Elogio del caracol

Elogio del caracol. Diego Chiaramoni

Elogio del caracol. Temporalidad posmoderna y nihilismo con cotillón

Entre las páginas del libro que acompaña mi viaje, leo en un señalador una frase de Giacomo Leopardi que reza: “Y el naufragar me es dulce en este mar”. Ese “dolce naufragare” parece ser el tono afectivo del hombre contemporáneo: movimiento sin demora, nihilismo con cotillón. 

Hace algunos años, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, meditaba sobre la vivencia de la temporalidad en el mundo contemporáneo en un ensayo breve titulado El aroma del tiempo (2009). Han, con estampa de aplomado actor oriental y dueño de un estilo punzante en sus frases casi telegráficas, se interroga por las causas profundas de la aceleración del tiempo, su atomización y dispersión en nuestro presente histórico. El mérito del escritor surcoreano radica no sólo en su acertado diagnóstico sobre las patologías actuales, sino en la posibilidad de una recuperación.

Para quienes no se hayan sumergido en estas y otras páginas del surcoreano, quizás su figura y su nombre puedan despistar, pues si bien acomete temas propios de su cultura oriental, su filiación filosófica es radicalmente occidental, europea y mejor aun, alemana. Han es un fruto que yace cercano a las raíces heideggerianas de la Universidad de Friburgo, donde se doctoró con una tesis sobre Martin Heidegger para emigrar luego como profesor a la capital teutona. 

La tesis central de Byung-Chul Han –corazón conceptual del presente artículo-, es la siguiente: la crisis temporal de hoy no pasa por la aceleración sino por la disincronía. El sentimiento de que la vida se acelera (correlato espiritual que todos parecemos experimentar en estos tiempos) proviene, en realidad, de una razón más honda: el tiempo carece de un ritmo ordenador.

La primacía de la praxis sobre la vida teorética, la exacerbación febril del hacerpor sobre el ver, o como dice nuestro autor, de la vita activa por sobre la vita contemplativa, hace que el hombre contemporáneo devenga en un errabundo que renuncia ya al arte de saberse demorar en las cosas. El cosmos está escrito bajo razón de palabra, está allí susurrando su sentido, pero el susurro es imperceptible en el frenesí del hacer. A veces, nuestra sordera no se emparenta con una privación biológica, sino con los ruidos incesantes que nos habitan.

Haciendo culto de la demora, demorémonos unos instantes en las apreciaciones de nuestro autor. Escribe Byung-Chul Han:

“La idea de la aceleración de la vida para su maximización es errónea. Si se observa con detenimiento, la aceleración se descubre como una inquietud nerviosa que da tumbos de una posibilidad a otra. Nunca se llega a la tranquilidad, es decir, a un final”.[1]

El núcleo novedoso del planteo del filósofo surcoreano es el siguiente: la aceleración de la vida no es la causa del tono vital de nuestro tiempo, sino su consecuencia: el tiempo se precipita como una avalancha porque carece de sostén.

Si bien asoman tras los trazos de este diagnóstico, los nombres de Nietzsche y de Proust, de Baudrillard o de Lyotard, omnipresente se encuentra Heidegger como eco vivo de los conceptos de Byung-Chul Han.  En el parágrafo 36 de Ser  y tiempo, Heidegger analiza la curiosidad como uno de los rasgos medulares de la vida inauténtica. Escribe allí el filósofo alemán:

“Los dos momentos constitutivos de la curiosidad, la incapacidad de quedarse en el mundo circundante y la distracción hacia nuevas posibilidades, fundan el tercer carácter esencial de este fenómeno, que nosotros denominamos carencia de morada”.[2]

Esta carencia de morada se traduce en otra nota esencial de la vía contemporánea: el desarraigo. El hombre actual es incapaz de echar raíces y sin raíces, éste carece de nutrición y de hondura quedando a merced de los vientos. 

El tiempo, al quedarse sin la elasticidad teológica, teleológica y espiritual que amalgamaba el curso vital de otras épocas, discurre sin logos. El presente queda reducido a un punto temporal fugitivo. Escribe Han:

“La gente se apresura, más bien, de un presente a otro. Así es como uno envejece sin hacerse mayor. Y, por último, ex–pira a destiempo. Por eso la muerte, hoy en día, es más difícil”.[3]

Como podemos observar, esta aceleración del tiempo, esta vivencia de la fugacidad por carencia de morada, incide no solo en las vicisitudes de la vida sino en la dificultad de asumir la muerte. 

Hemos hablado en algún artículo anterior sobre la trivialización de la muerte, del maquillaje sobre el horror vacui que esta genera, por ello observamos la proliferación de cementerios con diseños que se asemejan más a un campo de golf que un camposanto. La muerte quema y porque quema, la presencia del difunto se torna intolerable. Si la muerte quema, la cremación es la forma más efectiva de des-hacerse de lo intolerable. 

