El mito de la tradición judeocristiana

El mito de la tradición judeocristiana. Santiago Mondejar

Una de las expresiones ideológicas que ha hecho más fortuna, al propagarse por mímesis a través de sucesivas generaciones, es la fabulación de la “civilización judeocristiana”. Las claves de este paradigma cultural pueden trazarse desde la tesis formulada por el teólogo e historiador alemán Ferdinand Christian Baur en 1831, concerniente a la disensión entre la Iglesia petrina y la paulina, manifestada en la existencia de un conflicto fundamental entre Pedro y Pablo y sus respectivas comunidades durante las primeras fases del cristianismo. Baur sostuvo que Pedro encarnaba la tradición judaica y rigorista, mientras que Pablo representaba una visión eclesial menos legalista y más universalista. El triunfo de la doctrina de Pablo propició la expansión de la Iglesia Católica (καθολικός, universal), y el confinamiento del judaísmo al ámbito de la etnicidad, siguiendo ambas religiones sendas dispares, cuando no antagónicas: el teólogo judío ortodoxo israelí Eliezer Berkovitz llegó a decir que «el judaísmo es judaísmo porque rechaza el cristianismo y el cristianismo es cristianismo porque rechaza el judaísmo».

No fue sino hasta mediados del siglo pasado que el concepto de “tradición judeocristiana”, logró cierto predicamento al salir a la palestra en la esfera política de los Estados Unidos de América, en el punto álgido de la Guerra Fría, de cuya terminología pasó a formar parte. Los líderes estadounidenses de la segunda posguerra mundial lo emplearon a modo de alegoría de una herencia religiosa compartida, para definir el rol prevalente de Estados Unidos.

Truman y Eisenhower caracterizaron la Guerra Fría como una confrontación de la libertad religiosa y la democracia con al marxismo ateo, sosteniendo que los valores judeocristianos guiaban a Estados Unidos en la promoción de libertad, democracia, paz y tolerancia contra el comunismo (el lema “Una nación bajo Dios” no se añadió al Juramento a la Bandera hasta 1954). El término “tradición judeocristiana” —que se hizo perenne en el discurso de la derecha norteamericana— resurgió con fuerza de la mano de los neoconservadores de la escuela straussiana tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, convirtiéndose en una metáfora política de la dialéctica amigo-enemigo y del explícito «choque de civilizaciones[1]«.

En nuestros días, la expresión “tradición judeocristiana” se ha convertido en epónimo de “valores occidentales”, en cuanto que síntesis del legado de la ética judaica de la justicia y de herencia de la moral cristiana del amor, según Habermas[2]. Como tal, el término ha traspasado los confines de la política anglosajona, incorporándose al léxico político de los países católicos y ortodoxos. Sin embargo, a pesar de que, prima facie, la confluencia entre la doctrina judía y cristiana es políticamente neutra, por inspirarse en afirmaciones genéricas sobre el monoteísmo y la Creación,   la idea de la «tradición judeocristiana» se ha convertido en un mito que cubre con una fina capa de barniz sofístico las profundas distinciones eutáxicas derivadas del judaísmo y de la cristiandad, respectivamente.

Los mitos, no obstante, son importantes, en tanto que, como sostiene el folósofo inglés Anthony Everett[3], por más que los entes de ficción no existan, deben ser considerados referenciales, lo cual les confiere una cierta existencia, habida cuenta de que, si todos pensamos en Hamlet, cabe inferir que todos hemos aprehendido el mismo objeto. Esto es de una relevancia sociopolítica crucial. Tal y como ha explicado elocuentemente el estructuralismo, los elementos culturales como mitos, símbolos y rituales, convergen en complejas redes de significación, en los que hay niveles de realidad muy diferenciados, que requieren lenguajes de otra índole, capaces de dar acceso cognitivo en planos de realidad que no podrían captarse de otra manera.

Dicho de otro modo; los mitos abren nuevos niveles de significado en realidades internas que se corresponden con nuevos niveles de realidades externas, y en consecuencia, los mitos son eficaces para un grupo a causa de su situación interna, siendo el hecho de que sean positivamente verdaderos o no secundario, y es por eso que el ingenioso silogismo del difunto “ateo profesional” Chistotpher Hitchens[4] «lo que puede afirmarse sin pruebas también puede desestimarse sin pruebas» es intrascendente.

Del Testamento de Moisés

El que los mitos históricos judíos tengan o no base en unas raíces históricas veraces, de las que brotó el cristianismo, es irrelevante a efectos del ethos y aun del pathos de una y otra religión, pues lo importante de los mitos es que sirvan como significación cohesionadora del grupo. Que un relato religioso no sea factual no puede usarse como argumento de autoridad para desacreditar toda religión rival por sus presuntas incoherencias, porque, de hecho, ninguna narrativa religiosa es inmune al escrutinio histórico. Lo verdaderamente importante en los relatos míticos, como vemos, es la formación de la identidad colectiva y la articulación de creencias y valores compartidos, que brindan un poderoso mecanismo de legitimación para la acción política, al enmarcarla en un sistema de referencia compartido del que emanan derechos civiles, como el de tierra alodial.

