La basura blanca ha existido desde que surgió la estructura de clases en Europa, hace miles de años. El progresista blanco lleva por aquí, veamos… unos cuarenta años. ¿Queréis apostar quién va a durar más?
Jim Goad
Manifiesto Redneck
El pasado miércoles 6 de noviembre, como primera digestión del arrasador triunfo de Donald Trump en las elecciones a la presidencia de los Estados Unidos de América, nuestra televisión pública, la ínclita y nunca suficientemente sectarizada RTVE, ofreció un ejemplo mantecoso y descarado de cómo la profesión periodística puede convertirse en abochornante oficio de impostores, mercenarios y propagandistas de barato al servicio del poder. En este caso y como era de esperar, la batahola llegó ajustada al discurso —el relato— del progresismo hispano, del gobierno y del amado líder Pedro, dirigente conocido en todo el orbe cristiano y algunos países musulmanes por lo profundamente enamorado que está de su mujer, a su vez muy conocida por lo profundamente hilandera y lo presuntamente corrupta que es la pobre. El presentador de La Noche en 24 Horas, el famoso Xavier Fortes, hombre de confianza puesto allí por la familia como defensor incansable del presidente, sus amigos y allegados, soltó bilis a raudales contra Trump, clamando su desesperación y reiterando la queja: ¿Cómo es posible que haya ganado un delincuente condenado entre otros motivos por acoso sexual, inspirador espiritual de hechos tan lamentables como el asalto al Capitolio en 2020, contrario a los derechos de las mujeres, de las minorías y de los inmigrantes? “¡Es el primer presidente condenado por los tribunales de su país y sin embargo ha ganado las elecciones!” —imprecaba al fiero destino electoral—. Los compañeros de cuerda de Fortes presentes en la mesa de opinión —y digo compañeros por no decir compinches, porque allí periodistas no había ninguno—, insistieron en el aspecto moral de la cuestión, en la paradoja de que la fiscal Kamala Harris hubiese perdido las elecciones ante el delincuente Trump; y porfiaron sin cortarse un pelo en el peligro para la democracia americana que supone la acumulación de poder en manos del nuevo presidente: el Congreso, el Senado y el Tribunal Supremo… La brillante conclusión, guinda de la tarta publicitaria anti-Trump, la puso uno de los tertulianos: “La prensa libre va a ser el único contrapoder, el único contrapeso real al mandato autoritario de Trump”. Con toda desfachatez y con toda desvergüenza se dijo aquello.
Empezando por ahí, por la prensa libre y la libertad de expresión y la libre circulación de ideas, ¿no tienen mugre que barrer en España los inmaculados opinólogos progresistas? ¿Nada que objetar al proyecto de Sánchez de legislar sobre las informaciones operantes en el espacio público, catalogándolas como “bulos” o “desinformación” cuando no le resulten gratas, de controlar a los medios manejando a su mejor arbitrio la espita de ayudas y subvenciones y el reparto de propaganda institucional? Por lo visto, nada que decir.
Tampoco hay mugre en España en lo que respecta a la calidad democrática de las instituciones, la corrupción institucionalizada, los escándalos sexuales, nada de nada. Sobre la novia de Ábalos, de nombre Jessica, una chica pizpireta a quien los españoles hemos pagado dos o tres interinidades en dos o tres ministerios y, ya puestos a ser generosos, un coqueto apartamento en el centro de Madrid que costaba la módica cantidad de 2.700 € mensuales, nada. De otras cuantas Jessicas que van quedando por ahí, a 1.500 € diarios, y las que iremos conociendo, ni palabra. Del tito Berni y sus fiestas y sus amigas del amor jocundo y la farlopa y las risas en tiempos de pandemia, cuando los españoles morían por miles y las gentes de bien estaban en casa fabricando pan y calentando sopa de sobre, mutis. De Errejón, nada tampoco. De errejones y koldos y negocietes con mascarillas y las parrandas en Canarias, de niñas tuteladas por el gobierno de Baleares y prostituidas, ni mencionarlo; de las aventurillas pedófilas del esposo de la señora Oltrá, ocultadas por la Generalitat de Valencia, ni media sílaba. Eso sí, Trump es inmoral y su falta de ética escandalosa. Es el primer presidente condenado por… Aunque, oigan, aquí también tenemos un par de presidentes condenados en firme por el Tribunal Supremo, se llaman Chaves y Griñán. Pero esto es España, no se apuren, tenemos dos ex-presidentes condenados y otro en Waterloo, huido de la justicia, y también tenemos un Tribunal Constitucional dispuesto a eximirles de las penas impuestas y amnistiar rápido y sin reparo a los golpistas catalanes que secuestraron instituciones básicas del Estado como el parlamento autonómico, dictaron “leyes de desconexión”, asaltaron el mismo parlamento y proclamaron la república allá donde estuvieren, hoy todos libres de culpa y responsabilidad gracias a nuestro gobierno de progreso; no como en Estados Unidos, donde por culpa de Trump y su control del Tribunal Supremo seguramente quedarán impunes el asalto al Capitolio, al tiempo que el presidente se librará de acusaciones por delitos de índole económica y sexual. En fin y etcétera.
