El mito de la revolución mundial

La revolución mundial suponía la revolución en los países americanos y en los europeos y sus colonias, pues la emancipación de éstas sólo sería posible a través de las revoluciones proletarias en las metrópolis. De modo que la ideología de la revolución mundial se presentaba como la oposición al imperialismo; y para más señas contra el imperialismo depredador, fundamentalmente el británico, es decir, la primera potencia industrial, militar y capitalista: y por entonces no había mayor enemigo para el internacionalismo proletario. Asimismo, los socialdemócratas rusos pensaban que al romperse el eslabón más débil de la cadena imperialista (el Imperio Ruso) la revolución se pondría en marcha en la metrópolis de los diferentes Imperios, es decir, de los Imperios capitalistas avanzados (que venían siendo un ejemplo de lo que en la terminología del materialismo filosófico denominamos imperialismo depredador). De hecho, como ya supo ver Marx, el Imperio Ruso era el guardián de la reacción en Europa, es decir, la potencia que impedía la revolución proletaria en toda Europa. Como decía Karl Kaustky en 1902 en las páginas de Iskra, en 1848 la Rusia zarista era la «helada horrible que mataba las flores de la primavera popular» (citado por Lenin, 1975k: 4). Y también en 1902 decía Lenin en ¿Qué hacer?: «La historia plantea hoy ante nosotros una tarea inmediata que es la más revolucionaria de todas las tareas inmediatas de ningún otro país. La realización de esta tarea, la demolición del más poderoso baluarte, no ya de la reacción europea, sino también (podemos decirlo hoy) de la reacción asiática, convertiría al proletariado ruso en la vanguardia del proletariado revolucionario internacional» (Lenin, 1974e: 380).

Para los bolcheviques cualquier huelga o motín en Occidente les parecía un indicio de la revolución mundial que «estaba empezando». Esta revolución se esperaba de modo inminente, tal y como los primitivos cristianos esperaban el retorno triunfal de Cristo Jesús en el día del Juicio Final. La revolución mundial era invocada como una especie de deus ex machina que vendría a solucionar todos los problemas al ir seguida de la unidad socialista de todo el mundo, inaugurándose un escenario que era pensado como una nueva era en la que se implantaría la paz permanente tras los sacrificios de la revolución permanente. La revolución mundial se contemplaba como la condición necesaria de la victoria del comunismo y por eso era «last but no least» (Lenin, 1976b: 48); es decir, «lo último» en el orden del ser-histórico pero no en la importancia, pues de hecho se consideraba como el objetivo de la revolución en tanto Idea-fuerza, objetivo que supone «la revolución socialista completa» (Lenin, 1976b: 52). Con tal objetivo en el horizonte, la clase obrera era pensada como un agente con una «misión universal» (Lenin, 1976c). Pero la revolución mundial era un objetivo abstracto y por ello metafísico al pensarse como el logro de una humanidad unificada a nivel planetario tras el éxito del proletariado como «clase universal» que emanciparía a toda la Humanidad de toda explotación. Algo que se mostró como una utopía abstracta y además desorientadora en tanto ideología de evasión y fuga de la realidad política y social (una concepción que debió ser reorientada, redefinida y, en última instancia, triturada por las exigencias de la política real). La revolución mundial era vista como la revolución del porvenir (el porvenir de una ilusión), y se planteaba de modo tan aureolar como el monismo gnoseológico de la ciencia unificada.