Posiblemente, el epítome de esto sea la nación judía, cuya voluntad de ser halla su raigambre en las figuras de Abraham primero, y de Moisés después. La relevancia troncal de Abraham es las tres ramas de las Religiones del Libro es absoluta. Sin embargo, tan pueril es conferirle carta de naturaleza histórica al patriarca de las creencias abrahámicas, como negar su función arquetípica en el inconsciente colectivo. Del mismo modo, la pretensión de que existan religiosidades puras, que no sean sincréticas en mayor o menor grado, no es sostenible.

Esto es fácilmente verificable en el caso de las religiones abrahámicas: conocemos por la Tanaj hebraica que un sumerio de nombre Abram pasó a llamarse Abraham en torno al siglo XIX a. C, e hizo un pacto con el dios Jehová[5] por el cual Dios prometió a Abraham y a sus prolíficos descendientes heredar la tierra de Canaan en perpetuidad. El relato de este pacto se encuentra en el Bereshit (Libro del Génesis en la Biblia cristiana) del Tanaj, y guarda notables paralelos narrativos con el Eridu Génesis, un antiguo texto sumerio del siglo XVIII a. C., que relata la creación del mundo y el Hombre y un jardín paradisíaco[6], y narra como el dios Enki avisa a Ziusudra de un próximo diluvio, ordenándole fabricar un barco para llevarse a su familia con semillas de todas las especies, en el sobreviven un diluvio de siete días y siete noches, que acaba con la vida en la Tierra.

En lo que difieren radicalmente el Eridu Génesis y el posterior Libro del Génesis judaico es en el giro hacia el monoteísmo en este último, reflejo del proceso de amalgamación de una pluralidad de dioses de origen cananeo (los Elohim, hijos de El y de su consorte Aserah[7]) en una deidad singular. De acuerdo con el relato bíblico, fue uno de estos Elohim (YHWH) quien se le apareció al viejo Abraham para hacer el pacto que le impelió a viajar a Canaán junto a su también anciana esposa Sara, instalándose en la aldea cananea de Salem[8], donde Abraham pagó tributo al rey y sumo sacerdote cananeo Melquisedec, y vio nacer a uno de los hijos que Jehová les había prometido, que se llamó Jacob hasta que le fue dado el nombre Israel tras encararse con Dios[9].

Según esta narrativa, la unificación de las doce tribus de Israel, descendientes del hijo de Abraham, formó el Reino Unido de Israel circa 1050-931 a. C., bajo los sucesivos liderazgos de Saúl, David y Salomón. Tras la muerte de éste, en torno al 931 a. C., el reino se partió entre el Reino de Israel al norte y el Reino de Judá al sur. Esta fragmentación no sólo fue política; aun cuando ambos reinos tenían las mismas raíces religiosas, el Reino de Israel, que incluía a diez de las doce tribus, se desvió a menudo de la adoración exclusiva a Jehová, y toleró prácticas religiosas paganas, incluida la adoración de ídolos y dioses ajenos, lo que propició una apostasía generalizada. En cambio, el Reino de Judá, que incluía a las tribus de Judá[10] y Benjamín en el sur, fue más fiel a Jehová, al que rendía culto en el Templo de Jerusalén. Abraham no vio cumplida en vida la promesa del pacto con Jehová, quien le había dicho que sería padre de una gran nación, y que sus descendientes heredarían el dominio de la tierra prometida de Canaán. Esto no se realizó sino hasta mucho más tarde, y hubo de mediar una solución de continuidad de las promesas hechas a Abraham, con la aparición de la figura de Moisés, demostrándose la fuerza de los mitos para actuar como vector de la historia al prolongarse en el tiempo.

Como en el caso de su predecesor Abrahám, también encontramos en la historia de Moisés elementos narrativos que dan plausibilidad a la influencia de la cultura sumeria en la construcción del relato mosaico: a diferencia de Moisés, la existencia de Sargón de Akkad está respaldada por fuentes escritas de la antigua Mesopotamia, siendo el registro más conocido la «Crónica de Sargón», un documento del el siglo XXIV a. C. que detalla las campañas militares de Sargón, sus victorias sobre otros reinos y ciudades, y su habilidad para unificar y gobernar un vasto territorio.

Al margen de los registros históricos, conocemos aspectos legendarios que construyeron una mitología de Sargón que comparte notables similitudes narrativas con la de Moisés: la madre de Sargón lo colocó en una cesta y lo dejó a la deriva en el río Éufrates, y la madre de Moisés hizo lo propio con él en el río Nilo. Tanto Sargón como Moisés fueron encontrados y adoptados por figuras de la realeza. Sargón fue descubierto por un jardinero y luego criado por una sacerdotisa real, y Moisés fue encontrado por la hija de un faraón ignoto, y fue criado como príncipe en el palacio real. Ambos han quedado asociados a la promulgación de leyes y a la liberación de sus pueblos, y es posible establecer paralelismos conceptuales entre las “Tablas de los Destinos[11]” sumerias (ṭuppi šīmāti) y las “Tablas de la Ley” (aseret ha’devarim) hebreas, por ser ambas objetos que conectan lo divino con lo humano. Es también fácil trazar la expresión de normas de justicia retributiva[12] como la Ley del Talión en códigos sumerios, como el de Ur-Nammu, que data de alrededor del 2100-2050 a. C. y proviene de la ciudad sumeria de Ur (patria de Abraham).

