En el principio era la guerra: Carl Schmitt ante el siglo XXI (II)

En el principio era la guerra: Carl Schmitt ante el siglo XXI (II). Adriano Erriguel

En el principio era la guerra: Carl Schmitt ante El Siglo XXI (I)


La globalización viene acompañada de un fenómeno único en la historia: la desaparición del enemigo. Siendo la globalización algo que abarca toda la humanidad, está claro que la humanidad no puede ser enemiga de sí misma. Siendo el occidente globalizado “el lado bueno de la historia”, está claro que no puede provocar conflictos ni declarar la guerra. Sin embargo, las guerras y los conflictos estallan por doquier. ¿Cómo se ha resuelto hasta ahora esta aporía?

Mediante una prestidigitación conceptual: el enemigo es deshumanizado, convertido en un monstruo, situado fuera de la humanidad. “Hitler” es resucitado ritualmente antes de cada campaña y es designado como el enemigo a abatir. Complementariamente se procede a un cambio semántico: no hay enemigos sino delincuentes internacionales (“Estados gamberros”, “autocracias mafiosas”, “eje del mal”, etcétera). No hay guerras sino operaciones de policía para restaurar la legalidad internacional: Yugoslavia, Irak, Afganistán, Libia, Mali … “aunque los medios se sigan refiriendo a ellas como “guerras” – escribe Robert Redeker – filosóficamente no lo son”. En las guerras del fin de la historia la figura del soldado se difumina en la del policía, el justiciero, el boy-scout humanitario, el educador, el enfermero, el activista LGTBIQ+. La guerra se convierte en una continuación de la moral, en “una operación pedagógica para enseñar a los pueblos, a las elites y a los Estados los derechos humanos y la democracia”.[1] Por supuesto, con el criminal no se pacta y con el monstruo no se negocia. Al criminal se le encierra, al monstruo se le destruye.

Este moralismo guerrero – o belicismo moralista– ha sido la gran novedad militar-ideológica de las últimas décadas. Una novedad que ya en su día Carl Schmitt anunció y denunció en lo que tiene de tramoya hipócrita. “Lamentamos informarles de que siempre habrá enemigos y de que siempre habrá guerras”, venía a decir Carl Schmitt. Como suele pasar, nadie hay más odiado que el portador de las malas noticias.

Retrato del enemigo

Estamos en la época en la que se puede odiar con buena conciencia. El odio – esa pasión triste – se envuelve en el manto de la Virtud y de la humanidad. La política internacional es hoy un terreno abonado para la hiper-moralización. Las banderitas en los perfiles sociales se suceden al ritmo del marketing de las emociones, de la sensiblería de las masas y de la estrategia calculadora de los dirigentes. La hiper-moralización es un fenómeno transversal: hay una hiper-moralización “de izquierdas” – hecha de discurso sobre los derechos, de progresismo y de wokismo – y hay una hiper-moralización “de derechas” hecha de liberalismo ramplón, de fundamentalismo de mercado y de anticomunismo paranoide. Ambas confluyen en el campo geopolítico de “occidente”. Ante este fenómeno, las analogías retóricas con el siglo XX (la lucha del “mundo libre” contra el fascismo, el comunismo, etcétera) solo proporcionan explicaciones anacrónicas que, en realidad, no explican nada. Carl Schmitt anticipó mucho de esto, pero vayamos por partes.

Si Carl Schmitt es odiado se debe, sobre todo, a que viene a dinamitar el espejismo irénico de un mundo definitivamente pacificado, normalizado, sometido a la pureza aséptica de una pirámide de normas: una visión celosamente defendida por una tropa de cancerberos universitarios, investidos de la misión sacerdotal de emitir excomuniones contra los “anti-modernos”, los “reaccionarios”, los “nazis”, etcétera. Pero la evolución geopolítica del siglo XXI le da la razón a Schmitt. Adiós a esa síntesis de puritanismo protestante y de kantismo de garrafa que hacía las veces de dogma institucional. Bienvenidos a la reaparición del “enemigo”.