Por eso, más que utópica o ucrónica, la revolución mundial podría diagnosticarse más bien como una idea aureolar, y a nuestro juicio una Idea puesta en marcha, en devenir, y al no ser un proceso cíclico no es propiamente una Idea sino más bien una petición de principio, ya que se tiene la fe de que va a realizarse en un tiempo muy próximo, es decir, se cuenta con su realización ya inexorablemente en marcha, como fue el caso de los primeros cristianos que esperaban la parousía. «Una idea aureolada es una idea que sólo puede considerarse referida a un proceso real (“realmente existente”) cuando lo envuelve con una “aureola” tal que sea capaz de incorporar las referencias positivas (existentes) a unas referencias aún no existentes, pero tales que sólo cuando son concebidas como realizadas, o como existentes virtualmente, las referencias positivas pueden pasar a ser interpretadas como referencias de la Idea. Sin duda, se trata de ideas o conceptos beta operatorios (“en marcha”), es decir, de ideas prácticas, operatorias, cuyo contenido intensional, planes y programas, pide la realización sucesiva, pero plena, que no tiene por qué cumplirse instantáneamente» (Bueno, 2005b: 337). Así pues, a diferencia de las ideas utópicas o ucrónicas, que por definición ni existen ni pueden existir en el espacio y el tiempo, las ideas aureolares se suponen que están en marcha, como si las condiciones futuras de su existencia estuviesen dadas en la actualidad, de ahí que las ideas aureolares se expresen con la indicación «realmente existente»: como Imperio universal (realmente existente), Democracia (realmente existente), Comunismo (realmente existente), Iglesia católica (realmente existente), Dios (realmente existente), etc. Un dirigente comunista español lo expresó muy bien tras la guerra civil: «Ser comunista nos daba en aquellos momentos una ventaja moral y psicológica sobre los demás antifranquistas. Teníamos algo que no tenían los otros: la fe. Fe en que marchábamos en el sentido de la historia» (citado por Bueno, 2007a: 367). Por consiguiente, las ideas aureolares son ideas infectas, ideas que van haciéndose, y sitúan sus componentes en el futuro, «pero de tal forma que estas ideas no podrían constituirse como tales, dado que estos elementos o componentes de referencia, dados en el futuro (relativo a la propia idea), se supone que forman parte esencial del constitutivo de la idea misma que está haciéndose en el presente, a la que acompañan como aureola (a la manera como acompaña la aureola a la cabeza del santo, que dejaría de serlo, en la pintura, en el momento en el cual esa aureola fuese borrada)» (Bueno, 2007a: 21).

Antes de la formación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la República Soviética Federal Socialistas de Rusia era considerada como la «cuna de la revolución mundial». Para Bujarin y Trotski, que se pasaron buena parte de sus vidas exiliados en Occidente, la revolución rusa era una batalla menor dentro de la gran revolución del socialismo mundial contra el imperialismo. Circunscribir el socialismo a Rusia lo consideraban algo igual a una derrota. Pero los acontecimientos tiraron por otros derroteros y la política de fortalecer la revolución en el interior prevaleció sobre la política de provocar la revolución en el exterior.

Si la revolución socialista europea no estallaba en triunfo, Lenin pensaba que las rivalidades interimperialistas persistirían y se podría desencadenar una segunda Gran Guerra, como de hecho así fue. Luego, lejos de apaciguarse la situación en la capa cortical a través del poder diplomático con intercambios comerciales en el poder federativo, el embrollo europeo y mundial se resolvió poder militar mediante.

Se ha llegado a decir, desde el trotskismo, que si la revolución no se realizaba urbi et orbi de modo global entonces el socialismo se derrumbaría a causa de la dinámica expansión del capitalismo, y como prueba de ello estaría la disolución de la Unión Soviética en 1991. Pero, a nuestro juicio, la cuestión sería que la revolución mundial fue sólo un dogma o una idea aureolar que se hizo pedazos a los pocos años de la proclamación de la Revolución de Octubre y por lo tanto no era viable políticamente. Si la URSS se disolvió no fue a causa del fracaso de la revolución mundial, sino más bien a causa de la dialéctica de Estados entre la plataforma continental estadounidense y la plataforma continental soviética en la geopolítica real de la Guerra Fría. El esquema de la revolución mundial se mostró inviable ya en el período de entreguerras y no digamos en la Segunda Guerra Mundial y la consecuente Guerra Fría (que, por si fuera poco, incluyó un conflicto entre dos potencias comunistas: el conflicto chino-soviético).

