Para dar luz a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte (Lc. 1, 79)
La pregunta por el sentido de la existencia ha de enfrentarse tarde o temprano al problema de la muerte. Ninguna antropología puede considerarse “filosófica” si elude este problema o lo intenta escamotear con evasivas o simples “paños calientes”. El hombre no solo muere, sino que es el ser que sabe que tiene que morir. Lo que hace particularmente trágica –a la par que temible- a la muerte no es, pues, el hecho natural del deceso, común a todos los seres vivos, sino la consciencia que nos deja postrados en la impotencia moral ante la inevitabilidad del mismo. ¿Por qué morir? La teología cristiana cree saberlo. Es por ello que la antropología metafísica no puede escorar la teología de la muerte que solo una antropología teológica está en condiciones de brindarnos. El hombre muere por el pecado de nuestros primeros padres. De ahí que Dios mismo se hiciera hombre hasta la muerte para que la falta paradisíaca del primer Adán pudiera sernos perdonada por el segundo. De ahí también la necesidad de, como dice el teólogo católico Karl Rahner en su Sentido teológico de la muerte (1958), “un conmorir con Cristo en que la muerte no queda reducida únicamente a su carácter de castigo del pecado”. Pero el caso es que el hombre sigue muriendo. El hombre de carne y hueso muere “en cuerpo y alma”, y por mucho que crea que la muerte no es más que una pausa, acaso una coma entre la vida terrenal y la eterna, ese tránsito sigue siendo un amargo cáliz que ninguna remisión de los pecados ha logrado apartar hasta ahora de la existencia. Como dice el filósofo alemán Hans Blumenberg, “no cabe consolar a nadie de que se tiene que morir”. Pero si “el hombre es un ser necesitado de consuelo”, como reconoce el propio Blumenberg, justo es que tenga que mostrarse más necesitado del mismo allí donde, desprovisto de toda esperanza, no puede haber consuelo alguno.
Nuestra actitud ante la muerte no deja de ser un signo del valor que otorgamos a la vida humana, el cual depende a su vez de la respuesta que se dé al problema de Dios. El pesimismo vital de los griegos les tuvo que hacer ver la muerte necesariamente como un bien, pues la vida no dejaba de ser un mal para ellos. Como canta Sófocles en el invierno de su vejez:
El no haber nacido triunfa sobre cualquier razón. Pero ya que se ha venido a la luz lo que en segundo lugar es mejor, con mucho, es volver cuanto antes allí de donde se viene (EC., 1225 ss.).
Sin embargo, de todos resulta conocido el pasaje de la Odisea donde Aquiles le dice a Ulises que “preferiría ser un labrador que fuera siervo de un hombre pobre” a rey en el mundo de los muertos (Od., XI, 489-490). Si los hombres son “los mortales” es porque entre ellos y la inmortalidad de los dioses media un abismo. Aun considerando la muerte como un mal derivado del pecado, el cristianismo habría superado el pesimismo griego mediante la promesa de una vida eterna para aquel que cree en la Palabra de Dios. Esa promesa, sin embargo, parece resultar insatisfactoria no tanto para el hombre incrédulo como para el que angustiado por la duda no acepta que el absurdo sea lo que acaba certificando el sinsentido último de la vida. Como se ve en Antonius Block, el protagonista de la película de Ingmar Bergman El séptimo sello (1957), lo que hace temible a la muerte no puede ser ésta como tal, pues lo que teme realmente el hombre es la falta de sentido que la muerte sella para la vida si el Dios vivo de la fe finalmente se oculta como el Dios ausente de los filósofos y los sabios. La muerte es solo la realidad definitiva si con su silencio Dios demuestra que la nada es lo único que existe. En su obra clásica El otoño de la Edad Media (1919), Johan Huizinga nos ha ilustrado cómo “no hay época que haya impreso a todo el mundo la imagen de la muerte con tan continuada insistencia como el siglo XV”. El séptimo sello no deja de relacionarse con la época de la peste negra que nos pinta en vivos trazos el gran humanista neerlandés en ese libro inolvidable, si bien la cronología de las Cruzadas no se corresponde históricamente con la fecha del regreso del caballero templario a Suecia. ¿Qué imagen de la muerte tenía este hombre tardomedieval en trance de devenir moderno? ¿Por qué el problema de Dios es inseparable del problema del hombre y del sentido de la existencia? Son las preguntas que nos proponemos responder a continuación apoyándonos en el filme de Bergman.
