mismas.
[2] Claude-Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon fue uno de los padres del llamado “socialismo utópico”. La obras de Saint-Simon plantean acabar con la «anarquía» capitalista sustituyéndola por un nuevo sistema dirigido por los científicos y por los «industriales» que sustituirían a los «incapaces»: curas, nobles y explotadores. Saint-Simon, entró en barrena, cayendo en la locura, creyéndose descendiente directo de Carlomagno y fundando una iglesia para expandir sus ideas por todo el mundo. Entre sus obras más destacadas encontramos El catecismo de los industriales (1823-1824) o El nuevo cristianismo (1825).
[3] Cf. Marcel de Corte, La educación política. Comunicación al Congreso de Lausanne III.
[4] Traducida por Gredos en 1979.
[5] Parafraseando el famosos discurso de Lenin igualmente titulado “Libertad para qué?”, pero dando una respuesta diametralmente opuesta al determinismo materialista de Lenin.