Pero ¿qué es el “enemigo” según Carl Schmitt?

En su sentido político el enemigo no es nunca el adversario privado, sino un conjunto de hombres o un colectivo. Es decir, lo político es siempre un asunto colectivo. Ésta es una obviedad que no está de más repetir, frente a sandeces libertarias como que la comunidad no hace falta para hacer política, y que el individuo se basta y se sobra para ello. Schmitt especifica que sólo es enemigo el enemigo públicohostis en latín – y no el enemigo personal (inimicus en latín). El problema es que la lengua española (como la alemana) no distingue entre enemigos privados y políticos, lo que da pie a falseamientos y malentendidos. Schmitt le envía el siguiente recado al cristianismo bobalicón:

“La famosa frase evangélica “amad a vuestros enemigos” es en original “diligite inimicus vestros” y no “diligete hostes vestros”: aquí no se habla del enemigo político. En la pugna milenaria entre el cristianismo y el islam jamás se le ocurrió a cristiano alguno entregar Europa al islam en vez de defenderla de él por amor a los sarracenos o los turcos. A un enemigo político no hace falta odiarlo personalmente; sólo en la esfera de lo privado tiene algún sentido amar a su enemigo, esto es, a su adversario”.[2]

Este párrafo encapsula la concepción política de Schmitt: al enemigo ni se le odia ni se le ama, sino que se le reconoce una legitimidad como adversario. Hoy se le combate, pero mañana se podría llegar a un acuerdo con él. Al fin y al cabo, la salida natural de la guerra es un tratado de paz. Nótese el contraste de esta visión realista con la visión idealista e hiper-moralizada de aquellos que, transidos de amor a la humanidad, deshumanizan al enemigo, no le reconocen legitimidad alguna y no están dispuestos a cesar hasta su aniquilación absoluta. Aquí radica la distinción – central en el pensamiento de Schmitt – entre la “guerra codificada” del ius publicum europaeum y la doctrina medieval de la “guerra justa” (bellum iustum) que, las más de las veces, conduce a una guerra de aniquilación.

Schmitt profetizó el retorno a gran escala de la idea de la “guerra justa”. La historia de las últimas décadas no ha hecho sino darle la razón.

Quien dice “humanidad” quiere engañar

Carl Schmitt se consideraba a sí mismo como el último representante del ius publicum europaeum, el orden político-jurídico consolidado tras los Tratados de Westfalia (1648) que sucedió al caos y a la ferocidad de las guerras religiosas europeas. En el orden westfaliano las guerras eran “acotadas” y sometidas a unas reglas (ius in bello) hasta que una negociación ponía fin a las hostilidades. Este derecho de gentes europeo evitaba el recurso a la “causa justa” (iusta causa belli) que descalificaba al enemigo en el plano moral, y hacía posible por tanto que los combatientes – Estados soberanos y jurídicamente iguales – se admitieran como “enemigos legítimos” (justus hostis). Pero las guerras ideológicas del siglo XX – señala Schmitt – vienen a revivir la concepción medieval de la “guerra justa”. El enemigo vuelve a ser representado como la encarnación del Mal, como un enemigo de la humanidad al que solo cabe erradicar. ¿Cómo se llegó a esa situación?

