Panopticum pornographicum

Panopticum pornographicum. Luis Durán Guerra

Uno entra en su propia vida como en una pantalla.

(Jean Baudrillard, Pantalla total)

 

Pero son como nosotros. Es la respuesta de Sócrates a la pregunta de Glaucón sobre la extraña escena que él mismo describe en el libro VII de la República. ¿Dónde reside la fuerza de esta imagen que aún hoy nos da que pensar? La caverna de Platón es una alegoría de “la sociedad del espectáculo” (Debord). Sin embargo, a diferencia del más grande mito de la filosofía occidental, el antro digital en el que vivimos carece de salida. Las salidas de caverna, por emplear el título de un libro de Blumenberg, se han revelado como una imposibilidad ontológica para el homo digitalis. La diferencia dentro/fuera, como la de hombre/máquina, queda virtualmente abolida en el tercer entorno.

En su libro Los Señores del aire: Telépolis y el Tercer entorno (2000), Javier Echeverría introduce esta noción para distinguirla de los entornos naturales y sociales en los que se ha desarrollado la vida humana hasta la aparición de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación. Pero el tercer entorno está absorbiendo hoy al primero y al segundo. De facto, no vivimos más que en las realidades (virtuales) del tercer entorno. El llamado metaverso no es más que el sueño utópico de la humanidad de romper el límite entre realidad y virtualidad, entre vida experimentada e imaginada. La abolición de la distancia ontológica: he ahí el fenómeno más relevante de la revolución digital de nuestro tiempo. Baudrillard lo ha dicho muy bien en su artículo de 1996 “Pantalla total”:

«Vídeo, pantalla interactiva, multimedia, Internet, realidad virtual: la interactividad nos amenaza por todos lados. Lo que estaba separado se ha confundido en todas partes, y en todas partes se ha abolido la distancia: entre los sexos, entre los polos opuestos, entre el escenario y la sala, entre los protagonistas y la acción, entre el sujeto y el objeto, entre lo real y su doble.»

La abolición de la distancia debería implicar a fortiori la desaparición de la figura del espectador. La sociedad del espectáculo, paradójicamente, tendría que carecer de espectadores. Espectáculos sin espectador es la fórmula de la tecnocaverna (Echeverría) en la que nos encontramos concentrados sin esperanza de salida. “¿Apogeo o fin del espectador?”, pregunta Baudrillard. “Cuando todos se vuelven actores ya no hay acción ni escenario. Fin de la ilusión estética”, es su respuesta. La técnica está, pues, lejos de ser una herramienta axiológicamente neutral que el hombre puede utilizar bien o mal, prejuicio humanista que todavía persiste en ciertos planteamientos del problema, sino un armazón (Gestell) o dispositivo que no sólo determina apriorísticamente nuestra relación con la realidad, sino que crea la propia realidad. El análisis de Baudrillard confirma el diagnóstico de Heidegger sobre la esencia metafísica de la técnica. Escribe el sociólogo y filósofo francés:

«Las máquinas sólo producen máquinas. Eso es cada vez más cierto a medida que se van perfeccionando las tecnologías virtuales. A cierto nivel de maquinización, de inmersión en la maquinaria virtual, deja de haber distinción hombre/máquina: la máquina está en los dos lados del interfaz. Quizá ya sólo seamos su propio espacio, el hombre convertido en la realidad virtual de la máquina, su operador en espejo. Eso guarda relación con la esencia misma de la pantalla. No existe un más allá de la pantalla como existe un más allá del espejo.»

Pero que no haya un más allá de la pantalla tiene que implicar necesariamente que la salida de la caverna está definitivamente sellada para una humanidad que no siente su propio encierro como un cautiverio. La abolición de lo real y su doble supone el fin del platonismo europeo o, lo que es lo mismo, la aparición de un platonismo de la inmanencia para el que no hay más realidad que el baile nietzscheano de máscaras que se suceden sin solución de continuidad en el espacio virtual del tercer entorno. Si la pantalla es total no puede haber tampoco un más allá que refleje la verdad desnuda en el espejo roto de la naturaleza y, por ende, tampoco la figura de un espectador desinteresado que contemple desde fuera la escena. Cabe entonces preguntar: ¿hay alguien que nos observe detrás de la pantalla?, ¿desaparecemos en la invisibilidad de la realidad virtual o, por el contrario, resultamos en ella más visibles que nunca?