Esto sugiere cierto grado de “ósmosis social” durante los años del cautiverio hebreo en Babilonia, que tuvo lugar desde la destrucción del Templo de Jerusalén en 586 a. C. por el rey babilonio Nabucodonosor hasta el edicto del persa Ciro el Grande, que permitió a los judíos regresar a Judea y reconstruir el Templo, unos setenta años después.

La plausibilidad de la adición de múltiples capas de tradiciones, experiencias y memorias mesopotámicas en la narrativa bíblica se refuerza al constatar la falta de evidencia que respalde los hechos relatados en el Shemot (Éxodo) de la Torá. No existen pruebas que respalden la esclavización de los judíos en Egipto, ni hay registros oficiales, fuentes primarias o restos arqueológicos que respalden la travesía de 600.000 hombres de a pie, además de mujeres y niños,   por el desierto del Sinaí[13]. Los registros egipcios no mencionan la emigración repentina de 1/4 de su población, ni hay indicios de los efectos económicos esperables de una caída demográfica de tamaña magnitud.

Parece razonable suponer que el Éxodo no cuenta un acontecimiento histórico estricto, ni es una ficción arbitraria, sino una amalgama anacrónica de diferentes tradiciones para construir un mito fundacional, posiblemente relacionado con las referencias retroactivas al éxodo que aparece en los capítulos de la profecía de Oseas y Amós, del siglo VIII a. C., y con hechos históricos como las tres oleadas de vuelta de los judíos a su tierra natal después del Edicto de Ciro antes citado (registrado en el «Cilindro de Ciro»), y que tuvo lugar en tres etapas, entre 538 y 457[14]; la primera liderada por Zorobabel, la segunda por Esdras[15], y la última por Nehemías.

Muchos de los pormenores de la narración bíblica se ajustan mejor a un período posterior en la historia egipcia, situado alrededor de los siglos VII y VI a. C., época en la que se escribió la historia bíblica como ha llegado a nosotros. Algunos eruditos bíblicos como Richard Elliot Friedman[16] sostienen que el principal redactor que dio la forma final a los cinco libros de Moisés fue Esdras, quien es específicamente descrito como «escriba de la ley del Dios del cielo» (Esdras 7:21).

Con todo, el meollo del testamento que dejó Moisés consiste en una alianza mediante la cual Jehová prorroga Su convenio de Abraham, y promete a la nación judía domeñar la humanidad, a cambio de mantenerse herméticamente apartada de otras naciones; obedecer estrictamente las leyes divinas, y de rendir culto exclusivo al dios de Israel.

Las estipulaciones del pacto proliferan especialmente en el Deuterenomio[17] (e.g. 2:25, 7:6, 7:16, 12:2-3, 26:17-19, 28:1, 28:12), pero se encuentran por toda la Torá. Esta abundancia de legalismos contrasta notablemente con la parquedad de metafísica escatológica; la ausencia de una clara doctrina sobre la vida después de la muerte en el Pentateuco, tal y como destacó Sigmund Freud[18].

Es notorio que este enfoque en la relación entre Jehová y su pueblo elegido —minuciosamente centrado en aspectos prácticos de la construcción nacional y en el pietismo— resultó una antropología inmanente, que enfatiza la idea de una recompensa o castigo en esta vida basada en ser lo suficientemente jáver[19] (חָבֵר), y que contiene aspectos de una estrategia evolutiva grupal profundamente enraizada en la mentalidad colectiva del pueblo judío, que ha desplazado la atención lejos de las especulaciones escatológicas hacia el moralismo en la vida cotidiana[20]. Esto se manifiesta en una especie de mecanismo de sustitución, que otorga la inmortalidad al pueblo judío en su conjunto, de modo que cada individuo continúa viviendo a través de su pertenencia al alma colectiva del pueblo judío, y continuará haciéndolo mientras éste perdure.

Del problema del Mal

La carencia de una doctrina soteriológica explícita (esto es, de una antropología transcendental) en el Pentateuco deja sin resolver el problema de la justicia real, porque, parafraseando a Tomás de Aquíno, no puede existir una justicia perfecta y completa en esta vida, pues muchas veces los buenos padecen y los malos prosperan; y, por lo tanto, es necesario que haya una vida futura en la que se pueda dar a cada uno según sus obras y se pueda alcanzar una justicia verdadera y completa. Dicho de otra manera, si no hay Juicio Final, todo vale en el mundo terrenal, y el bien y el mal devienen arbitrarios. Como sostuvo Kant[21], la teodicea tradicional[22], aplicada al dios de la Ley Mosaica, es un caso en el que la defensa es peor que la acusación.