“Quien dice humanidad quiere engañar”, repetía Carl Schmitt. En 1898 los Estados Unidos entraron en guerra contra España, con el objetivo de liberar a los cubanos y a los filipinos de unos españoles que – según una prensa ya maestra en fake news – eran el pináculo de la inhumanidad y del sadismo. Concluida la guerra, los Estados Unidos sometieron a Cuba a un sistema neocolonial y en Filipinas provocaron un genocidio que se saldó con un millón de muertos.[3] La guerra de Cuba fue un ensayo de lo que ocurriría en la primera guerra mundial, cuando los anglosajones se enfrentaron a un Imperio alemán también designado como enemigo del género humano. Escribía Carl Schmitt en 1932:

“Cuando un estado combate a su enemigo político en nombre de la humanidad, no se trata de una guerra de la humanidad sino de una guerra en la que un determinado Estado pretende apropiarse un concepto universal frente a su adversario, con el fin de identificarse con él (a costa del adversario), del mismo modo que se puede hacer un mal uso de la paz, el progreso, la civilización con el fin de reivindicarlos para uno mismo negándoselos al enemigo. “La humanidad” resulta ser un instrumento de lo más útil para las expansiones imperialistas, y en su forma ético-humanitaria constituye un vehículo específico del imperialismo económico”.[4]

Schmitt no tenía empacho en señalar quienes eran los grandes maestros en envolver sus intereses particulares en el manto de la moralidad. El jurista de Plettenberg acuñó una expresión que define lo que sería la política norteamericana en los siglos XX y XXI: el “concepto discriminatorio de la guerra”.[5] El giro hacia este concepto se reflejó tras la primera mundial en instrumentos como el Tratado de Paz de Versalles, el Covenant de la Sociedad de Naciones y el Pacto Briand-Kellogg.[6] La guerra pasaba a ser susceptible de una calificación jurídica, positiva o negativa, y en el primer caso se configuraba como un instrumento coactivo, dirigido contra quien viola las normas del derecho internacional. Ahora bien, ¿a quién se confiaba ese poder coactivo?

Los juristas partidarios del enfoque cosmopolita – desde Kelsen a Habermas – han sostenido que esa “función de tutela” del derecho internacional recae sobre las grandes potencias industriales, lo que de facto significa atribuírsela a los Estados Unidos y sus aliados.[7] El retorno de la “guerra justa” supone, por tanto, que las guerras son “legítimas” si las hacen los agentes correctos en nombre de la paz y la democracia, mientras que las guerras “no legítimas” son las conducidas por los adversarios de la hegemonía angloamericana. Quedaba expedito el camino para la “nación indispensable”, según la expresión acuñada en 1998 por la Secretaria de Estado Madeleine Albright.

Moralismo y masacre

Matar en nombre de Dios siempre ha sido una carta blanca para la masacre. Quien quiere hacer de la tierra un paraíso la convierte en un infierno, escribía Hölderlin. Las “religiones políticas” del siglo XX se aplicaron a ello. De entre esas religiones, la religión liberal es la única que sigue viva.

Existe una escatología propia del liberalismo, un fondo irracional en una ideología que se quiere perfectamente racional, un imperialismo de la Virtud que grita ¡hágase la justicia y perezca el mundo! Existe una confluencia letal entre el fondo puritano anglosajón, el ideal cosmopolita neo-kantiano y los medios de destrucción masiva desarrollados en occidente. Vamos a ver con un ejemplo esa peculiar disposición de espíritu.

En 1945, acabada ya la segunda guerra mundial, ¿qué tenía que decir el insigne filósofo y matemático inglés Bertrand Russell, icono del pacifismo y brújula moral de occidente? En un artículo titulado “la última esperanza de la humanidad” el gran pacifista, poseído de santa indignación y justa ira, escribía lo siguiente:

“prefiero todo el caos y destrucción de una guerra conducida por medio de la bomba atómica que la dominación universal de un gobierno que tenga las malvadas características de los nazis”.[8]