El séptimo sello tiene, sin duda, una impronta apocalíptica. Su título hace alusión al siguiente pasaje del Apocalipsis de San Juan que se cita al principio y al final de la película: Y cuando abrió el séptimo sello hubo un silencio en el cielo, por espacio como de media hora. Y vi siete ángeles, que estaban en pie delante de Dios, a los cuales fueron dadas siete trompetas… Y los siete ángeles, que tenían las siete trompetas se dispusieron a tocarlas (Ap. 8, 1-2, 6). En la visión joánica, pues, la apertura del séptimo sello marca el comienzo del septenario de las siete trompetas que dan lugar a una serie de catástrofes naturales que concluyen con el Juicio Final. La historia de la exégesis de este pasaje, en particular de la expresión “silencio en el cielo” (σιγὴ ἐν τῷ οὐρανῷ), parece haber suscitado una variedad casi infinita de interpretaciones. Sobre el mismo ha escrito un autor contemporáneo: “Apc 8,1 describe la desesperanzada situación de la apariencia de que Dios no es Dios ni Cristo es Cristo ante el grave conflicto que se debate en el mundo y en el que se juega la esperanza del creyente” (Manuel Benéitez). No podemos esperar, obviamente, que Bergman haya arrojado en su película alguna luz sobre el indescifrable “séptimo sello” de Ap. 8, 1. Antes al contrario, el tiempo de silencio que precede a la Parusía en el libro del profeta de Patmos no se reduce en este filme a un intervalo simbólico de media hora, sino que alberga la sospecha casi “herética” de la suspensión definitiva de la propia Revelación. El silencio del cielo es el propio silencio de Dios que sume al hombre en la desesperación ante el carácter absurdo de la muerte privando, así, a la vida de todo sentido. En el diálogo que Antonius Block mantiene en el confesionario de la iglesia con la Muerte personificada es ésta la que sugiere al atribulado caballero la posibilidad de que no haya realmente respuesta a sus preguntas:
-¿Por qué la cruel imposibilidad de alcanzar a Dios con nuestros sentidos? ¿Por qué se nos esconde en una oscura nebulosa de promesas que no hemos oído y de milagros que no hemos visto? Si desconfiamos una y otra vez de nosotros mismos, ¿cómo vamos a fiarnos de los creyentes? ¿Qué va a ser de nosotros los que queremos creer y no podemos? ¿Por qué no logro matar a Dios en mí? ¿Por qué sigue habitando en mi ser? ¿Por qué me acompaña humilde y sufrido a pesar de mis maldiciones, que pretenden eliminarlo de mi corazón?, ¿Por qué sigue siendo a pesar de todo una realidad que se burla de mí y de la cual no me puedo liberar? ¿Me oyes?
-Te oigo…
-Yo quiero entender, no creer… No debemos afirmar lo que no se logra demostrar. Quiero que Dios me tienda su mano, vuelva su rostro hacia mí y me hable…
-Él no habla.
-Clamo a él en las tinieblas y desde las tinieblas nadie contesta a mis clamores…
-Tal vez no haya nadie…
-¡Pero entonces la vida perdería todo su sentido! ¡Nadie puede vivir mirando a la muerte y sabiendo que camina hacia la nada!
-La mayor parte de los hombres no piensa ni en la muerte ni en la nada.
-¡Pero un día llegan al borde de la vida y tienen que enfrentarse a las tinieblas!
-Sí, y cuando llegan…
-¡Calla! Sé lo que vas a decir, que nos hace crear el miedo una imagen salvadora y esa imagen es lo que llamamos Dios.
En El miedo en Occidente (1978), el historiador francés Jean Delumeau ha hablado del sentimiento de fragilidad de una civilización que habría llevado a una obsesión por la muerte en los siglos XIV y XV. Pero el miedo a la muerte que nos hace crear la imagen de Dios quizá no sea otra cosa que el miedo a la imposibilidad de pensar la nada. Si la nada es impensable es porque la muerte es cabalmente lo inimaginable. He aquí el horror ontológico primordial que, sin embargo, no ha impedido que la fe en la nada, según el filósofo italiano Emanuele Severino, se haya convertido en la “locura de Occidente”. Una vez más el símbolo debe acudir aquí en auxilio del hombre para representar lo que de otra manera permanecería en una inconceptuabilidad insoportable. En El séptimo sello el ajedrez es una metáfora del combate eterno entre la vida y la muerte. En efecto, como he escrito en otro lugar, este milenario juego ha dado y dará que pensar… Recordemos el soneto de Borges: También el jugador es prisionero / (la sentencia es de Omar) de otro tablero / de negras noches y blancos días. Las piezas prisioneras de la voluntad del jugador sirven aquí para metaforizar el hecho innegable de que el hombre no tiene en sus manos las condiciones de su existencia. El jugador es movido por otro y Dios sólo es aquí una palabra venerable para nombrar lo eternamente sin nombre. Como toda metáfora, en realidad podría ser sustituida por otra. ¿O no? Dios sería entonces la “metáfora absoluta” por antonomasia. El hombre es un animal que juega. Y mientras juega puede decirse que consigue eludir su propia muerte. La vida es juego, pero un juego mortal. En El séptimo sello, el caballero consigue aplazar su ocaso inevitable jugando una partida de ajedrez con la misma figura de la Muerte. Pero en la partida de la vida la muerte siempre gana. El tiempo que ella se toma en darnos jaque mate es el que nosotros tenemos para encontrar el sentido de la vida (si lo hubiere). En la partida de la vida se juega siempre con tiempo, el tiempo que la muerte nos concede para que nos hagamos la ilusión de que podemos vencerla. En la discreta sucesión de negras noches y blancos días en que se devana nuestra existencia, una sola noche negra nos espera. Lúgubre alegoría del destino del hombre que nimba la imagen del juego de ajedrez con un aura misteriosa, el misterio mismo de la vida y de la muerte.