No obstante, como aclaraba Lenin en su artículo «Sobre la caricatura del marxismo y el “economismo imperialista”», escrito en 1916 y pensado contra P. Kievski, la revolución mundial no puede consistir en la unión de los proletarios de todos los países. Así lo explicaba el líder bolchevique: «Una revolución social no puede ser una acción unificada de los proletarios de todos los países, por la simple razón de que la mayoría de los países y la mayoría de la población de la tierra no se encuentran todavía en el estadio capitalista o se hallan apenas en el estadio inicial del desarrollo capitalista… Solamente los países avanzados del occidente y de América del Norte han madurado para el socialismo, y en la carta de Engels a Kautsky (Sbórnik Sotcial-demokrat), P. Kievski puede leer un ejemplo concreto -de un “pensamiento” real y no sólo prometido- de que soñar con una “acción unida de los proletarios de todos los países” significa aplazar el socialismo hasta las calendas griegas, es decir, hasta “nunca”» (Lenin, 1976e: 52-53). De modo que «El socialismo será realizado por la acción unida de los proletarios, no de todos los países, sino de una minoría que han llegado al grado de desarrollo del capitalismo avanzado… La revolución social no puede advenir sino en la forma de un período en el cual la guerra civil del proletariado contra la burguesía en los países avanzados se une a toda una serie de movimientos democráticos y revolucionarios, comprendidos los movimientos de liberación, en las naciones poco desarrolladas, atrasadas y oprimidas» (Lenin, 1976e: 53-54). Y creía que «Sin una organización efectivamente democrática de la relación entre las naciones -y, por consiguiente, sin libertad de separación estatal- la guerra civil de los obreros y de las masas trabajadoras de todas las naciones contra la burguesía, será imposible» (Lenin, 1976f: 86). El 7 de marzo de 1918 afirmaba que «la historia no ha tomado rumbos tan agradables que la revolución madure simultáneamente en todas partes» (1976ñ: 95); porque «la revolución simultánea -añadía en La revolución proletaria y el renegado Kautsky también en 1918- en una serie de países constituye una rara excepción» (Lenin, 1976i: 41). En marzo de 1930, en un nuevo prólogo a La revolución permanente, Trotski suscribía esta tesis: «La conquista del Poder por el proletariado internacional no podía ni puede ser un acto simultáneo en todos los países» (Trotsky, 2001: 28).

En 1917, antes de partir hacia Rusia para hacer la revolución, Lenin estaba convencido de que «Europa lleva en sus entrañas la revolución» (Lenin, 1976h: 56). Pero puntualizaba: «Nosotros, los viejos, quizá no lleguemos a ver las batallas decisivas de esa revolución futura. No obstante, yo creo que puedo expresar con seguridad plena la esperanza de que los jóvenes, que tan magníficamente actúan en el movimiento socialista de Suiza y de todo el mundo, no sólo tendrán la dicha de luchar, sino también la de triunfar en la futura revolución proletaria» (Lenin, 1976h: 57).

Ya en Rusia, tras la Revolución de Febrero, Lenin anunciaba en la conferencia de abril de 1917 en Petrogrado que «la Revolución rusa es sólo la primera etapa de la primera de las revoluciones proletarias que inevitablemente surgirán como consecuencia de la guerra», y añadía que la acción conjunta de los obreros de los países implicados en el conflicto garantizaba «el desarrollo más regular y el éxito más seguro de la revolución socialista mundial» (citado por Carr, 1972a: 100). En su artículo «La crisis ha madurado», escrito tras su traslado de Helsingfers a Víborg a finales de septiembre de 1917, Lenin sostenía que, tras los frecuentes desórdenes en los países beligerantes y los motines en el ejército y la flota alemana, se estaban dando señales de que «nos encontramos en el umbral de la revolución proletaria mundial» (citado por Carr, 1972a: 110). El 16 de octubre, en una reunión ampliada del Comité Central, Lenin sostuvo que si ponían inmediatamente la insurrección armada en marcha «tendremos a nuestro lado toda la Europa proletaria» (citado por Carr, 1972a: 112). Y el 25 de octubre, en un «Informe sobre las tareas del poder de los soviets», Lenin aseguraba: «Disponemos de la fuerza de la organización de masas, que lo vencerá todo y conducirá al proletariado a la revolución mundial». Y añade con entusiasmo: «¡Viva la revolución socialista mundial! (Clamorosos aplausos.)» (Lenin, 1980e: 82). No obstante, los «esquiroles rompehuelgas» de octubre, Kámenev y Zinóviev, discrepaban con los sublevados en que el estallido de la revolución en Europa fuese inminente. Pero hay que advertir que es cierto que sin estar convencido de la ideología de la revolución mundial Lenin nunca se hubiese lanzado a llevar a cabo la insurrección de octubre.