Evidentemente el hirsuto filósofo estaba pensando en la Unión Soviética, porque los nazis habían sido derrotados meses antes. Parece que Hiroshima y Nagasaki le habían sabido a poco, porque el bueno de Russell siguió dando ideas. En un artículo posterior – titulado “lo que América podría hacer con la bomba” – escribía lo siguiente: “si la URSS no renuncia (a poseer la bomba atómica, se entiende) las condiciones para una guerra justa …serán reunidas. Un casus belli no será difícil de encontrar”.[9] En noviembre de 1948, en un discurso en Westminster School, el furibundo humanista volvía a la carga al abogar por un ataque nuclear preventivo sobre la URSS. Lo que ocurrió después es bien conocido: el taimado Stalin se hizo con la bomba para consternación de los amantes de la libertad y para alivio de millones de rusos. No hay constancia de que el eximio filósofo volviera a insistir en el uso de la bomba, desde el momento en que cuando cayera él podría encontrarse debajo. Pero si traemos a colación este entremés de fuerza moral británica es para subrayar lo siguiente: la causa de la paz mundial – o al menos, la prevención de las peores formas de la guerra– está mejor servida por un equilibrio razonable de potencias que por la sumisión del mundo a un policía universal. Esa es una idea que Carl Schmitt recalcaba, una y otra vez, en sus estudios sobre el ius publicum europeaum, ese “Nomos de la Tierra” del que él se proclamaba, orgullosamente, el último representante.

Existe, no obstante, una interpretación reciente y torticera de Schmitt que viene a decir algo diferente: el jurista de Plettenberg – con su dialéctica amigo/enemigo – es un soporte doctrinal para los neocon norteamericanos y sus guerras interminables. La división del mundo entre los “defensores de la libertad” – acaudillados por Washington – y el “eje del Mal” de los terroristas islámicos, los dictadores barbudos y bigotudos, Rusia, China, Irán y una lista cada vez más larga, sería – según esta interpretación – una visión del mundo típicamente “schmittiana”. Esta exégesis de brocha gorda mezcla al “nazi” Schmitt con Leo Strauss y con personajes como Paul Wolfowitz o Dick Cheney, en una malgama insostenible.[10] En una línea parecida, se apunta también a una presunta afinidad de Schmitt con el politólogo norteamericano James Burnham, teórico del “containment” durante la guerra fría. Este último supuesto merece un comentario.

James Burnham era un realista político – como Schmitt – y era en buena medida un crítico del liberalismo. Burnham pensaba que el mundo es un “pluriverso” y, al igual que Schmitt, creía que las tentativas de forzar la unidad del mundo solo engendran desorden y caos. Pero las semejanzas no van mucho más allá. Mientras Schmitt criticaba la transformación de la doctrina Monroe en un instrumento de intervención universal, Burnham defendía que eso era precisamente lo que había que hacer. “Sólo puede quedar uno”, venía a decir sobre la confrontación de América con la Unión Soviética. Burnham también pensaba – así lo escribió en 1947 – que “un golpe repentino y masivo contra la Unión Soviética podría salvar muchas vidas y bienes (…) lanzar ese golpe, lejos de ser moralmente equivocado, es moralmente obligatorio”.[11]

El mundo de los anglosajones tiene una curiosa obsesión con la moral. Sus guerras han de ser “justas”, sus fines han de ser “morales”. Moralismo y masacre van en ellos a la par. La guerra preventiva (condenada por el Tribunal de Nuremberg) es una forma de evitar males mayores; como la guerra de sanciones, aunque sus víctimas sean casi siempre poblaciones civiles (como el medio millón de niños en Irak que “mereció la pena”, según la Secretaria de Estado Madelaine Albright). Dresde, Hiroshima, Nagasaki, Vietnam… hay una forma pulcra e higiénica de hacer la guerra, una guerra desde el aire, apretando botones como en un videojuego, sin perturbar la vista con imágenes desagradables, desde la total ausencia de contacto entre verdugo y víctima, porque sabido es que ésa es la forma más “rápida y humana” de acabar la guerra. La talasocracia americana es, sobre todo, una talasocracia aérea (como vio Carl Schmitt en Tierra y Mar). La “guerra discriminatoria” es la “guerra justa”, la forma puritana de hacer la guerra. Una guerra-expedición punitiva en defensa de “nuestros valores”; una guerra-safari contra ejércitos andrajosos y perros desdentados. Para unos, la buena conciencia y el info-tainment a la hora del desayuno. Para otros, los muertos. Y si muertos de nuestro bando tiene que haber, que los ponga el cipayo, el socio, el “proxy”. O así venía siendo, al menos hasta ahora…

