Sin ser tan viejo, soy de los que conoció los castigos físicos en las escuelas. El escarmiento favorito del profesor, Don Enrique, consistía en hacer que el chaval desobediente se arrodillara de cara a la pared con los brazos en cruz. Resulta evidente que no siento nostalgia de aquello, aunque tampoco lo recuerdo desde el trauma o el resentimiento: con aquellos castigos aprendí a meditar y a sumergirme en el mundo interior durante largos lapsos de tiempo. Sin poder jugar con mis amigos en la calle, prefería imaginar fabulosas formas en las manchas de humedad del yeso blanco, a someterme a la sesión de adoctrinamiento del docente majadero de turno. Mi primera experiencia místico-psicodélica la tuve así, sin drogas, con un estado de conciencia alterado inducido por genuflexión forzada.
Lo de ahora, ya creciditos, es algo peor: antes te castigaban arrodillándote, ahora te castigan si no te arrodillas. En ambos casos, no te dejan salir a jugar afuera; no es lícita la expresión de la vida; no está permitido lo que nos hace felices. Tanto los niños buenos como los traviesos deben permanecer encerrados para aprender a obedecer, aprender a comportarse, aprender a respetar las autoridades; en definitiva, aprehender su condición miserable de seres humanos sometidos, dolientes, subyugados, para no soltarla bajo ningún concepto, nunca jamás.
Aquella cita de Emiliano Zapata de preferir morir de pie que vivir de rodillas, sirve para hacer publicidad de camisetas de aquel mostrenco asesino de Guevara, pero para aplicarla en una praxis vital sirve de muy poquito, o directamente de nada. Por lo general, la gente lo que quiere es vivir, y le importa un bledo cómo, si arrodillado un rato (como yo de niño) o conectados veinticuatro horas al día a la telesclavitud. Vivir, vivir, vivir, como sea, a toda costa: si hay que obedecer al profesor, al jefe, o al rey, se les obedece; si hay que acatar las órdenes de quienes nos odian, se acatan sin rechistar; y si para vivir es necesario suicidarse, pues también se obedece. Pues vida no hay más que una, y a ti te encontré en la calle.
Rafael de León, amigo de otro querido colombroño nuestro como León Felipe, habría escrito una descarnada copla con este material. Para expresar lo que le sucede a la sociedad actual con el poder, habría que recurrir a una canción de politóxico amor sadomasoquista, al estilo de aquella de “Eres mi vida y mi muerte / Te lo juro, compañero. / No debía de quererte / No debía de quererte / Y sin embargo te quiero”. Sabemos que nos mienten, y les escuchamos. Sabemos que nos desprecian, y les votamos. Sabemos que nos conducen inexorablemente al desastre y, aun así, nos empujamos los unos a los otros hacia él. No debíamos de creerles, no debíamos de obedecer… y, sin embargo, lo hacemos.Como son malos tiempos para la lírica, tal y como me decía mi paisano Germán Coppini, yo hago música instrumental. Soy el primer músico instrumental de la Historia censurado por el contenido de las letras de sus canciones. Mi último trabajo: El Último Solsticio, disponible en Bandcamp y Spotify, es un buceo experimental a apnea por todas esas frecuencias de bajos fondos y mal agüero que cualquiera que tenga ojos en la cara y un corazón sano en el pecho, capta cuando camina por la calle en este 2021 que se acaba. ¿Cómo que el último solsticio? ¿Es un presagio? ¿Un vaticinio apocalíptico? ¿Acaso es una despedida? No, no está entre mis planes dejar este mundo sin probar pipas Facundo. Vamos a ver cómo roemos esto que viene. Quizá no sea el último solsticio para mí, pero sí será el último solsticio de muchas otras cosas que amo y que ya no cabrán en este Nuevo Orden Mundial. Por ejemplo, tu libertad.