El mar en la mano

El mar en la mano. José Vicente Pascual

La luz de cada día, de la que vive la vida, nos llega desde el sol, tan cercano y calentito. Pero la inmensa mayoría de la luz del universo no se produce en el astro vecino ni en ninguna estrella. ¿Dónde? Misterios…

Cierto que hasta ayer era un misterio el origen de la luz cósmica, un fulgor tumultuoso que discurre distancias inabarcables por ahí fuera y muy lejos sin dar explicaciones a nadie y sin que nadie se pregunte cuándo llegará y por qué ha llegado. Como si la materia hubiese hecho caso a dos versos de la Biblia, como si fuese verdad aquello de “Dijo Dios: hágase la luz/ y la luz se hizo” y, vaya por Dios, la luz se hizo antes de que existieran el sol, los planetas y las estrellas; como si todo aquello fuese verdad, la luz cabalgaba entre galaxias de un mundo a otro, tal vez de un universo a otro, sin que en apariencia existiera foco emisor del latido eterno. Mas no desesperemos porque los científicos han encontrado la solución al enigma, al menos eso afirman las publicaciones especializadas, pues acaban de decir los estudiosos que el mecanismo generador de la increíble luz de alta energía nos llega desde hace miles de millones de años vertida en los blazares, siendo que fueron producidos estos —los blazares— a partir de un agujero negro supermasivo que se alimenta de la materia que gira a su alrededor y en cantidad semejante, cada uno, a once mil millones de plazas de toros. Por cierto que las emisiones lumínicas se crean debido a ondas de choque en los chorros que salen del agujero negro, capaces de aumentar la velocidad de las partículas a valores alucinantes y producir la luz más brillante en el universo. Como decía mi padre cada vez que pasábamos de curso: un problema menos. Ya sabemos de dónde sale la luz y por qué en el universo no hay apagones. Sólo nos queda descubrir de dónde proviene la energía que mantiene a los agujeros negros haciendo lo que saben, tragar materia y regurgitarla en forma de luz, entre otros productos y gangas. Cuando desentrañemos el acertijo de la energía oscura, sin causa evidente por el momento y, por supuesto, inmensamente mayoritaria en el cosmos, y cuando sepamos dónde se esconde la materia también llamada oscura, cien veces más numerosa que la visible y medible, entonces sí: entonces la humanidad habrá comprendido en qué lugar exacto se encuentra, cómo es el todo que nos rodea y, quizás, qué demonios pintamos en medio de esa danza descomunal, hipnótica y desconcertante a la que llamamos universo.

Mientras tanto, mientras eso sucede —si sucede— nos queda el recurso de pensar el universo aun sin conocer del todo, ni de lejos siquiera, lo que esconde su realidad y cómo funciona. El hombre es un gusano cuando piensa y un dios cuando imagina, dice el filosófico aserto con mucha razón. Pero cuando ese gusano piensa es capaz de meter el universo entero en su cabeza —al revés no funciona— para darle forma lógica, razón y propósito. Seguramente nos equivocaremos, sin duda quedarán mil respuestas en el vacío sideral, pero capaces, como ser capaces… lo somos. A lo mejor el secreto más profundo de cuanto existe no reside en el comportamiento de la materia sino que está mucho más a mano: quién es y por qué diablos susurra en un rincón minúsculo de la infinitud ese ser pequeño, autoconsciente, débil entre los más débiles de cuantos respiran, tenaz en la costumbre de sobrevivir y arrogante sin límites en el empeño de pensar, imaginar y resolver cualquier pregunta que sea capaz de hacerse —es decir, todas las preguntas— por la vía empírica de la pura razón o por la senda ficcionaria de la leyenda, el mito y la creación artística. Como dijo San Pancracio, patrono de los ludópatas: si no podemos afirmarlo con certeza, contémoslo con belleza aunque no sea verdad del todo.

Cuentan que San Agustín, el de Hipona, pensando en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, encontró un día a un niño en la playa, el cual pretendía meter toda el agua a la vista en una concha marina no más grande que su mano. Pasmado quedó el padre eclesiástico antes de establecer una enseñanza clásica: más fácil sería cumplir el infantil deseo que comprender el misterio de la santísima trinidad. Puede que así fuera, no lo niego, pero estoy seguro de que en la imaginación del pequeño protagonista de la historia era perfectamente posible encerrar el mar entero y todos los mares del mundo en la concha marina; estaban allí, en su mano el mar y todos los mares, antes de recoger la primera gota de agua. Ya se dijo: Agustín el de Hipona era gusano, con perdón, mientras pensaba; el niño era Dios imaginando mil maneras de poner los océanos bajo la mirada de un niño. Y ese es el misterio, la inconclusión que no se llama energía lumínica ni materia oscura ni energía más oscura todavía: se llama yo y los otros, el mundo y nosotros. Y lo demás son anécdotas.

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