Carl Schmitt tenía ideas muy diferentes sobre las guerras “morales”. “Si la finalidad de la guerra es moral, entonces los medios que se emplean serán inmorales, porque nada que se interponga ante el triunfo del Bien sobre el Mal puede tolerarse, y ningún nivel de sacrificio humano será demasiado grande para proteger al Noble Guerrero”.[12] El tiempo no ha hecho sino dar la razón a Schmitt.

La guerra del futuro

Carl Schmitt no era un “pensador católico” sino un católico que pensaba, es decir, que tenía ideas propias. Por eso no se adhería a la teoría de la “guerra justa” que deriva de San Agustín. No hay guerras morales – decía Schmitt – y la guerra nunca puede ser moral. Pero evidentemente Schmitt no era un pacifista. Si la guerra se justifica es para él por razones meramente existenciales, cuando el enemigo amenaza nuestra existencia o nuestra forma de vida. El juego de la supervivencia es un imperativo “etológico” que está más allá del bien y del mal, no hay nada particularmente “moral” en ello. ¿Era Carl Schmitt un pensador amoral?

No exactamente. Schmitt se identificaba con el ius in bello que también arranca de San Agustín y de Santo Tomás de Aquino. Las ideas de proporcionalidad en los medios y de distinción entre combatientes y no combatientes permitieron limitar – por obra del ius publicum europeaum – los peores efectos de la guerra. Los elogios de Schmitt al período que discurre entre la paz de Westfalia (1648) y la primera guerra mundial (1914) se refieren a ese reconocimiento de la guerra como una actividad legítima de los Estados que, como tal, puede ser reglamentada. Pero esta moderación obedecía también a razones materiales. Entre los siglos XVII y XIX – la época de las “guerras de gabinete” – la capacidad de destrucción era todavía limitada, de forma que los combatientes estaban básicamente igualados. Eso hacía que todos tuvieran interés en moderar los efectos de la guerra.

Ahora bien, ¿qué pasa cuando la tecnología hace posible la aniquilación total de un adversario? ¿Qué pasa si un Estado dispone de tal tecnología? ¿No se verá tentado a invocar razones morales para obtener, de la manera más rápida, una victoria aplastante?

Carl Schmitt fue un pensador de la técnica. Más en concreto, de la relación entre la técnica y la “guerra justa”. Según esta última teoría, el empleo de medios de destrucción masiva es aceptable contra un Mal absoluto que es preciso erradicar. Aunque también podría dársele la vuelta al argumento: ¿no será que la posesión de ese tipo de armamento exige el retorno de la “guerra justa”? ¿No será que la “guerra justa” es la coartada moral para imponer una hegemonía al menor coste posible? Nos encontramos entonces “no ante una resurrección de las doctrinas cristianas – escribe Schmitt – sino ante un epifenómeno ideológico de la evolución industrial y técnica de los medios modernos de destrucción”. El desarrollo estos medios “abre bruscamente el abismo de una discriminación jurídica y moral igualmente destructiva”. [13]

Las guerras globales en defensa de los “derechos humanos” – emprendidas por Estados Unidos y sus satélites en las últimas décadas – responden a este último patrón: uso selectivo y/o manipulación del derecho internacional, deshumanización del enemigo (ritualmente convertido en “Hitler”) y empleo de medios de destrucción cada vez más sofisticados contra enemigos muy inferiores (doctrina “shock and awe”). De lo que se sigue la destrucción sistemática de las infraestructuras civiles y la reducción a la miseria de la población no combatiente. Pero todo eso es algo que al lector de Schmitt no le pilla desprevenido. El jurista de Plettenberg ya formulaba en El Nomos de la Tierra la hipótesis de que, bajo la retórica humanitaria wilsoniana, se ocultaba no sólo la lógica expansionista del capitalismo industrial y comercial, sino el proyecto de una hegemonía mundial. En este punto – escribe Danilo Zolo – Carl Schmitt alcanza la cima de su capacidad de análisis y predicción clarividente.