Don Quijote comparaba la vida con “la comedia y trato de este mundo”, función que siempre acaba con la muerte, comparación que su fiel escudero celebra y complementa con la imagen del mundo como tablero de ajedrez. Brava comparación -dijo Sancho-, aunque no tan nueva, que yo no la haya oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura (DQ, II, 12). La muerte juega al ajedrez (c. 1480) es una pintura mural del pintor Albertus Pictor que Bergman contempló en la iglesia de Täby en Suecia. En una cinta descolorida que acompaña la escena puede leerse “Ahora te daré jaque mate” (Jak spelar tik matt), mensaje moralizante que se corresponde con las representaciones plásticas de la muerte a finales de la Edad Media y que vemos representadas en la extraordinaria escena de la iglesia donde el escudero Juan habla con el pintor de las mismas. Ubi sunt qui ante nos in hoc mundo fuere?, ¿dónde están quienes vivieron antes que nosotros?, he ahí un tópico literario latino que no deja de aparecer, por lo demás, en el motivo de la danza de la muerte ejemplificada en las pinturas y en la escena final de El séptimo sello.
En el prólogo del guion el propio director nos ha revelado su intención a la hora de rodar una película que se suele clasificar dentro del género del “expresionismo simbólico”: “El Séptimo Sello es una alegoría con un tema muy simple: el hombre, su eterna búsqueda de Dios, y la muerte como única certeza”. Pues bien, ser hombre significa tomar postura respecto a una determinada concepción de Dios. La actitud ante la muerte, desde ese punto de vista, no es más que el reverso de la actitud que se tiene ante la fe. De ahí que el existencialismo ateo del siglo XX haya tenido que negar a Dios para que el hombre pudiera convertirse en el hacedor del sentido de su existencia. Pero desaparecido el Creador ese sentido solo puede construirse desde la nada. No es extraño, por tanto, que tras la muerte de Dios hayamos tenido que ver anunciado también la muerte del hombre. Podríamos pensar entonces que la actitud ante la muerte de Juan, el jovial escudero de Antonius Block, es justo la contraria de la del caballero templario. Si Block quiere comprender y no puede, Juan cree saber la verdad sobre Dios y el significado de la muerte: Aquél no existe y ésta no es nada. Pero tras el materialismo escéptico y el descarnado cinismo del último, un Sancho Panza sin la entrañable candidez del escudero cervantino, se oculta una desesperación aún mayor que la de su quijotesco señor, pues la certeza de la muerte puede comprometer más la razón que la duda sobre la existencia de Dios. En efecto, en presencia de la bruja condenada a las llamas por la superstición que ha de señalar siempre un chivo expiatorio para explicar las desgracias de los hombres, el escudero no puede ya seguir ocultando su horror ante la amarga verdad que vislumbra en el vacío insondable de la mirada de la joven inocente, acaso la verdad de que la muerte es la muerte eterna, la “segunda muerte” de la que se habla en el Apocalipsis (cf. Ap. 21, 8; 2, 11; 20, 6; 20, 14-15).
A diferencia de Ordet, pues, una película que por su temática y estilo se encuentra muy cerca de la del cineasta sueco, el triunfo de la muerte parece definitivo en El séptimo sello. La apuesta fideísta de Dreyer aboca al agnosticismo agónico de Bergman en un siglo en el que el ateísmo no tardaría en postularse como un credo de masas. Pero nos equivocaríamos si pensáramos que esta obra maestra supone una lección de pesimismo existencialista. Pues si bien es cierto que en la era atómica Bergman no podía plantear de nuevo la idea de un milagro como símbolo de la fe (symbolum fidei), osado recurso del que se valió el gran danés para mostrar quizá cómo la decisión de creer depende de la necesidad de la gracia divina, el director sueco acabaría atenuando la imagen apocalíptica del mundo bajomedieval –un mundo que también era el suyo y ahora es el nuestro- con la esperanza de la vida que milagrosamente escapa in extremis al omnímodo poder de la muerte. Ni Karin, la esposa del caballero, ni la misteriosa mujer sin nombre que acompaña a Juan en su camino al castillo de Block aparecen en esa macabra danza final con la que finaliza esta gran película. ¿Cuál es el milagro de la vida que concede al hombre morir de su muerte? Esa vida es la vida de los juglares José, María y su hijo Miguel, cuya santa simplicidad y buen humor incluso en medio de la desolación de la realidad que les ha tocado vivir constituye una “revelación” para Antonius Block en una escena que es, sin duda, la clave del filme… El caballero de la fe perdida encuentra por fin un significado para su vida que nos hace sentir por un instante, hayamos conseguido matar a Dios en nosotros o no, el misterio del amor como un sacramento de belleza mientras la máscara de la muerte no puede menos que sonreírnos burlonamente desde el telón de fondo del sueño de la vida.