Uno de los pasajes más impresionantes de 1984, la novela distópica de George Orwell, es el momento en el que la “voz de hierro” de la telepantalla irrumpe en la casa donde Winston y Julia creen sentirse por un tiempo a salvo de la mirada del Gran Hermano. En una sociedad de la vigilancia como la que propone Orwell hay siempre alguien detrás de la pantalla. Alguien que puede vernos cuando quiera incluso si creemos que no lo está haciendo.

Vosotros sois los muertos repitió la voz de hierro.

Ha sido detrás del cuadro murmuró Julia.

Ha sido detrás del cuadro repitió la voz. Quedaos exactamente donde estáis. No hagáis ningún movimiento hasta que se os ordene.

¡Por fin, aquello había empezado! Nada podían hacer sino mirarse fijamente. Ni siquiera se les ocurrió escaparse, salir de la casa antes de que fuera demasiado tarde. Sabían que era inútil. Era absurdo pensar que la voz de hierro procedente del muro pudiera ser desobedecida. Se oyó un chasquido como si hubiese girado un resorte, y un ruido de cristal roto. El cuadro había caído al suelo descubriendo la telepantalla que ocultaba.

Las cosas ocurren de muy distinta manera en la sociedad del espectáculo. Desaparecida la distancia entre sujeto y objeto, el sujeto que se realiza en el tercer entorno deviene simultáneamente objeto. La pantalla total es en realidad una red de pantallas en espejo cuyas mónadas sí tienen ventanas, pero éstas lejos de estar abiertas al mundo o a la voz de hierro de un Big Brother no hacen sino reflejarse mutuamente ad infinitum. Para ver hay que soportar el inconveniente de tener que ser vistos. ¿Cunde en este caso el pánico, como cree Baudrillard, o es la óptica pasiva el precio que estamos dispuestos a pagar por el placer de poder mirar(nos)? El deseo de desaparecer es tan fuerte como el de ver. Pues si queremos desaparecer es porque, como en el mito del anillo de Giges, queremos ver sin ser vistos. El sujeto-objeto de la pantalla total, sin embargo, cumple su primer deseo a costa del segundo. Debe renunciar a la invisibilidad para tener un acceso ilimitado al ámbito de lo visible. La cruz de poder mirar la pantalla es dejarse –aunque no seamos conscientes- mirar a su vez por ella.

La sociedad del espectáculo es una sociedad de la transparencia. En La sociedad transparente (1989), sin embargo, el recientemente fallecido Gianni Vattimo, no consideraba que la transparencia fuera en sí misma el sello distintivo de la llamada sociedad de la comunicación, sino que antes bien era de la opinión de que nuestras “esperanzas de emancipación” se derivaban del “caos” relativo de los mass media. En su libro del mismo título, La sociedad de la transparencia (2012), el filósofo surcoreano afincado en Alemania Byun Chul-Han no comparte el optimismo del fundador del pensiero debole. No estaríamos ante el final del panóptico, argumenta en un capítulo de su ensayo, sino ante la emergencia de un “panóptico digital” de carácter no perspectivista. A diferencia, pues, del panóptico de Bentham, donde la situación del que ve sin ser visto es central, en el panóptico digital del siglo XXI desaparece la diferencia entre centro y periferia. Según Han: “Mientras que los moradores del panóptico de Bentham son conscientes de la presencia constante del vigilante, los que habitan en el panóptico digital se creen que están en libertad”. El final del “espacio perspectivista”, anunciado por Baudrillard, no es el final del panóptico, como tampoco el fin de la sociedad disciplinaria supone el fin de la sociedad de la vigilancia y del control.