El 7 (20) de enero de 1918 escribía Lenin: «No cabe duda de que la revolución socialista en Europa debe estallar y estallará. Todas nuestras esperanzas en la victoria definitiva del socialismo se fundan precisamente en esta seguridad y en esta previsión científica» (Lenin, 1976k: 25-26). Vemos que el estallido de la revolución en Europa se pronosticaba ni más ni menos como si fuese una «previsión científica» (sobreentendemos que en sentido β-operatorio).

En cuanto Trotski supo que iba a ser comisario de Asuntos Exteriores lo único que tenía en mente era soplar la llama de la revolución mundial: «¿Cuál va a ser nuestra labor diplomática? Tan pronto como haya lanzado a los pueblos unas cuantas proclamas revolucionarias pienso cerrar la tienda» (Trotsky, 2006: 372). Lo cual supondría el fin no ya sólo del poder militar sino también del poder diplomático en la capa cortical. En 1929, en sus memorias, así justificaba su actitud: «Claro está que yo exageraba a propósito mi punto de vista, para darle a entender que el centro de gravedad del momento no estaba, ni mucho menos, en los asuntos de la diplomacia», porque «Lo esencial entonces era llevar adelante la Revolución de Octubre, extenderla a todo el país, defender a Petrogrado de los ataques de Kerenski y del general Krassnov, dar la batalla a la contrarrevolución» (Trotsky, 2006: 372).

El 7 de marzo de 1918 escribía Lenin en el «Informe sobre la guerra y la paz» pensado contra los bolcheviques «de izquierda» partidarios de emprender una «guerra revolucionaria» contra las Potencias Centrales y por ello mismo detractores de la paz que por entonces se firmaría con éstas en Brest-Litovsk: «Sí, nosotros veremos la revolución internacional mundial, pero mientras tanto esto constituye una magnífico cuento, un hermoso cuento. Comprendo perfectamente que es propio de niños amar los cuentos hermosos. Pero yo pregunto: ¿es propio de un revolucionario serio creer en cuentos? En todo cuento hay algo de realidad: si ofrecieseis a los niños un cuento en el que el gallo y el gato no hablasen en términos humanos, los niños perderían todo interés por dicho cuento. Exactamente igual como si dijerais al pueblo que la guerra civil en Alemania tiene que llegar, y al mismo tiempo prometéis que en lugar del choque con el imperialismo vendrá una revolución mundial en los frentes: el pueblo dirá que lo engañáis… Si la revolución se desencadena, todo se ha salvado. ¡Naturalmente! Pero ¿y si no lo hace como nosotros queremos y se le ocurre no triunfar mañana? ¿Entonces qué? Entonces las masas os dirán que habéis actuado como unos aventureros, que habéis cifrado toda vuestra actuación en un curso feliz de los acontecimientos que no adivino, y por tanto no servís para la situación que se ha creado en lugar de la revolución mundial, que tiene que llegar inevitablemente, pero que todavía no ha madurado» (Lenin, 1976ñ: 94-95). Y una semana después añadía en el Cuarto Congreso Extraordinario de los Soviets de toda Rusia: «aceptar la guerra y denominar revolucionaria a esa guerra cuando se carece de un ejército o se tiene únicamente un resto de ejército enfermo significaría engañarse a sí mismo, hacer víctima al pueblo del mayor engaño» (Lenin, 1976o: 123).

La revolución mundial no se esperaba sólo como la salvación del Género Humano sino también, y fundamentalmente, como la salvación de la Rusia soviética. En una «Carta a los obreros norteamericanos», escrita el 20 de agosto de 1918 y publicada en Pravda dos días después, Lenin reconocía: «Nos encontramos como si estuviéramos en una fortaleza sitiada en tanto no nos llegue la ayuda de otros destacamentos de la revolución socialista mundial» (citado por Salem, 2010: 50).