Parece que los autores del Libro de Job, escrito a lo largo de varios siglos como literatura sapiencial (hokmah), y que en se encuentra después del Libro del Éxodo en el canon bíblico, anticiparon la conclusión que Kant, y abordaron tanto el problema de la relación de Dios con el mal, como el de la relación del Hombre con Dios al sufrir injusticia. Recordemos que el relato bíblico gira en torno a la aparente indiferencia divina ante el sufrimiento humano: Job, hombre justo, próspero y temeroso de Dios, es sometido a diversas pruebas y sufrimientos extremos después de que Satanás cuestionase ante Jehová la integridad de Job, retando a Dios a probar que la lealtad y piedad de Job no procedan de su buena fortuna. Dios recoge el guante, y permite a Satanás poner a prueba a Job, sometiéndole a tremendas desgracias, como la pérdida de sus bienes, la muerte de sus hijos, y la enfermedad. A pesar de su ordalía, Job se mantiene fiel a Jehová, y rechaza repudiarle.

No obstante, abrumado por la angustia, acaba dudando de la justicia divina; se lamenta de la aparente indiferencia de Dios hacia sus padeceres, y le exige una respuesta directa. Pero Dios rechaza el órdago de Job, y, apuntando a lo numinoso, evita decir nada que pueda interpretarse como una teodicea capaz de persuadir a Job de que su sufrimiento obedecía a un propósito teologal. Sin embargo, en la resignación final de Job cabe inferir que se aferra a la teodicea que resulta de racionalizar su sufrimiento como el precio que ha pagado para comprender que Dios no está condicionado por el límite mental del Hombre.

La fuerza simbólica de esta conclusión es tan aterradora («las tinieblas de dios son nuestras propias tinieblas»; Redfearn 1992), que nos da pie a barruntar que se hizo imperioso desarrollar una mitología de la esperanza; una fe en la justicia real. El dios del relato del Libro de Job muestra una imagen divina, una representación de Dios que era relevante para cierto tiempo, lugar y personas, y como tal, es una proyección del yo individual y colectivo[23] a la sazón, y hubo, pues, que superar las limitaciones, deficiencias y falta de consciencia que reflejaba la imagen de aquel dios, para transformar radicalmente la concepción de la imagen de Dios, y con ella el arquetipo de la figura del Hombre y su sino.

Algo así solamente puede surgir de una nueva experiencia religiosa, auspiciada por una nueva clase de profeta, capaz de mediar entre Dios y el Hombre. Como señalábamos antes, necesitamos los mitos porque desvelan nuevas dimensiones de sentido en realidades internas que se relacionan con niveles emergentes de realidades externas. El mito de Job[24] no es una excepción a esto: Clemente de Alejandría, primer doctor de la Iglesia Católica, hizo una exégesis de la piedad de Job como acto profético anunciador de la llegada del Mesías. También Carl Jung[25] interpretó desde la psicología analítica el relato de Job en clave cristológica, creando una alegoría profunda en la que el encaramiento de Job con Jehová muestra la plasticidad de la imagen de Dios, que se desarrolla, modifica y responde al dialogar con el Hombre. Si bien Job termina sobrecogido y reducido al silencio, preserva su dignidad hasta el punto de impulsar a Dios a examinar su propia conciencia.

En la interpretación metafórica de Jung, de esta introspección crítica emana la necesidad de humanizar la imagen que de Dios tenía el Hombre, encarnándose como mortal, para así tomar conciencia del sufrimiento humano. De esta manera, la figura de Jesús el Cristo se presenta como una respuesta simbólica y existencial[26] a la pregunta de Job, que gesta una nueva relación entre Dios y la humanidad. El arcaico Dios tribal, iracundo, celoso y vengativo, se transforma mediante Jesús en Amor (1 Juan 4:8, «El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor»), y se reconcilia con la Sabiduría Divina que los antiguos escribas habían difuminado[27] en su celo por plasmar la idea de un dios incondicionado. Según Jung, esto sucede en la intersección de dos planos: mientras que Jesús, a través de su muerte, resurrección y promesa soteriológica, se convierte en un símbolo de esperanza y liberación frente al sufrimiento y la injusticia, María simboliza el amor incondicional de la madre, para recibir el cual basta con ser, sin necesidad de justificarse. María ocupa además el espacio teológico de la Sabiduría del Libro de los Proverbios, como elemento esencial de la divinidad, que no es en sí misma una divinidad.

Jung se hace así eco de la de la teología sofiánica de la Iglesia Ortodoxa Rusa, cuyo objetivo principal es el estudio y la contemplación de la Sabiduría Divina como atributo de Dios. Serguéi Bulgákov[28], siguiendo la estela de otros pensadores rusos como Vladimir Soloviev y Pavel Florensky, conceptualiza a Sophia como el principio divino femenino (el arquetipo Ánima de Jung); la Sabiduría Divina que integra a las Personas de la Trinidad para encarnar la Palabra[29] en el mundo terrenal a través de María. Destaca igualmente la participación principal de la Virgen[30] en la obra redentora del Mesías, esencial para comprender la plenitud de la Revelación, y formarnos una imagen del pléroma divino que nos permita entender que, de la unidad en la diferencia entre el Padre y el Hijo, se halla la naturaleza misma de la Creación, que el Dios Trinitario, que es Amor, está íntimamente conectado con la Sabiduría creadora, en virtud de la naturaleza misma de Dios.