Las “esperanzas de emancipación” de las que habla Vattimo no serían para Han más que imágenes de alienación. La sociedad transparente no supone el fin de la modernidad, sino el cumplimiento de la misma como época de la imagen del mundo. Pues que el mundo devenga finalmente imagen, como sabía Heidegger, es el secreto anhelo del hombre en tanto moderno. Y ello a despecho de que puedan proliferar también en aquélla múltiples imágenes del mundo (Weltanschauungen). Si en el panóptico digital de la sociedad de la transparencia el mundo ya no es mundo es porque se ha enajenado definitivamente en imágenes inmundas. Pero entre la imagen y el ojo ya no hay distancia, condición sine qua non para todo arte que se precie de saber ver, sino la inmediatez de un contacto pornográfico. ¿Qué es lo que convierte, pues, al panóptico digital en un panóptico pornográfico? Byun Chul-Han lo tiene claro:

«Las imágenes se hacen transparentes cuando, liberadas de toda dramaturgia, coreografía y escenografía, de toda profundidad hermenéutica, de todo sentido, se vuelven pornográficas. Pornografía es el contacto inmediato entre la imagen y el ojo. Las cosas se tornan transparentes cuando se despojan de su singularidad y se expresan completamente en la dimensión del precio. El dinero, que todo lo hace comparable con todo, suprime cualquier rasgo de lo inconmensurable, cualquier singularidad de las cosas. La sociedad de la transparencia es un infierno de lo igual.»

Se trata de nuevo de la abolición de la distancia, en este caso de la distancia entre la imagen y el ojo, entre lo que se ve y el acto de ver. Así pues, la imagen pornográfica no tendría tanto que ver con un contenido sexualmente explícito como con la obscenidad de la inmediatez implantada en el contacto entre la imagen y el ojo. En la “imagen vídeo”, como ya anticipó McLuhan a propósito de la televisión, se produce una “interacción táctil” que suprime esa distancia entre escenario y mirada que todavía se mantiene en ciertas artes visuales como la fotografía, el cine y la pintura. El ojo enfermo del homo videns ya no es capaz de mirar “de lejos”. La abolición de la distancia entre la imagen y el ojo no supone tanto el final como la enfermedad de la mirada. Escribe Baudrillard:

«Inmersión celular, corpuscular: uno penetra en la sustancia fluida de la imagen para modificarla eventualmente, del mismo modo que la ciencia se infiltra en el genoma, en el código genético, para transformar desde ahí al cuerpo mismo. Uno se mueve como quiere y hace lo que quiere con la imagen interactiva, pero la inmersión es el precio de esta disponibilidad infinita, de esta combinatoria abierta.»

En el panopticum pornographicum desaparece lo que Simmel llamaba el “derecho al secreto” en nombre de un deber moralista de transparencia. Al contrario de la caverna de Vico, donde el gigante prehumano se ocultaba pudorosamente de la presencia de Zeus para satisfacer sus necesidades bestiales, la tecnocaverna digital de nuestro tiempo se presentaría como un lugar de sobreexposición en el que cada uno puede mostrarse al desnudo ante los demás sin ningún tipo de rubor o vergüenza. El psicólogo norteamericano John Suler ha hablado de un “efecto de desinhibición online” como consecuencia de la ilusión de anonimato que tienen los usuarios de la red. La caverna digital no es realmente caverna sino “selvática” sabana: un espacio de visibilidad expuesto a la mirada del otro. Hoy tenemos instaladas en nuestras casas cámaras como otras tantas ventanas abiertas a la mirada promiscua de unos vigilantes de los que, a diferencia del panóptico de Bentham, no somos conscientes porque en realidad somos nosotros mismos. La sociedad de la transparencia es una sociedad del simulacro en la que, como acertadamente ha observado Gérard Pommier, corremos el riesgo de “morir de pantalla”. Lo que determina, pues, el carácter pornográfico de la imagen del panóptico massmediático no es otra cosa que su “valor de exposición”. Con esta expresión se refería Benjamin a un valor de las cosas que no se puede reducir ni al valor de cambio ni al valor de uso.

«En la sociedad expuesta, -escribe Han- cada sujeto es su propio objeto de publicidad. Todo se mide en su valor de exposición. La sociedad expuesta es una sociedad pornográfica. Todo está vuelto hacia fuera, descubierto, despojado, desvestido y expuesto. […] Es obsceno el pornográfico poner el cuerpo y el alma ante la mirada.»