La cantidad de exabruptos, descalificaciones, infamias y majaderías en general sobre Trump y Elon Musk que se han vertido durante estos días en los medios llamados progresistas, es decir, los abrevados al poder, parece directamente proporcional a los ditirambos, euforia y jactancia con que habría sido recibida una hipotética y —a la vista está— imposible victoria de Kamala Harris: la derrota del fascismo y la extrema derecha, el triunfo de la libertad y el feminismo y el carro hasta arriba. Lamentablemente para ellos, hoy no tocan esas alegrías sino al contrario: rasgarse las vestiduras. Todos se hacen la misma pregunta: ¿cómo ha sido posible el triunfo republicano? ¿Cómo hemos llegado a esta situación, esta tragedia?
El estupor y palmaria desolación en los ámbitos del progrerío y la izquierda revirada, su nerviosismo e incluso su histeria, nos hablan con sorprendente elocuencia de lo muy aislados de la realidad que viven, de cómo ese mundo ideofractal que han creado para habitarlo felizmente es una inopia que apenas tiene contacto con la vida cierta de las personas reales, con los problemas que en verdad acucian a la población y los auténticos retos que la actual geopolítica y la mundialización plantean a la convivencia en las sociedades democráticas. Como dice Fernando Savater (1): “Se ha visto que muchas mujeres discrepan de Trump en el tema del aborto, por ejemplo, pero no dan a esa cuestión tanta importancia como para convertirla en un automatismo contra él. Votan como ciudadanas con preocupaciones nacionales, no como hembras para las que sólo cuentan las cuestiones de género. Y lo mismo ha sucedido con los negros, los latinos o las demás minorías: han demostrado que querían ser mayoría, es decir, ciudadanos americanos y no minorías victimizadas”.
Nada nuevo, por otra parte: estas elecciones han sido un capítulo más en la lucha de los de arriba haciendo su revolución contra los de abajo, los ricos en guerra contra los pobres, los ilustrados pletóricos de dignidad y autoestima alzados contra los garrulos incultos. Kamala Harris tenía un programa electoral que consistía, más o menos, en algo así: “Soy mujer, de raza convenientemente oscura —no muy definida pero no blanca, que es lo que importa—, profesional triunfadora, millonaria, joven, buena persona y preocupada por el cambio climático, y por eso os conviene votarme”. Vuelvo a citar al maestro Savater (2): “La mayoría de los votantes no se han equivocado con Kamala Harris: han visto que era una especie de Yolanda Díaz aunque con estudios”.
Ante esa liquidez fatua de lo ideológicamente intachable, Donald Trump ha plantado su propuesta de carne y hueso, de pan y tocino, como un Sancho Panza moderno al que no le hace falta catalogarse conservador porque todos los Sancho Panza conocidos a lo largo de la historia han sido personas avispadas y con una visión muy práctica de la realidad. Naturalmente, el arco poblacional al que se dirigía Harris era el de siempre, el planeta de la gente guapa que aparte de guapa es buena y encima, a mayor encanto, tiene un buen pasar económicamente hablando. Ella era la candidata de las clases medias acomodadas e ilustradas en estados “finos” como California o Nueva York, de los cautivadores magos tecnológicos de Silicon Valley, de los actores de Hollywood y los cantantes megamillonarios como John Legend, Taylor Swift, Beyoncé o el buenazo de Bruce Springsteen, de la aristocracia sindical y la opulenta dirigencia indigenista, de los predicadores contra el racismo que viajan con nueve guardaespaldas en clase VIP y de los políticos profesionales y lobistas que llevan décadas con la oficina de negocios instalada en el congreso y el senado de la nación.
Los votantes de Trump, por el contrario… Ah, los votantes de Trump eran lo peor de lo peor: los deplorables. Sí, tantas veces los han llamado así: deplorables… Deplorables, rednecks, hilbillies, basura blanca, crackers, okies, hicks y otros denigrativos. Los han llamado conspiracionistas, negacionistas, por supuesto racistas, fascistas, neonazis, violentos, enemigos del progreso y de la libertad. Los votantes de Trump son los malos de las películas de Netflix y HBO, el sheriff Roy Tillman de la quinta temporada de Fargo, los hediondos carroñeros de pantano que atacan a los chicos majos en Deliverance, el indecente Bob Ewell y su repulsiva hija Mayella de Matar un ruiseñor, los paletos asesinos que disparan desde su camioneta a los motoristas de Easy Rider, así de malvados son; y si no son malos, son estúpidos como Cletus Spuckler de Los Simpson y personajes parecidos. Son incultos, brutos, alcoholizados, pendencieros, endogámicos, belicistas, y encima odian a los black people, a los homosexuales, a los intelectuales y a todo lo que suene a liberal en el sentido que se da a esa palabra en los Estados Unidos.