“La guerra que se perfila en el horizonte no será sólo una guerra global, asimétrica, justa, humanitaria, sino que implicará además una discriminación abismal del enemigo, puesto que adoptará la forma de una permanente “acción de policía” internacional controlada por los Estados Unidos (…) No será una guerra entre Estados susceptible de concluirse con un tratado de paz, sino una “guerra civil mundial” permanente, conducida por una gran potencia con el fin de someter al planeta entero a un control político-militar”.[14]

Desde el momento en que la presencia del “otro” (los Estados reacios al orden liberal) se percibe como una amenaza permanente, la distinción entre la guerra y la paz se difumina (la llamada “guerra contra Terror” es un ejemplo claro de esto) y todos los medios de relación entre Estados se convierten en instrumentos de guerra híbrida (“the weaponization of everything”). El resultado final será, inevitablemente, una guerra global con armas de destrucción masiva cada vez más mortíferas y sofisticadas.

Esta es la historia de las últimas décadas, anunciada por Schmitt a mediados del pasado siglo. La parte más dura de la profecía está por cumplirse.

Salir del círculo

Tres décadas después del anuncio triunfante del “fin de la historia”, no sólo la historia no ha acabado, sino que nos sitúa ante un horizonte de guerras infinitas, cuando no ante una conflagración que sería la última. La concepción normativista de un derecho internacional “global” choca con la realidad de las naciones, de las culturas, de las religiones y de los pueblos. La experiencia ha demostrado que esa visión cosmopolita – sostenida militarmente por occidente – era sólo el reverso de una vocación hegemónica que, como tal, sólo puede ser mantenida por la fuerza.[15] ¿Frente a qué perspectiva nos sitúa esto?

En el siglo XXI la correlación de fuerzas ha cambiado. El poder de injerencia universal que occidente se había arrogado ya no es sostenible. Lo que se combina con una situación extremadamente peligrosa: la de un hegemón decadente que rehúsa aceptar la nueva realidad. Sus reacciones ante los planteamientos “revisionistas” del orden internacional sólo pueden generar nuevos ciclos de terrorismo global, conflictos híbridos y guerras asimétricas, con el riesgo de una confrontación nuclear como telón de fondo. Un escenario al borde del abismo. ¿Puede vislumbrarse – desde las categorías schmittianas – alguna salida de este círculo vicioso?

Un primer paso consistiría en otra forma de pensar la guerra. Más concretamente, en el abandono de la noción de “guerra justa” como hipócrita coartada para ejercer el “terrorismo humanitario” (en expresión de Danilo Zolo). Hay un lugar común que dice que la “guerra justa” es un virtuoso punto intermedio entre el belicismo (que justifica siempre la guerra) y el pacifismo (que no la justifica jamás). Pero eso no es cierto y Schmitt lo denuncia a las claras. “En el siglo XX la creencia en la guerra justa, “lejos de representar una posición moderada entre dos extremos, se sitúa en el corazón de una ideología que deshumaniza a quien no comparta sus valores esenciales”.[16] ¿Qué ideología es esa?

