La pregunta por el sentido de la existencia ha de enfrentarse tarde o temprano al problema de la muerte. Ninguna antropología puede considerarse “filosófica” si elude este problema o lo intenta escamotear con evasivas o simples “paños calientes”. El hombre no solo muere, sino que es el ser que sabe que tiene que morir. Lo que hace particularmente trágica –a la par que temible- a la muerte no es, pues, el hecho natural del deceso, común a todos los seres vivos, sino la consciencia que nos deja postrados en la impotencia moral ante la inevitabilidad del mismo.