Los fenómenos de aceleración y desaceleración de la vida contemporánea, tienen para Byung-Chul Han una raíz común que es la falta de trayectoria narrativa. El arte de narrar supone un tiempo articulado, pero en un proceso abierto, sin orillas, la inconclusión se convierte en estado permanente. Este fenómeno de des-temporalización obtura la tensión narrativa y el tiempo deviene vacío de acontecimientos. Ésta es la razón por la cual al inicio del presente artículo hablábamos de un “dolce naufragare”, esa dispersión propia de la posmodernidad que al desnarrrativizar, también desdramatiza la existencia. 

El filósofo surcoreano, no escatima belleza en su prosa casi minimalista. La opción del recurso al aroma para acometer el problema del tiempo, no es casual ni meramente estética. La época de las prisas no tiene aroma, pues el aroma del tiempo expresa duración. Escribe Han:

“El aroma es lento. Por eso no se adecúa, ni desde una perspectiva medial, a la época de las prisas. Los aromas no se pueden suceder a la misma velocidad de las imágenes ópticas. A diferencia de éstas, ni siquiera se dejan acelerar. Una sociedad regida por los aromas, no desarrollaría ninguna propensión al cambio y la aceleración”.[4]

La concupiscencia de los ojos atenta contra la vida contemplativa. Las cosas exigen una demora en ellas para captar su sentido. Los aromas en cambio, invitan necesariamente a demorarnos, no son narrativos sino contemplativos. Byung-Chul Han apela a una imagen de la China antigua para fundamentar su intuición, el reloj aromático. El hsiang yin (sello de incienso) ardía lentamente en un recipiente en el que se solían grabar símbolos, caracteres escritos o frases poéticas. La hora se indicaba mediante un fluido aromático de tiempo que no pasaba ni transcurría sino más bien impregnaba:

“El incienso como medio (Médium) de medición del tiempo se distingue en muchos aspectos de otros como pueden ser el agua o la arena. El tiempo, que tiene aroma, no pasa o transcurre. Nada puede vaciarlo. El aroma del incienso más bien llena el espacio. Al dar un espacio al tiempo, le otorga la apariencia de una duración”.[5]

Mientras el cedro o el pino impregnan el ambiente, el tiempo parece demorarse. Allí radica la noción de “tiempo aromático” que da título a la obra del filósofo surcoreano.

La aceleración de la vida contemporánea nos habla de un tiempo vacío, sin logos, cuyo correlato en el corazón del hombre se expresa en el fenómeno del aburrimiento. Heidegger abordó lúcidamente el tema en su conferencia titulada “¿Qué es metafísica?” de 1929 donde sostiene que en el aburrimiento, todo queda subsumido en una densa bruma en el que asoma la amenaza de la nada. Cuando el Dasein se encuentra sumido en el aburrimiento profundo, no encuentra ninguna referencia temporal en la existencia. Las tres dimensiones temporales quedan entonces bajo el manto de esa amenaza: el pasado (como consideración), el presente (como atención) y el futuro (como intención). El aburrimiento cambia radicalmente la percepción del tiempo. Ahora bien: ¿cuál es la respuesta que el hombre contemporáneo encuentra al aburrimiento profundo? La búsqueda y acumulación de vivencias efímeras; por ello, Han habla de una cultura de zapping. La fiebre del cambio permanente es ilusión. En esta crisis de la permanencia, el hombre contemporáneo ya no se reúne, se junta; ya no camina, se traslada;  ya no danza, se mueve; ya no ama, seduce y simula. El hombre contemporáneo es un ser discapacitado para la promesa. Aquí late el nervio de la tragedia posmoderna: un mundo donde – recogemos la lúcida sentencia de Nietzsche – los valores ya no valoran y falta la respuesta al “por qué”, pero donde el actor principal de la obra se las ingenia para amplificar el sonido de las matracas. A este cuadro denominamos nosotros “nihilismo con cotillón”. 

El sentido de la existencia se encuentra más allá del homo laborans, y sobro todo, mucho más allá homo stultissimus que inventó el reggaetón (y otros agites contemporáneos). El caracol es sabio porque viaja aferrado a la tierra llevando siempre elevados sus ojos, porque su lentitud es condición para su nutrición y por si esto fuera poco, lleva también su morada a cuestas. Arraigo, contemplación, nutrición y morada, condiciones indispensables para una auténtica y necesaria rebeldía. 

Vale la pena ir tras el aroma del tiempo, queda hecha la invitación.


[1]Byung-Chul Han. El aroma del tiempo. Ed. Herder, Barcelona, 2015: p. 26-27.

[2]Martin Heidegger. Ser y tiempo. Ed. Universitaria,  Santiago de Chile, 1998: p. 195.

[3]Byung-Chul Han. El aroma del tiempo. Ed. Herder, Barcelona, 2015: p. 27.

[4]Ibídem: p. 72.

[5]Ibídem: p. 87.

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