En las guerras de la Europa medieval no era raro que todos los beligerantes de una “guerra justa” se reclamasen de un mismo sistema de creencias: el cristianismo. Pero en las guerras de los siglos XX y XXI el enfrentamiento se produce entre bandos con diferentes culturas, diferentes religiones, diferentes sistemas de creencias. Si en las guerras europeas de la Edad media el enemigo podía ser considerado un “mal cristiano” (pero cristiano, al fin y al cabo), en las guerras del siglo XXI el enemigo de los liberales nunca podrá ser un “mal liberal”, sino un enemigo de la sociedad abierta, un autócrata, un avatar de Hitler o de Stalin, un monstruo con quien la negociación es imposible. Se abre así un escenario de guerra total contra quien rechace el sistema de creencias del liberalismo. El liberalismo – afirma Schmitt – “como sistema de creencias no es menos global que el leninismo, y ello a pesar de toda su retórica sobre la defensa de todos los seres humanos”.[17] La guerra por la victoria de los principios liberales – el “orden liberal” internacional, el “orden basado en reglas”, etcétera – exige la supresión de los principios no liberales y la destrucción de todos aquellos que los sostienen. Bajo su falsa pretensión de neutralidad y moderación, el orden liberal no cesa de jugar con fuego.

¿Cómo salir de esa dinámica suicida? El problema del liberalismo – decía Schmitt – es que pretende extinguir lo político por medio de la moral, de la economía, del derecho (“no hay una política liberal sino una crítica liberal de la política”). De lo que se trata, por el contrario, es de liberar lo político del asedio de la moral. Y para eso es necesario retomar la distinción “amigo-enemigo”. Pero no bajo la forma de un enfrentamiento entre el Bien y el Mal, entre lo humano y lo inhumano, sino de una manera en la que el enemigo sea aceptado como un adversario, con intereses diferentes que pueden ser legítimos, y con el que eventualmente se puede llegar a algún tipo de acuerdo. El abandono del mesianismo escatológico liberal es una condición necesaria para salir del círculo de la guerra infinita.[18]

Hay otra salida, apuntada por Schmitt, que tiene una dimensión más propiamente geopolítica. Se trata, ni más ni menos, que del nuevo Nomos de la Tierra que se dibuja en el horizonte. No se trata tanto de una receta como de una visión, que Carl Schmitt – ya en la primera mitad del siglo XX – atisbó de forma premonitoria. El siglo XXI lleva los visos de darle la razón.

Continúa….


[1] Robert Redeker, Le soldat imposible. Pierre-Guillaume de Roux 2014, pp. 228y 236.

[2] Carl Schmitt, El Concepto de lo Político. Alianza Editorial 1991, p. 59.

[3] Oier Zeberio, “El olvidado genocidio de Estados Unidos sobre el pueblo filipino”.

https://www.eulixe.com/articulo/reportajes/estados-unidos-genocidio-pueblo-filipino/20211021135017024467.html

[4] Carl Schmitt, El Concepto de lo Político. Alianza Universidad 1991, p. 83.

[5] Carl Schmitt, “Le tournant vers le concept discriminatoire de la guerre (19371938)” en Carl Schmitt, Guerre discriminatoire et logique des grandes espaces. Krisis 2011, pp. 96-97.

[6] El Pacto Briand-Kellogg fue firmado el 28 de agosto de 1928 por el Ministro francés de Asuntos Exteriores Aristide Briand y el Secretario de Estado norteamericano Frank B. Kellogg. Frente a lo que suele pensarse, este pacto no prohíbe la guerra (outlawry of war), sino que hace algo mucho más sutil: se prohíbe “la guerra como instrumento de las políticas nacionales”. Quedaba así abierta la decisión sobre qué guerras entraban o no en la categoría de ilícitas, decisión que los Estados Unidos – previsiblemente – se atribuyeron a sí mismos.

[7] Danilo Zolo, Los Señores de la Paz. Dykinson 2005, p. 16.

[8] Bertrand Russell, “Humanity, s last chance”, en Cavalcade, 20 octubre 1945. Citado en: Carlos Escudé, “The Legitimacy of Interstate Hierarchy”, en Nation, State and Empire. Belonging in a Globalized World. Edited by kurt Almqvist. Bokförlaget Stolpe 2022, p. 318.

[9] Bertrand Russell, “What America could do with the bomb”, en Obra citada, p. 318.