Por eso, la Navidad se engarza en el arquetipo del niño-dios, simbolizando inocencia, vulnerabilidad y capacidad de transformación. En la figura del niño Jesús reside la promesa de un nuevo comienzo, y habita la esperanza de un mejor porvenir, que subraya la importancia de mantener viva la fe en la posibilidad de cambio y renovación. Por ende, la Navidad afirma el papel del amor materno como símbolo del amor divino, donde el nacimiento de Jesús a través de María representa un acto de amor incondicional de Dios hacia la humanidad. Este amor materno personifica la entrega, protección y cuidado divino expresados a través de su hijo, reflejando la cercanía y vínculo íntimo que Dios busca establecer con la humanidad.

Todos y cada uno de los elementos en estas reflexiones se abordan orgánicamente en el Sermón de la Montaña, auténtico Rubicón de la superación de la idea en las culturas arcaicas de que la Historia se repite en patrones recurrentes en un ciclo eterno de nacimiento, muerte y renacimiento. Por el contrario, el cristianismo, al poner énfasis en la salvación y la redención a lo largo de la Historia, instaura una nueva concepción del tiempo, considerando la historia como una narrativa lineal con un propósito, que alcanzará su culminación cuando Dios juzgue a la humanidad y establezca la Ciudad de Dios[31] como la morada eterna de los justos. Con el Sermón de la Montaña nace, asimismo, el concepto de Persona, en tanto que individuo con dignidad y derechos inherentes, que también era desconocido en la antigüedad.

Del cristianismo nace la noción de que todos los individuos son creados iguales ante Dios, reflejando la creencia en la dignidad ingénita de cada persona (persona significat illud quod est perfectissimum in tota natura, scilicet subsistens in rationali natura[32]) es valiosa y digna de consideración. Las enseñanzas de Jesús en el Sermón de la Montaña emanan de la naturaleza de las Personas divinas de la Trinidad, y enfatizan la importancia del amor donal y de la justicia social, reconociendo la dignidad de todo ser humano. Esta idea de la persona como única y preciosa contrasta con la noción de las antiguas civilizaciones, donde los individuos eran tratados en base a su valor utilitario, siendo su consideración, privilegios y obligaciones determinados por su función y contribución a la sociedad.

Del Testamento del Mesías

En el Evangelio según San Mateo, los Doce Apóstoles son invocados y nominados después de que Jesús descienda de la montaña en la que acaba de dar un sermón que podemos calificar de paraenesis; la exhortación testamentaria de quien augura su final. El sermón está estructurado en un formato familiar para los judíos, basado en Shavuot, la festividad hebrea que se celebra siete semanas después de la Pascua judía, en el sexto día del mes de Siván. Shavuot marca la entrega de la Torá en el Monte Sinaí, y conmemora el´evento en el que el pueblo judío aceptó las enseñanzas y los mandamientos de Dios. En esta celebración, el pueblo participaba en una vigilia de veinticuatro horas, dividida en ocho segmentos de tres horas cada uno, durante los cuales el Salmo 119 proporcionaba loas de la Torá para cada uno de los segmentos. El salmo en sí se compone de ciento setenta y seis versos, repartidos en veintidós secciones, cada una las cuales tiene asignada una las veintidós letras del alfabeto hebreo.

El evangelista se sirvió de esta estructura para transcribir el Sermón de la Montaña, lo que se observa al comparar las ocho Bienaventuranzas en Mateo 5:3-10 con el Salmo 119:1-8. El sermón prosigue entonces con glosas de cada una de las Bienaventuranzas, pero en orden inverso, empezando por la última: «Bienaventurados los perseguidos por ser justos, porque de ellos será el Reino de los cielos».

El Sermón de la Montaña es de hecho una dialéctica entre Jesús y Moisés, aunque éste nunca sea citado.   Desde un buen principio, el sermón establece la legitimidad de Jesús (Mateo 5:1-2), y con esta potestad, da una visión de la Buenaventura en la que Jesús predica dando ejemplo. Jesús vino para cumplir la ley mosaica. Él señaló su unión perfecta con la voluntad divina, y da cumplimiento a la ley en su totalidad —derogó algunas tradiciones no bíblicas, corrigió algunas interpretaciones erróneas, pero no derogó los mandatos legales de la ley mosaica. Jesús entiende la verdadera naturaleza de la ley como la ley de Dios: la ley no es en sí misma Dios, ni Dios es la ley. Él sabe que la verdadera naturaleza de la ley radica en su conexión con Dios, y defiende públicamente la autoridad divina de la ley, enfatizando que Dios es el dador y Señor de la ley; que sólo en comunión con Dios se cumple la ley completamente. Y por eso fue crucificado; no sin antes haber alertado a quien le quiso escuchar de la instrumentación de Dios (reemplazándolo por la ley), y del peligro de caer en la tentación antinomianista.

