El truco más viejo del mundo

El truco más viejo del mundo. José Vicente Pascual

Pan y circo, recomendaban los oligarcas de Roma para el buen gobierno del imperio. Es el truco más viejo del mundo: mantener llenos los estómagos y cerradas las bocas, por si alguna discrepase; y la mejor manera de acallar cualquier protesta —también lo sabían los gerifaltes romanos—, no es la represión o la amenaza, sino entretener los entusiasmos del personal con ficciones tumultuosas en las que el pueblo es falso protagonista, dedo arriba, dedo abajo en las gradas, vida o muerte del gladiador derrotado, ya saben. Me refiero a esas ficciones embusteras, embaucadores, que incendian el corazón, secan el alma y lobotomizan el espíritu de los tiempos.

Así continua funcionando el invento, el truco más viejo del mundo, aunque el nuevo imperio de la oligarquía mundialista, además de ser bastante más hortera que Roma, está resultando mucho más listo, sibilino por así decirlo. Del pan y circo se ahorran el pan y se quedan tan anchos, y las buenas personas que habitan en sus dominios se conforman porque, a cambio de la pobreza y su consiguiente malestar existencial, reciben dosis superconcentradas de entretenimiento ideologizado, la representación virtual/televisiva de un mundo donde los buenos siempre ganan y los malos reciben su merecido —en eso consiste la ficción, decía Óscar Wilde—. Bien entendido que “los malos” nunca son ellos, los inventores y gestores del mal en sí, por antonomasia, sino otros villanos peregrinos, muy distintos y remotos, en la mayoría de los casos risibles para cualquier persona con dos dedos de luces; o sea y en resumen: malos de opereta para fábulas eficientes, producidas e insertadas por los medios hegemónicos en la cotidianeidad de las masas, ese diseminado que sobrevive ceja en alto en lo que concierne a sus necesidades inmediatas, pero muy satisfechos de ánimo porque, gracias al cuento oficial —“ideología dominante”, se decía en mis tiempos—, saben que tienen razón, y motivos de sobra para estar cabreados. Eso, quieras que no, consuela bastante.

Perdónenme que insista: es el truco más viejo del mundo. Y funciona.

De manera que en el decurso de la entrañable pandemia del coronavirus, el empleo ha caído hasta niveles históricos, el consumo se ha desplomado como un tonel en una cuesta abajo, los precios básicos de la energía —butano y electricidad— alcanzan cotas impensables hace un año… Por no ponerme apocalíptico ni redicho: estamos jodidos como nunca pero contentos como jamás se vio, porque tenemos cantidad de series que ver en las plataformas televisivas, y otro porrón de redes sociales en las que expresar nuestro descontento, incluso vivir la ilusión de que nuestra opinión sirve para algo, ahí es nada, sentirnos como protagonistas de la tragedia, como bailarines en el Titanic, volando en sueños y al compás de aquella famosa orquestina del naufragio. Así es el mundo de hoy, como fue el de ayer: música, abismo y dulzura en la danza final. La única diferencia: que ayer la gente tenía más o menos claro dónde estaba el iceberg. Hoy, la culpa del cataclismo la tiene Franco.

Así las cosas, me comentaba un amigo, hace pocos días, que su hijo —diecisiete años—, anda como desconcertado, sin tino ni objetivo, sin ilusión, con más rabia que esperanza, desalentado de la vida. Un servidor, que por humano poco sabe aunque por viejo algo sabrá, le comentó, subidillo de beligerancia: “Pero vamos a ver, pedazo de mendrugo… Has educado a tu hijo en un mundo de fantasía, en el colegio le enseñaron que la ballena Moby Dick y el capitán Ahab se hacen amigos al final de la historia, que la abuelita y caperucita invitan a merendar al lobo feroz, que los niños y las niñas buenos y buenas nunca discuten, nunca pelean y comparten sus cosas, siempre, con los demás niños y niñas, sin ningún problema, y encima el pobre ha crecido en una burbuja de videojuegos donde cada acierto con el botón del mando tiene su recompensa, películas de buenos y malos donde la virtud es premiada por sistema y la perversidad desterrada para siempre, pornografía vía wi-fi, clandestina en su cuarto, cuando ni te enteras, en la que el sexo es más fácil que el mecanismo de un llavín —por decir algo—, y el etcétera de egotontismo, y ahora el pobre sale de la burbuja, se enfrenta al mundo y descubre el drama… ¿Qué esperabas?”.

Eso le dije. También intenté consolar a mi amigo, augurándole que en poco tiempo, en cuanto el adolescente aprenda a narcotizarse con las series para adultos y los discursos de Irene Montero, volverá a su ser.

—Tendrás de nuevo en casa a un chaval normalito aunque, presumiblemente, bastante coñazo en la faceta reivindicatoria contra el mundo en general.

—Eso, si no me lo agarran unos extremo-populistas y me lo radicalizan —objetó el buen hombre.

—Haberlo pensado antes de convertirlo en persona desvalida ante la cruda realidad, necesitada de un líder salvador al que obedecer —respondí, ahora sí, con verdadera intención de perturbarlo.

Esperemos que el mozo, finalmente, no caiga en barbaridades y domestique su pesar, su mal del mundo y de la vida, como todos los mortales: a base de pan y circo. Y si no hay pan, phoskitos.  

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