[10] La politóloga belga Chantal Mouffe rebate eficazmente esas aseveraciones en: Chantal Mouffe, “Carl Schmitt´s warning on the dangers of a unipolar world”, en The International Political Thought of Carl Schmitt. Terror, liberal war and the critics of global order. Edited by Louiza Odysseos and Fabio Petito. Routledge 2008, pp. 147-153.

[11] James Burnham, The Struggle for the World, 1947. Citado en: Carlos Escudé, “The Legitimacy of Interstate Hierarchy”, en Nation, State and Empire. Belonging in a Globalized World. Edited by Kurt Almqvist. Bokförlaget Stolpe 2022, p. 320.

James Burnham (1905-1987) fue un escritor politico estimable. Entre sus obras destacan: The Machiavellians, Defenders of Freedom (1943), Lume Books, 2020, y Suicide of the West. An essay on the meaning and destiny of liberalism(1964). Encounter Books, 2014.

[12] Gabriella Slomp, “Cinq arguments de Carl Schmitt contre la “guerre juste””. En Krisis nº 23, abril 2010, p. 115.

[13] Carl Schmitt, Le Nomos de la Terre. PUF 2001, p. 319.

[14] Danilo Zolo, “El profeta de la guerra total”, prefacio a: Carl Schmitt, Guerre discriminatoire et logique des grandes espaces. Krisis 2011, pp. 28-29.

[15] Refiriéndose a Hans Kelsen, principal representante del normativismo jurídico y gran adversario de Carl Schmitt, escribe agudamente Danilo Zolo: “es paradójico que un autor que apela a ideales pacifistas y antiimperialistas – y que hace de la paz el fin último del derecho – asuma la guerra (justa) como condición de juridicidad del ordenamiento internacional (y por tanto, debido a su tesis monista, del derecho tout court)”. Danilo Zolo, Los Señores de la Paz, Dykinson 2005, p. 32.

[16] Gabriella Slomp, “Cinq arguments de Carl Schmitt contre la “guerre juste””. En Krisis nº 23, abril 2010, p. 102.

[17] Gabriella Slomp, Obra citada, pp.115-116.

[18] A la crítica de Schmitt a la “guerra justa” se oponen varias objeciones históricas. La primera y más importante: la Alemania nacionalsocialista no necesitó justificarse en ninguna doctrina de la “guerra justa” para perpetrar sus atrocidades. Otra objeción – expresada entre otros por el politólogo Benno Teschke – consiste en alegar que la codificación del ius in bello fue llevada a cabo por Estados liberal-constitucionales en la segunda mitad del siglo XIX, lo que supuestamente contradice la acusación de que el liberalismo tiende a practicar la “guerra total”. Esta crítica presenta un flanco vulnerable, en cuanto parece reducir el liberalismo a una arquitectura política formal. Indudablemente, los Estados europeos a fines del siglo XIX tenían constituciones liberales, pero el liberalismo no era todavía un hecho social total y el sistema internacional, la política exterior, la cultura y las mentalidades europeas se regían, en gran parte, por códigos pre-liberales. Así fue al menos hasta el término de la primera guerra mundial.

Desde el punto de vista histórico la teoría de Schmitt tiene, qué duda cabe, sus limitaciones, también en su visión – excesivamente positiva – sobre la realidad de la guerra en el período que transcurre entre 1648-1914. Pero Schmitt no escribía historia, sino que formulaba categorías, y éstas son hoy plenamente pertinentes para iluminar los peligros del enfoque “moral” aplicado a la guerra, sean quienes sean los que se apliquen a ello (liberales, marxistas o fundamentalistas).

Para una profusa crítica de la teoría de Carl Schmitt sobre la guerra: Benno Tescher, “Carl Schmitt´s concepts of War. A categorical failure”, en Jens Meierhenrich y Oliver Simmons (editores), The Oxford Handbook of Carl Schmitt, Oxford University Press 2019, pp. 367-400.

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