En octubre de 1918 sostenía Lenin en su folleto La revolución proletaria y el renegado Kautsky: «La revolución proletaria madura a simple vista, y no sólo en toda Europa, sino en el mundo, y la victoria del proletariado en Rusia la ha favorecido, precipitado y sostenido. ¿Que todo esto no basta para el triunfo completo del socialismo? Desde luego, no basta. Un solo país no puede hacer más. Pero este país solo, gracias al Poder de los Soviets ha hecho, sin embargo, tanto que incluso si mañana el Poder de los Soviets en Rusia fuera aplastado por el imperialismo mundial, por una coalición, supongamos, entre el imperialismo alemán y el anglofrancés, incluso en este caso, el peor de los peores, la táctica bolchevique habría prestado un servicio colosal al socialismo y habría apoyado el desarrollo de la revolución mundial invencible» (Lenin, 1976i: 94). Y en otro lugar el gran líder soviético llegó a hablar de «un único y gran ejército internacional» (Lenin, 1976p: 140).

Y ese mismo año Rosa Luxemburgo también veía como algo necesario e inminente el advenimiento de la revolución mundial, y así escribía: «La incapacidad objetiva de resolver sus tareas, ante la que está colocada la sociedad burguesa, hace del socialismo una necesidad histórica y torna inevitable la revolución mundial» (Luxemburg, 1975: 98).

Pese al fracaso de la insurrección espartaquista en Alemania en enero de 1919, los bolcheviques más optimistas (como Lenin y Trotski) seguían convencidos del estallido inminente de la revolución en Europa, como así parecían anunciarlo las revoluciones de Hungría (en marzo), Baviera (en abril) y Eslovaquia (en junio), que hizo pensar que el estallido de la revolución se propagaría por el resto de Europa. Y con esas expectativas se inauguró el 2 de marzo de 1919 en el recinto del Kremlin el Primer Congreso de la Internacional Comunista o Komintern: instrumento de bolchevización de los partidos obreros occidentales. Ésta se construyó contra la Segunda Internacional «socialchovinista», es decir, que surgió de los náufragos de la Segunda Internacional cuyo internacionalismo se resolvió en «bancarrota». En su primer discurso Lenin afirmaba que la revolución mundial «empieza y cobra fuerza en todos los países» (Lenin, 1976r: 84), y que «la victoria de la revolución comunista mundial está asegurada» (Lenin, 1976r: 86). Y por su parte Trotski exclamó: «¡Estamos preparados para luchar y morir por la revolución mundial» (citado por Service, 2010b: 335). Trotski elaboró un «Manifiesto al proletariado del mundo entero». El modelo del nuevo orden era el que esbozó Lenin en El Estado y la revolución, uno de sus libros más utópicos o, directamente, el más utópico. La Komintern sería denominada como el «Estado Mayor de la revolución mundial».

No podía estar más equivocada la predicción de Lenin cuando dijo el 13 de marzo de 1919, en el discurso fúnebre de su cuñado Mark Yelizárov en el cementerio de Volkovo (en Petrogrado), lo siguiente: «Francia se dispone a lanzarse sobre Italia, no han compartido el botín [de la Gran Guerra]. Japón se está armando contra los Estados Unidos… Las masas obreras de París, Londres y Nueva York han traducido la palabra “soviet” a sus propias lenguas… Pronto presenciaremos el nacimiento de la República soviética federal del mundo» (citado por Service, 2001: 440). Y en un discurso a finales de marzo seguía creyendo que el poder soviético «triunfará en todo el mundo de modo ineludible o indefectible en un futuro próximo» (Lenin, 1980e: 194).

En la primavera de 1919 Lenin consideraba que ganarle la guerra a los ejércitos blancos comandados por Kolchak, Denikin y Yudérich supondría una victoria fácil sobre los otros frentes que había abiertos (contra el campesinado y las fronteras con diferentes nacionalidades étnicas), y asimismo suponía que esa victoria vendría a ser el prólogo de la expansión de la revolución por Europa central y occidental y del mundo entero, en tanto ortograma universalista. Todavía en febrero de 1920, con la guerra civil ganada, lo que daba pie al optimismo pese a la tragedia sufrida en el país, Rusia era considerada «el foco de la revolución mundial» (Lenin, 1980e: 227).

