El tocho

Tocho. José Vicente Pascual

Si mi amigo Giner Alonso lee este artículo seguramente dejará de ser mi amigo, pero en fin: vamos al riesgo. Mi amigo Giner Alonso me ha enviado su último libro, un ingenio de mil quinientas páginas encuadernadas en formato ladrillo. La cartero ha subido el paquete a casa y se ha quejado del peso. No le he dicho que se trataba de un libro porque la buena mujer, convencida en su esfuerzo profesional, se habría sentido decepcionada, como si alguien le hubiese gastado una broma fuera de época. Hay cosas en la vida para las que conviene tener mesura y esto de escribir y publicar libros es una de las principales a las que debe prestarse atención; además, si quieres conservar a tus amigos no conviene cargarlos con el obsequio de mil quinientas páginas como panal de abejas furiosas de agonía. Mi mujer, nada más desempaquetar el volumen y ponerle la vista encima, ha dicho: “Este hombre no está bien de la cabeza”. No he respondido porque juzgar la salud mental de otros implica examinar antes la propia, por aquello de autorizarse, y no estoy para tanto análisis y además no habría salido con nota; pero sí, hay algo enfermizo, no del todo lógico, en la dedicación literaria, la poesía en este caso, y sobre todo en cómo la practican algunos incondicionales. También en la manía de escribir novelas hay pulsiones oscuras. Josep Pla decía que el hombre que lee novelas después de los treinta y cinco años es un majadero. De quienes las escriben no dijo nada, pero se puede imaginar lo que pensaría de ellos.

El libro de Giner es un disparate enciclopédico, una pretensión descortés que lo ha llevado a reunir en un solo volumen todos sus escritos y todo lo que otros han escrito sobre él: críticas, reseñas, comentarios y ditirambos, entrevistas, estudios académicos —por fortuna no muy abundantes, tampoco obcecados en la extensión—, dedicatorias, conferencias pronunciadas y charlas en las que se le ha mencionado… Incluso aparecen algunas notas firmadas por celebridades literarias, agradeciendo el envío de algunas ediciones, libros que, supongo, los destinatarios nunca leyeron. En suma, el bueno de Giner se ha empeñado en inmortalizarse y hacer grande su trayectoria como poeta por el método más grosero que se le puede ocurrir a un autor, amontonando papel impreso, una cantidad escabrosa de textos cuya importancia radica en que hablan de él o, peor aún, en los que él habla. No desdeño su palabra poética, sin embargo, pero me causa pudor ajeno y bastante grima que haya decidido convertir sus versos en paletadas de arena que se arrojan junto a muchos otros materiales de distinto valor —algunos de irrisorio precio—, para conseguir el efecto descomunal de un artefacto sin sentido, una especie de mausoleo recargado con falsas columnas, chimeneas que no calientan, cortinas sobre muros ciegos y escaleras marmóreas que ascienden y se multiplican pero no conducen a ninguna parte. Cualquiera diría: tiempo perdido. Cierto, pero también temo que Giner, aparte del tiempo, haya perdido, tal como sospecha mi mujer, la cabeza. O que esté en ello.

El libro de Giner Alonso igualmente me ha traído la evocación de esos mil objetos inanes —trastos— que deambulan miserablemente en todos los hogares y que perdieron su vínculo con la realidad cotidiana hace mucho tiempo, aunque nadie se ha atrevido a echarlos a la basura porque tienen cierto valor sentimental, porque alguna vez fueron importantes para alguien a quien queríamos y/o respetábamos. ¿Quién se arriesgaría a tirar al contenedor aquella navaja del abuelo, siempre afiladísima, a la que tanto aprecio tenía el anciano? Y el recordatorio de bodas de la querida prima, las botas militares que un tío lejano rescató tras cumplir el servicio de armas, el librito con cubiertas de nácar de la primera comunión, los trabajos manuales de la escuela, las figuras del belén cien veces rotas y cien veces recompuestas con pegamento, ¿quién se desharía de esos tesoros del pasado que llevan décadas sin el ánimo vital que presta la ilusión de la familia, como zombis tristes en un mundo y un hogar a quienes ya nada les importan? Giner, con su libro, ha perpetrado el desatino de imaginar toda esa quincalla doméstica reunida en un mercadillo, expuesta ante el vecindario para que todos la contemplen y digan algo bueno sobre ese montón de antiguallas, un horror de cosas desgastadas, la mayoría sin ninguna utilidad en sí mismas y con el único mérito de ser muchas, estar todas juntas y ocupar mucho sitio.

Creo que voy a perdonar a Giner porque ya lo dijo Juan Ramón Jiménez: “A los jóvenes hay que ayudarles, a los consagrados exigirles y a los viejos comprenderles”. Lo dejaremos en eso, en que ese libro exagerado y la eterna navaja afilada del abuelo son más o menos lo mismo: cosas de viejos, manías y fatigas que se deben respetar lo justo y, además, no queda otro remedio que comprenderlas.

 

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