Consuelo de botellín

Consuelo de botellín. Iván Vélez

Nada tiene de extraño que uno de los integrantes del Pacto de los botellines acabara montando una taberna en el muy tabernario Madrid. En concreto en el barrio de Lavapiés en el que sus compañeros de viaje colocaron en su día una placa en honor al mantero Mame Mbaye, en la que se podía leer una grave acusación -«fue víctima del racismo institucional del Estado español»- y figuraba una previsible omisión: la de la palabra España.

Hace casi ocho años, no muy lejos de donde se instaló la placa, se celebró el mentado pacto, en el que Pablo Iglesias Turrión y Alberto Garzón, hoy retirados de la primera línea política, brindaron con botellines de Mahou por una alianza que se demostró débil, pues el sumarismo, protegido por el sanchismo, ha terminado por arrinconar y dividir a Unidas Podemos. De aquella alianza queda una Izquierda Unida que palidece ante la irrupción de muy diversas marcas alternativas y la marca con la que la pareja de Iglesias, acompañada de su fiel Belarra, trata de arañar un escaño en el Parlamento europeo.

A Iglesias, frustrado asaltante de los cielos políticos rescatado por los poderes mediáticos que lo lanzaron, le ha ocurrido algo parecido a la protagonista de la canción La bombilla, de Mártires del Compás, en la que Chico Ocaña cantaba: «Quiso comerse el mundo/y se comió una esquina…». De ministro con tintes rasputinescos a empresario hostelero, profesión honrada, pero muy alejada de las ambiciones de quien, en su día, alargaba sus lecciones universitarias en bares de refrescantes aseos.

La carta de consumiciones y bebidas que se expenderán en la Taberna Garibaldi, instalada en una castiza peluquería, acaso como recuerdo del pelo largo, incluye cócteles como el Che Daiquiri o el más orgánico Gramsci Negroni. Fiel a la toponimia del régimen multinivel, quizá como recuerdo de aquella emocionante jornada en la Herriko taberna, los parroquianos de la tasca de Iglesias no trasegarán cervezas de Bilbao ni de san Sebastián, sino de Bilbo y Donosti. A la bebida le acompañarán platos como el Salmorejo partisano, las enchiladas Viva Zapata, o unas carrilleras Brigada Garibaldi vedadas para los veganos que, previsiblemente, se acerquen a la taberna.

Nada tiene de particular que en una ciudad como Madrid se abra un bar o taberna temática. Las hay de todos los colores, incluidas las que cultivan los símbolos que abomina Iglesias. Ejemplo de ello es Una, Grande, Libre, el bar que Chen Xiangwei, el célebre Chino facha, regenta en el mucho más popular barrio de Usera. Es probable, incluso, que Iglesias y sus socios, el poeta Sebastián Fiorilli y el cantautor Carlos Ávila, hayan desplegado este fetichismo no exento de contradicciones, teniendo como referencia, para convertirse en contrafigura tabernaria, esos bares de un simbolismo patriótico inasumible para el así llamado Marqués de Galapagar.

La taberna Garibaldi, en cualquier caso, simboliza a la perfección los límites de aquella retórica rapeante y llena de tópicos que embaucó a jóvenes y a nostálgicos hace una década. La fallida demolición de la casta anunciada por los beneficiarios de la indignada primavera de 2011, tienen ahora un ámbito concreto, un lugar donde encontrar consuelo de botellín y, una barra en la que, como dijera Lapido en Mi sombra y yo, hacer la revolución.

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