Mientras se hacía la guerra revolucionaria en Polonia y se respiraba con gran alivio tras el triunfo bolchevique en la guerra civil, se estaba llevando a cabo el Segundo Congreso de la Komintern (la primera sesión empezó el 19 de julio de 1920 en el Instituto Smolny, en Petrogrado, el instituto donde se comandó la Revolución de Octubre). Lenin aconsejó a los partidos pertenecientes a la Tercera Internacional que rompiesen con los partidos socialistas «oportunistas», los cuales no veían necesidad alguna en la dictadura del proletariado y el terror; aunque, con todo, les pidió a los comunistas ingleses que se afiliasen al Partido Laborista inglés, a causa de que el comunismo inglés era muy débil para crear un partido independiente; y, acordándose de la agresión británica en la guerra civil rusa, les pidió además que estableciesen «acuerdos electorales» para «ayudar a Herderson o a Snowden a vencer a Lloyd George y a Churchill» (citado por Carr, 2009: 31). Trotski condenó a Estados Unidos por su lucha por la hegemonía mundial y predijo una guerra entre éste y el Imperio Británico. Ni que decir tiene que erró en el pronóstico.

Lenin era consciente de que la guerra contra la burguesía internacional supondría una guerra «cien veces más difícil, prolongada y compleja que la más encarnizada de las guerras corrientes entre Estados» (Lenin, 1975k: 68), y añadía que las diferencias nacionales y estatales «subsistirían incluso mucho tiempo después de la instauración universal de la dictadura del proletariado» (Lenin, 1975k: 98). La «victoria mundial» del poder soviético y la dictadura del proletariado era un proceso que se entendía como «una verdad indiscutible», aunque se advertía que si se daba «un pequeño paso más allá» -en referencia al «izquierdismo» como «enfermedad infantil en el comunismo»- sería posible que «esta verdad se cambie en error» (Lenin, 1975k: 113). Y concluía: «La revolución mundial, que ha recibido un impulso tan poderoso y ha sido tan intensamente acelerada por los horrores, las villanías y las abominaciones de la guerra imperialista mundial, de la situación sin salida creada por la misma, esa revolución se extiende y se ahonda con una rapidez tan extraordinaria, con una riqueza tan magnífica de formas sucesivas, con una refutación práctica tan edificante de todo doctrinarismo, que tenemos todos los motivos para creer en una curación rápida y completa del “izquierdismo”, enfermedad infantil en el movimiento comunista internacional» (Lenin, 1975k: 114). Pero el proceso de revolución mundial, como confesaba Lenin en el Tercer Congreso de la Komintern celebrado en junio de 1921, no se había producido «en línea recta como nosotros esperábamos». Y Trotski reconoció que, si en 1919 el estallido de la revolución mundial parecía cuestión de meses, en 1921 era «quizá cuestión de años» (Lenin y Trotski citados por Carr, 2009: 72).

El 13 de noviembre de 1922, en el Cuarto Congreso de la Komintern, Lenin creía que la perspectiva de la revolución mundial -tras el caos geopolítico dejado por paz de Versalles- «son favorables», y si se diesen ciertas condiciones «se harán más favorables todavía» (Lenin, 1976t: 131).

En marzo de 1923, en su último artículo titulado «Más vale poco y bueno», Lenin seguía pensando que de su parte tenían la «ventaja de que todo el mundo pasa ahora ya a un movimiento que debe originar la revolución socialista mundial» (Lenin, 1980e: 395). E insistía que en el desenlace final de la lucha a escala mundial «la victoria definitiva del socialismo está plena y absolutamente asegurada» (Lenin, 1980e: 396).

Pero las proclamas por la revolución mundial, a medida que la chispa de ésta no se encendía, se fueron haciendo cada vez más -ya de modo consciente o inconsciente- como una especie de ritual prescrito que se repetía mecánicamente sin que repercutiese mucho en la política de las relaciones diplomáticas y comerciales con los demás países. Corticalmente hablando, la política exterior de la revolución mundial estaba si no hundida al menos tocada. De ahí que la política del comisariado del Pueblo para Asunto Exteriores fuese incompatible con los planes y programas subversivos de la Komintern. De modo que la política soviética era ambivalente al moverse entre la diplomacia y la propaganda subversiva de la revolución mundial, pero la cautela práctica imprescindible para afrontar las complicaciones de la política real fueron reemplazando poco a poco el inmoderado e imprudente entusiasmo del revolucionarismo mundialista, que finalmente sólo resultó ser «un magnífico cuento, un hermoso cuento» (Lenin, 1976ñ: 94).