Es muy difícil seguir el ejemplo personal de Jesús. Difícil de intentar, como en el amor al enemigo y la caridad genuina; difícil de practicar, como en el pacifismo y la castidad, pero aún más difícil si cabe de conceptualizar como marco para la coexistencia terrenal. Aunque la regla de oro[33] (Mateo 7:12) proporciona un ámbito de convivencia más amplio que el principio específico de la no-violencia, lo único que abarca todos los preceptos y vetos del sermón es la escatología-soteriológica. Sabemos, con Niebuhr, que la moralidad es insoluble con las instituciones, pero que es practicable por el individuo. Sin embargo, lo escatológico desconcierta tanto a individuos como a instituciones, y por eso, lo que a algunos les resulta hostil del Sermón de la Montaña no es su moralidad, sino su escatología. Muchos otros consideran estas enseñanzas arduas e inalcanzables, y aunque las ven como nobles ideales, las ignoran por utópicas, facilitando de este modo que los intereses particulares prevalezcan, y que la moral acabe reducida a códigos normativos.

El Sermón de la Montaña sólo es inteligible a la luz del principio del amor donal. Mateo destaca que el amor tiene más peso que los ritos y los legalismos: «[…] habéis descuidado los preceptos de más peso de la ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad; y estas son las cosas que debíais haber hecho […]» (Mateo, 23:23). Pero el amor no es sentimentalismo, sino hacer el bien. Los términos religiosos usados por el evangelista, Mishpatm, Jesed, Emeth (מִשְׁפָּט. חֶסֶד, אֱמֶת), evidencian que Jesús no prescribe una moral de reglas y obligaciones que hayan de cumplirse rigurosamente para alcanzar la salvación; tampoco una eticidad ascética para santones o eremitas, sino una justicia universal para establecer una nueva humanidad unida en el Cristo, que incluya a los gentiles (Efesios 2:11-22, Colosenses 3:11, Hechos 10:34-35).

A diferencia de la autorreferencialidad del judaísmo, y de su antropología existencial, en la que el Hombre es su vida, Jesús presenta una antropología transcendental, en la que el Hombre vive para ser, allende su existencia. El Jesús del Sermón de la Montaña es verdaderamente Dios y verdaderamente humano, sin confusión posible, ni división de las dos naturalezas. Y por eso, Dios no es un sustantivo que haya que definir, sino un Verbo que se ha de vivir[34]. Jesús no habla de sentimientos, sino de nuestras relaciones personales con los desgraciados y con los diferentes, con quien Jesús se identifica, porque son esas relaciones las que revelan quiénes somos de verdad. Las enseñanzas del sermón contienen así el rechazo implícito a la noción de un pueblo elegido asociado a una religión tribal que exige superioridad y excepcionalismo, porque esa visión limitada y excluyente impide entender lo sagrado encarnado en el Mesías universal.

No es posible, en definitiva, detraer al cristianismo de la fuerza simbólica de la celebración plena de Jesús, desde la cuna hasta la cruz, desde la Navidad hasta la Semana Santa, sin vaciarlo de contenido teologal. Es, precisamente por esto, que el uso y abuso del término “tradición judeocristiana” es una frivolidad religiosa que sólo tiene algún sentido para los fariseos del “orden mundial basado en reglas”[35].


[1] Huntington S. (1996) The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order. New York: Simon & Schuster.

[2] Habermas, J. (1999) «Time of Transitions», Polity Press, pp. 150-151.

[3] Everett, A. (2013) The Nonexistent. Oxford: Oxford University Press.

[4] Hitchens, C. (2008) Dios no es bueno. Debate, Buenos Aires.

[5] El nombre de Dios en hebreo es YHWH y se cree que se pronunciaba «Yahvé». Antes del siglo I d.C., los judíos evitaban pronunciar el nombre divino por temor a violar el segundo mandamiento y lo sustituían por «Adonai» (Señor) al leer las Escrituras en voz alta. Con el tiempo, algunos judíos comenzaron a colocar los puntos vocálicos de «Adonai» sobre las consonantes de «Jehová h» para recordar al lector que debía decir «Adonai». En el siglo XIII, los eruditos cristianos tomaron las consonantes de «Jehová» y las pronunciaron con las vocales de «Adonai», lo que resultó en la ortografía latinizada de «Jehová». El primer uso registrado de esta ortografía fue realizado por un monje dominico español, Raymundus Martini, en 1270.

[6] Parker, S (1966) Enuma EliA. The Babylonian Epic of Creation. Clardeon Press, Oxford; “paraíso” proviene del persa “pairi-daêzã” (jardín, que en hebreo se dice , jaפַּ, רְדֵּס, “jardès”)

[7] Aserah (también Astarot) era diosa de la fertilidad, y su culto se mantuvo bien después de la adopción del monoteísmo judaico, e.g. Éxodo 34:13, Deuteronomio 7:5, Jueces 3:7, Jueces 6:25-30, Jueces 10:6, 1 Reyes I 14:2, Reyes I 16:33 y Reyes 17:10.