¿Por qué no somos conscientes de la constante presencia de los vigilantes? ¿De dónde procede, pues, la creencia infundada de los habitantes del panóptico digital en su libertad? Sin duda, ésta no parece derivarse de alguna suerte de envilecimiento moral del “simio informatizado” (Gubern), sino de la propia naturaleza transparente del medio digital y no sólo de las imágenes interactivas que circulan por él. Tanto Vattimo, al cifrar “esperanzas de emancipación” en los mass media, como Han, con su crítica cultural del “panóptico digital”, parecen haber pasado por alto esta naturaleza, descuido que habría llevado al primero a esperar demasiado justamente de la falta de transparencia de los medios de comunicación, y al segundo a rechazarlos de plano sin tener suficientemente en cuenta su necesidad. Si el italiano encuentra la emancipación en los media, el surcoreano apuesta por emanciparse de los mismos. Sin embargo, ni una cosa ni otra resultan posibles. Al hablar de emancipación, tanto Vattimo como Han hablan el lenguaje ilustrado del platonismo que regresa a la caverna porque cree poder salir de la misma.

Ahora bien, el hombre no puede salir jamás de la caverna, sino que como demuestra la odisea de nuestra especie ha salido siempre de una para meterse en otra. Ni siquiera el primer entorno, la naturaleza, ni el segundo, la ciudad, representan sensu stricto “el afuera” de ese otro tercer entorno constituido por los medios de comunicación de masas y al que como un paraíso perdido nos sería lícito regresar. Si nos sentimos libres en la caverna digital es porque no podemos ver desde fuera las cadenas que nos mantienen dentro de ella. La sensación de invisibilidad, la ilusión de anonimato o la imaginación disociativa que nos lleva a pensar en la red como una realidad paralela, son algunos de los mecanismos de interacción digital señalados por la “ciberpsicología” y que explicarían la supuesta libertad que nos parece gozar en Internet. Como el cuerpo, el cual nos pasa desapercibido precisamente cuando está sano, el ciberespacio es en sí mismo un medio transparente cuando funciona y, en esa misma medida, invisible para sus potenciales usuarios. Miramos vivir e incluso nos miramos vivir, pero no podemos vernos mirando.

El hombre distancia la realidad convirtiéndola en telerrealidad. Ni las cosas ni la mirada de los otros resultan soportables. De ahí que en la caverna digital no se trate con cosas, sino siempre con simulacros de cosas. De ahí que la mirada del otro sea también configurada por el Yo digital cuando no se obtiene la respuesta esperada de los demás. Si lo que nos escamotea la virtualidad no es otra cosa que la realidad, entonces no cabe lamentar ninguna perdida, pues no otro ha sido el anhelo de la humanidad desde que abandonando la sabana entrara en la cueva de la cultura. Ahora bien, si lo que nos escamotea la virtualidad es la propia virtualidad, si entramos en la caverna para estar dentro como estaríamos “fuera”, como así parece ocurrir en el panóptico pornográfico donde los cuerpos y las almas quedan expuestos a la luz cegadora de la sociedad del espectáculo, sería preciso denunciar, e incluso escapar de ese infierno de lo igual. El pánico no nace, pues, de nuestra conversión en objetos, duro precio que hemos tenido que pagar por la inmersión en el panóptico digital, sino de la desconexión, la cual nos confronta con el absolutismo de una realidad que parecía olvidada. Pero detrás de la pantalla no estará ya el ojo omnisciente del Gran Hermano, y es que no hay un “afuera” de la pantalla total y de su hipertexto. Quienes supuestamente podrían ocupar ese lugar, los Señores del aire, seguirán ofertando sus “esperanzas de emancipación” para acabar al mismo tiempo con toda idea de emancipación, pero lo harán sin salir de la caverna. Y es que si son ellos los que son como nosotros cabría espetarles con tanta más razón una frase irónica de Jean Paul que se encuentra en su novela Die unsichtbare Loge y que Blumenberg no puede menos que citar con regocijo: “¡Ah, no somos más que sombras temblorosas! ¿Y una sombra quiere, con todo, despedazar a la otra?”.

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