Emic los bolcheviques creían estar contribuyendo a la construcción de la revolución mundial. Etic estaban siendo una pieza clave en el desarrollo e incubación durante el período de entreguerras de una nueva Gran Guerra: la Segunda Guerra Mundial. Dicho de otro modo: los finis operantis por los que se movían los comunistas eran los deseos de la revolución mundial, pero los finis operis por los que realmente se movieron fueron para afrontar la guerra mundial, que de hecho los soviéticos denominaron «Gran Guerra Patriótica». La teoría era la revolución mundial y la praxis la guerra mundial. Y por ello ejercitaban la guerra mundial representándose aureolarmente la revolución mundial. En resumen: el momento nematológico estaba representado -conciencia falsa mediante- en la revolución mundial y el momento tecnológico estaba ejercitado -política real mediante- en la guerra mundial.

Es más, el único modo positivo (y no meramente retórico o propagandístico) de extender la revolución más allá del territorio del antiguo Imperio Ruso fue a raíz de la victoria contra el Reich alemán en la Segunda Guerra Mundial, y sólo fue posible en la Europa oriental, y en calidad de «revolución desde arriba y desde fuera» a través de las conquistas y la ocupación impuesta por la crítica de las armas del Ejército Rojo (del mismo modo, mutatis mutandis, que lo había intentado Napoleón); es decir, no desde abajo a través de la dialéctica de clases como se hizo en la Revolución de Octubre (que supuso la conquista del Imperio Ruso, lo cual fue todo un logro), sino por mediación de la dialéctica de Estados a través de la rama operativa del poder militar, lo cual distaba mucho de los dogmas del marxismo clásico, y a la postre supuso su rectificación o vuelta del revés. Esto ya se había puesto en marcha en 1920-1921, cuando se marchó sobre Polonia (en donde se fracasó) y se ocupó triunfalmente Georgia (patria de Stalin).

Como se ha dicho se trataba de «la revolución por la conquista»; es decir, salir del «caparazón nacional» y «romper su aislamiento» y así «llevar la revolución al extranjero en la punta de las bayonetas» (Deutscher, 1969: 464). Como le dijo Stalin el 7 de noviembre de 1939 tras los festejos del aniversario de la Revolución de Octubre a Giorgi Dimitrov, secretario general de la Komintern: «El slogan de transformación de la guerra imperialista en guerra civil […] solo era válido para Rusia […]. En los países europeos no era válido, pues los obreros habían recibido de la burguesía ciertas reformas democráticas que habían aceptado y no estaban dispuestos a lanzarse a un guerra civil (en la revolución) contra la burguesía. Había que abordar a los obreros europeos de otro modo» (citado por Marie: 2001: 138). En consecuencia la revolución no cuajó por la victoria de los proletarios sobre los burgueses de los diferentes países, sino de modo cortical a través de pactos en el poder diplomático, negocios en el poder federativo y, fundamentalmente, a través de alianzas y campañas desde el poder militar. «La lucha y la cooperación de las grandes potencias se impusieron sobre la lucha de clases, transformándola y deformándola. Todos los criterios por medio de los cuales los marxistas solían juzgar la “madurez” o “inmadurez” para la revolución cayeron por la borda» (Deutscher, 1969: 464). No fue, por tanto, la dialéctica de clases y la supuesta unión internacional del proletariado en tanto clase universal, sino los acuerdos corticales que sobre Polonia, los países Bálticos y Alemania oriental acordaron, «a puerta cerrada», Stalin, Roosevelt y Churchill en Teherán, Yalta y Potsdam; es decir, la partición de buena parte del globo en «esferas de influencia» en la que dos nuevos Imperios (una nueva fase del imperialismo salvo que esta vez de carácter generador, como eran Estados Unidos y la Unión Soviética) se repartían la hegemonía mundial, o más bien se la disputaban, a un viejo Imperio en decadencia, el imperialismo depredador británico.

De modo que, pese a perseverar eutáxicamente sólo durante 74 años, la Unión Soviética prosperó sin necesidad de revolución mundial; es más, su historia fue la historia de la «bancarrota» de la revolución mundial.

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