[8] Salem estaba en peleset (la tierra de los filisteos, denominada Palestina por los macedonios en convirtiéndose 332 antes de Cristo). Algunos eruditos sostienen que Salem pasó a llamarse Jerusalem posteriorente.

[9] Génesis 32:28; «Entonces le dijo: ‘Tu nombre ya no será Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has prevalecido.’» y Génesis 32:30; «Y llamó Jacob el nombre de aquel lugar Peniel, porque dijo: ‘He visto a Dios cara a cara, y mi vida ha sido preservada’

[10] No había judíos antes de Judá, uno de los 12 hijos de Jacob-Isarael.

[11] Dalley, S (1989) Myths from Mesopotamia: Creation, the Flood, Gilgamesh, and Others. Oxford University Press

[12] El artículo 1 del Código de Ur-Nammu establece: “El hombre que cometió el asesinato será asesinado”; Éxodo 21:12 dice: “El que hiera mortalmente a un hombre será castigado con la muerte”.

[13] Éxodo 12:37

[14] Finkelstein . I. (2007) The Quest for the Historical Israel: Debating Archaeology and the History of Early Israel:, Society of Biblical Literature, NY, USA.

[15] Esdras es una figura clave en la historia judía postexílica, conocida por su papel en la restauración de la Ley, la preservación de la identidad judía y la implementación de reformas religiosas y sociales. Su contribución a la consolidación de la identidad judía y la observancia de la Ley lo convierten en una figura venerada en la tradición judía. En 458 a.C., Esdras, descendiente de una línea de sacerdotes jehovistas (pertenecia a la tribu levita, designada para funciones sacerdotales en el sistema religioso judío, y fue a Jerusalén acompañado por unos 1.500 seguidores y llevando consigo una versión de la Torá corregida y aumentada durante su estancia en Babilonia, presentándose ante la población local como heredero legítimo de la antigua tradición con aspiraciones teocráticas.

[16] Friedman, R. (1987) Who wrote the Bible?, Prentice Hall, New Jersey.

[17] Dt 2:25 «A partir de este momento, haré que el pánico y el terror se apoderen de todos los pueblos que están bajo el cielo: el que oiga hablar de ti, temblará y se estremecerá de espanto»; Dt 7:6 «Porque tú eres un pueblo consagrado al Señor, tu Dios: él te eligió para que fueras su pueblo y su propiedad exclusiva entre todos los pueblos de la tierra.»; Dt 7:16 «Destruye entonces a todos esos pueblos que el Señor, tu Dios, pone en tus manos. No les tengas compasión ni sirvas a sus dioses, porque eso sería para ti una trampa.», Dt 12:2-3 «Harán desaparecer todos los lugares de culto, donde las naciones que ustedes van a desposeer sirven a sus dioses, en las montañas, sobre las colinas y debajo de todo árbol frondoso. Derriben sus altares, rompan sus piedras conmemorativas, prendan fuego a sus postes sagrados, destruyan las imágenes de sus ídolos y borren hasta sus nombres de aquel lugar.»; Dt 26, 17-19 «Hoy tú le has hecho declarar al Señor que él será tu Dios, y que tú, por tu parte, seguirás sus caminos, observarás sus preceptos, sus mandamientos y sus leyes, y escucharás su voz. Y el Señor hoy te ha hecho declarar que tú serás el pueblo de su propiedad exclusiva, como él te lo ha prometido, y que tú observarás todos sus mandamientos; que te hará superior –en estima, en renombre y en gloria– a todas las naciones que hizo; y que serás un pueblo consagrado al Señor, como él te lo ha prometido.»; Dt 28:1 «Si escuchas la voz del Señor, tu Dios, y te empeñas en practicar todos los mandamientos que hoy te prescribo, él te pondrá muy por encima de todas las naciones de la tierra»; Dt 28:12 «Él te abrirá el cielo –su rico tesoro– para proveer de lluvia a tu tierra en el momento oportuno, y para bendecir todos tus trabajos. Serás acreedor de muchas naciones y deudor de ninguna.»

[18] Freud, S. (2015) Moisés y la religión monoteísta. Alianza, Madrid

[19] El término «jáver» se refiere a un judío que cumple con los mandamientos religiosos y es considerado miembro en plena comunión con la comunidad judía. Este término se utiliza para describir a aquellos que se esfuerzan por vivir de acuerdo con las leyes y tradiciones judías.

[20] Hess, M. (1862). Roma y Jerusalén: La Última Cuestión Nacional (Rom und Jerusalem, die Letzte Nationalitätsfrage). Leipzig: Verlag von Otto Wigand.

[21] Kant, (1973) On die Failure of All Attempted Philosophical Theodicies,» trans. M. Despland, in Michel Despland, Kant on History and Religion. McGill-Queen’s University Press, Montreal, pp. 283-97

[22] La teodicea es la rama de la filosofía que intenta justificar la existencia de un dios bueno y todopoderoso a pesar de la existencia del mal y el sufrimiento en el mundo.

