El viejo y la influencer

El viejo y la influencer. José Vicente Pascual

A mediados de los años ochenta del siglo pasado, durante el mandato presidencial de Ronald Reagan, sucedió en los USA que un caballero puritano invadió la propiedad de una pareja gay para grabarlos mientras practicaban sexo, llevó la cinta de vídeo a la policía, los homosexuales fueron detenidos en virtud de las leyes de Utah contra la sodomía y condenados a seis meses de prisión y una multa de no recuerdo cuantísimos dólares. Que el intrépido vigilante de la moral violara la intimidad domiciliaria de los acusados no tuvo la menor relevancia en el juicio porque, a criterio del tribunal, la persecución del delito justificaba que hubiese saltado un muro, atravesado un pequeño jardín y trepado a una ventana para filmar a los amantes prohibidos.

Y ustedes pensarán que esta es una historia del pasado, de las leyes norteamericanas y de la que siempre fue estricta —e hipócrita— moral anglosajona en cuestión de sexo y entretenimientos conexos. Pero no es así, infaustamente. Hoy, en la súper moderna España, cuarenta años después, el fervor de las nuevas inquisiciones confirma que los seres humanos pueden cambiar de discurso pero no de actitudes. Por ejemplo: un señor septuagenario se masturba tranquilamente en su casa, una influencer de TikTok, feminasta ella, lo descubre desde su balcón, lo graba, lo sube a esta red social y se queja: “¿Qué os pasa a los hombres?”. La niña, no contenta con invadir la intimidad domiciliaria del anciano salido, llama a la policía, no sabemos con qué perspectivas y para denunciarlo por vaya usted a saber. Y se organiza el lío, como es natural. No hay que ir muy lejos para encontrar a alguien con menos luces que la tictokera, pues la misma presentadora del programa mañanero donde se dio pábulo a la noticia, la pizpireta Susana Griso, insiste en denigrar al masturbador y compadece a la tiktoquera, pobrecilla, acosada desde el otro lado de la calle por un señor solitario que se la machacaba tranquilamente en su casa. Al final, como era previsible, el asunto concluye con el vídeo de TikTok borrado y el silencio absoluto de la artista sobre el asunto, porque sabe que puede ser denunciada por invadir la intimidad del anciano onanista y dar publicidad en una red social a su invasión de un territorio vedado y protegido por la ley.

Más tarde nos enteramos de que la famosa influencer publicita en sus redes sociales toda clase de artilugios masturbatorios para mujeres, el no menos famoso satisfyer y otros artilugios idóneos para cascar el atributo femenino. O sea, que la masturbación femenina es algo muy recomendable, entre otras razones porque aparta de la práctica sexual a los odiados varones, pero la masculina es una horripilancia que merece, como poco, ser grabada, denunciada públicamente y, a mayores, llamar a la policía para que reprenda al infractor. Más estupidez no cabe, ni mayor presuntuosidad y convencimiento en la propia virtud, maneras distintivas, desde siempre, de los grandes hipócritas, santurrones e inquisidores que deambularon por la historia humana. Naturalmente, la tiktokera vendedora de consoladores no pasará a la historia por su tontería ni por su feminismo de pandero y cabra, entre otras razones porque imbéciles como ella hay a miles en las redes sociales, cada cual con su tara a cuestas y todos y todas en ruidosa competición para ver quién mete más la pata. Sin embargo…

Sin embargo, el caso que se comenta es singular por un factor casi ajeno a internet: afecta a una persona concreta, señalada y vilipendiada por una fanática —se la puede llamar de muchas maneras, tal como la califican en X y otros sitios de cotilleo, mas no carguemos tintas que bastante tiene la señora con lo suyo—. Lo pintoresco del asunto resalta por la rapidez y simpleza con que se aborrece y denigra la sexualidad de los demás cuando la propia se convierte en territorio obsesivamente guardado por la moral privada; es la misma aversión que impulsaba al denunciante aquel de los homosexuales enamorados de Utah en tiempos de Ronald Reagan, idéntico escándalo al que aventaban los guardianes de la virtud en cualquier época: un puro asco de gente que vive pensando en los bajos de los demás y en el uso que hacen de ellos. Como dijo la inmortal Susana Griso, en su no menos eterno programa Espejo Público: “¡Por Dios, un hombre de setenta años!”. A lo que la pizpireta y siempre bien compuesta Mariló Montero —inmenso referente familiar de la España políticamente incorrecta—, replicó muy arriscada, según su estilo: “¿Pero qué pasa, que las personas de setenta años no tienen derecho a masturbarse?”; y la Griso: “Pero con la ventana y las cortinas abiertas, y mirando al exterior”; y la Montero: “¡Está en su casa!”.

Total, moral sexual y moral privada de nuevo en lo público, a debate y reproche, como siempre, como hace cincuenta años, cuando el sacerdote que nos daba clases de historia en los hermanos maristas desautorizaba a don Manuel Azaña como presidente de la república porque “era un maricón”. Avanzar no sé si hemos avanzado, pero retroceder seguro: los antiguos defensores de la castidad en lo privado y en lo público están en retroceso —eso no puede negarse—, pero los nuevos censores llegan con fuerzas renovadas, con una diligencia puritana incansable, dispuestos a todo y a lo más importante de todo: amargar la vida al personal con su obsesiva observancia de las buenas costumbres. Maldición de maldiciones: para esta viaje no hacían falta alforjas, nos hubiésemos quedado con la moral del Caudillo y las normas higiénicas del Movimiento; estaríamos más o menos igual en aquellas materias pero al menos no nos sentiríamos culpables por querer ser libres.

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