Pero resulta que esa cuadrilla de impresentables, los campesinos pobres, la clase obrera devastada por la globalización mundialista, los que viven en caravanas y se levantan cada mañana para lavarse en el río, los que se recogen en casuchas de madera subsidiadas que no aguantan medio temporal de escala 9, los del whisky barato, las canciones de Dolly Parton y las resacas garrafales, toda esa gente y gente del mismo tono, todos ellos son la inmensa mayoría social en los Estados Unidos. Y Trump ha sabido hablarles, no como Harris, que los ha ignorado porque en el consenso sentimental y compasional en el que viven los progres contemporáneos toda esa gente ni siquiera debería existir.
Está claro que no han leído Las uvas de la ira, y si la han leído no les ha aprovechado. Está claro que no han visto la soberbia película Hillbilly, y si la han visto no les ha aprovechado. Tampoco han dado un buen repaso al inconmensurable punk surgido del alma de la América profunda que Jim Goad transcribió en el Manifiesto Red Neck. Les habría sido muy útil. Y está también muy claro, más que el agua del río donde mean los crackers nada más levantarse, que unos y otros no viven en el mismo mundo. Y Trump lo sabía, pero Kamala Harris no lo sabía, como tantas cosas ignoraba.
Se preguntan en la Iglesia de los Progres de los Últimos Días cómo ha sido posible esta debacle de sus dogmas vaporosos en el corazón mundial de la fe wokista. Hay un factor que apenas analizan, porque no les interesa. Trump ha obtenido menos votos en estas elecciones que en 2020. No ha sido una gran merma pero resulta conveniente analizar el detalle. En realidad no se ha producido una decantación masiva hacia su figura y programa, mucho menos hacia el partido republicano; lo que sí ha sucedido es la deserción por multitudes del voto demócrata. En plata: Trump ha ganado porque la gente en general y los votantes en particular están hartos, cansados, aburridos de la recalcitrante doctrina de victimización y el buenrollismo universal. Muy aburridos, ciertamente, porque esta gente piadosa tiene el mismo problema que todos los santurrones y todos los savonarolas que en el mundo han sido: hablan por los codos, nunca solucionan nada y aburren a las piedras. Y así les ha ido.
Todo lo cual, en opinión de Fortes, de RTVE y los medios al loro de lo que diga Moncloa, sucede porque la gente no sabe votar como Dios manda; porque ellos son inteligentes, cultísimos, bien informados y demócratas medulares, y Trump y sus adeptos y votantes una caterva de energúmenos. Si bien Trump es presidente de los Estados Unidos de América y ellos no. Ellos echan bilis en la tele pública, la casa de todos, y como en la copla: con eso tienen bastante.
Termino este artículo, ya descortésmente largo, con una cita también larga de Jim Goad, entresacada de su Manifiesto Redneck —página 168 de la edición que manejo—. Estas palabras fueron escritas en 1997 pero creo que, como todas las ideas valiosas, siempre están de actualidad. Hoy más que nunca.
«El redneck nunca ha perdido su alma. El progresista blanco nunca ha sido capaz de encontrar la suya. A los progresistas blancos les encanta retratar al Varón Blanco Cabreado como una especie en peligro de extinción, pero durará muchísimo más que el Varón Blanco Culpable. Las raíces de la Secuoya Redneck son mucho más profundas que las del Bonsai Progre Blanco. El redneckismo no es un partido político, es una herencia histórica. No es una filosofía, es un legado. La basura blanca ha existido desde que surgió la estructura de clases en Europa, hace miles de años. El progresista blanco lleva por aquí, veamos… unos cuarenta años. ¿Queréis apostar quién va a durar más? A mi parecer, una cepa resistente que ha sobrevivido a las invasiones bárbaras, al feudalismo, a la peste y otras plagas, a la servidumbre forzosa, a la pobreza agrícola, a la muerte industrial y a la guerra de trincheras en dos guerras mundiales puede sobrevivir al progresismo blanco. El gen responsable de la basura blanca es de una cepa bastante más dura que el virus que produce a los progresistas blancos. El progresismo fenecerá antes que la furia, la blancura y la masculinidad. Los rednecks son para siempre».
1 – Fernando Savater. Bienvenido, Mister Trump, The Objective, 10/11/24
2 – Id.