[23] El «Yo» y el «Ego» se diferencian por su función y estructura en la psique humana. El «Yo» busca equilibrar demandas internas y externas, integrando impulsos del «ello» con normas sociales. En cambio, el «Ego» es la parte consciente que gestiona percepción, pensamiento y decisiones, actuando como mediador entre el «Ello» y el mundo exterior. Mientras el «Yo» abarca aspectos conscientes e inconscientes, el «Ego» se centra en la conciencia y autorreflexión, desempeñando un papel crucial en la adaptación y supervivencia del individuo.

[24] Libro de Job https://www.vatican.va/archive/ESL0506/__PKC.HTM. Nota bene: a diferencia de otros personajes descritos como históricos, Job carece de una genealogía, lo que lleva a Maimónides, amparándose en el Talmud de Babilonia, a especular que la figura de Job es una parábola.

[25] Jung C. (2016) Respuesta a Job. 1a ed. Editorial Sudamericana, Buenos Aires.

[26] «Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación».

Gaudium et Spes, nº 22

[27] En Proverbios 8:22-26 se habla de la sabiduría personificada como una figura femenina que existía antes de la creación del mundo. Algunos eruditos, como Tikva Frymer-Kensky plantea las hipotéticas conexiones entre Asera y la figura de Sophia en la tradición bíblica en su obra «In the Wake of the Goddesses: Women, Culture, and the Biblical Transformation of Pagan Myth». En este sentido, Sophia, interpretada como la Sabiduría Divina, podría ser una manifestación evolucionada de la antigua deidad Asera, fusionando elementos culturales previos con nuevos significados teológicos.]

[28] Bulgákov, S (1993) Sophia, the Wisdom of God: An Outline of Sophiology (Library of Russian Philosophy), Lindisfarne Books, England.

[29] Juan 1:1 «1 Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.»

[30] Debe destacarse la devoción a María concentra la fe del pueblo pobre y sencillo: uno de los rasgos más comunes de la fe de los pobres y de la religiosidad popular es la devoción a María. La fe del pueblo está fuertemente marcada por la dimensión mariana en los países católicos y ortodoxos.

[31] San Agustín. (1990) La Ciudad de Dios. Traducido por José María Gil, 2ª edición, BAC.

[32] Santo Tomás dice que «persona significa lo más perfecto que hay en toda la naturaleza, o sea, el ser subsistente en la naturaleza racional» (Suma Teológica, Ia, q. 29, a. 3, in c), por lo que posee “gran dignidad” (ad. 2) que pide ser reconocida y valorada. Ref: https://hjg.com.ar/sumat/a/c29.html

[33] «Tratad a los demás como queréis ser tratados, porque eso nos enseñan las profetas»

[34] Parábola de los trabajadores de la viña (Mateo 20:1-16) «Porque el reino de los cielos es semejante a un propietario que salió muy de mañana a contratar obreros para su viña. Después de acordar con los obreros pagarles un denario por día, los envió a su viña. Salió también cerca de la hora tercera y vio a otros que estaban en la plaza desocupados, y les dijo: ‘Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que sea justo.’ Y ellos fueron. Salió de nuevo cerca de la hora sexta y de la novena e hizo lo mismo. Al salir cerca de la hora undécima, encontró a otros que estaban desocupados y les dijo: ‘¿Por qué estáis aquí todo el día desocupados?’ Le dijeron: ‘Porque nadie nos ha contratado.’ Les dijo: ‘Id también vosotros a la viña.’ Cuando llegó la noche, el señor de la viña dijo a su mayordomo: ‘Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando desde los últimos hasta los primeros.’ Vinieron los de la hora undécima y recibieron cada uno un denario. Al llegar los primeros, pensaron que recibirían más, pero también ellos recibieron cada uno un denario. Al recibirlo, murmuraban contra el propietario, diciendo: ‘Estos últimos han trabajado una sola hora, y, sin embargo, les has dado la misma paga que a nosotros, que hemos soportado la carga y el calor del día.’ Pero él respondió a uno de ellos: ‘Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No conviniste conmigo en un denario? Toma lo que es tuyo y vete; pero quiero dar a este último, como a ti. ¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes envidia porque yo soy generoso?’ Así, los últimos serán primeros, y los primeros serán últimos».

[35] La teología del reemplazo o suplantación, sostiene que la Iglesia protestante ha reemplazado o suplantado al pueblo judío como el pueblo elegido de Dios. Según esta perspectiva, las promesas y bendiciones que Dios hizo originalmente al pueblo judío en el Antiguo Testamento ahora se aplican a la religión protestante. La teología de reemplazo tuvo una influencia significativa en el sionismo cristiano durante la época victoriana en Inglaterra en los tiempos del mandato del Primer Ministro Benjamin Disraelí (de ascendencia judía). Las élites financieras judías tuvieron notable influencia en la política británica del siglo XIX, debido a matrimonios entre familias judías adineradas y la antigua aristocracia terrateniente empobrecida en los siglos XVI y XVII. Las ideas que forman teología se extendieron a los Estados Unidos, donde el sionismo cristiano alcanzó popularidad entre los evangélicos durante el siglo XIX y principios del XX, y pasó a formar parte del corpus ideológico de los neoconservadores norteamericanos a finales del siglo XX y principios del XXI.

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