En el principio era la guerra: carl schmitt ante el siglo XXI (III)

En el principio era la guerra: carl schmitt ante el siglo XXI. Adriano Erriguel

En el principio era la guerra: Carl Schmitt ante el siglo XXI (II)


El mundo no puede prescindir de ser mandado, y por ello “orientado” por una potencia y unos valores dominantes. La cuestión es saber ¿quién domina hoy aquí?

Ortega y Gasset se hacía esas consideraciones al término de la primera guerra mundial. Setenta años después – al término de la guerra fría – la respuesta a esas preguntas parecía clara. Pero hoy ha dejado de estarlo; al viejo emperador se le escurre el cetro de entre las manos. El eje del mundo se desplaza y lo hace al compás de tambores de guerra. Se desmorona el relato de la globalización feliz, el espejismo de una humanidad armonizada, estandarizada, reconciliada en las “normas y reglas” de occidente. La des-globalización asoma en el horizonte. La obra de Carl Schmitt nos ofrece categorías para pensar el mundo que se avecina.

Hay un reproche que desde la suficiencia académica se le dirige al autor de El concepto de lo Político: el de vivir en un apocalipsis permanente. Ciertamente, a Schmitt le interesaban más las circunstancias excepcionales que las normales. Y desde la experiencia de su tiempo, el sabio de Plettenberg anunciaba la llegada de un nuevo Nomos de la tierra. Pero también escribía: “muchos piensan vivir el fin del mundo. En realidad, no vivimos más que el fin de las relaciones tradicionales entre la tierra y el mar”.[1] ¿Qué significa eso?

Schmitt se refería en sus escritos a la “revolución del espacio”, a un cambio en la naturaleza de los instrumentos de dominio, a una transformación consumada por la técnica, y destinada a superar el dualismo entre potencias terrestres y potencias marítimas. A lo que Schmitt se refería es al proceso de desterritorialización del poder. Pero hoy, en la tercera década del siglo XXI, asistimos a otro momento schmittiano, a un movimiento telúrico por el que la tierra reclama sus derechos.

¿En qué manos recaerá el cetro del mundo?

La ilusión del iusglobalismo

Desde 1945 el orden mundial ha oscilado entre un universalismo de fachada – encarnado por la Asamblea General de las Naciones Unidas – y los juegos de poder que, entre bambalinas, despliegan los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Las grandes potencias envuelven sus intereses en el lenguaje de lo universal y del derecho, de forma que las Naciones Unidas quedan reducidas – escribe el filósofo italiano Danilo Zolo – a “puras funciones adaptativas de legitimación subrepticia a posteriori del statu quo impuesto a través de la fuerza¨.[2] Se revela así el carácter ilusorio del iusglobalismo, de esa concepción racionalista y normativista del derecho internacional que “deja en la sombra, en nombre de una visión idealizada de la justicia internacional, la estrecha conexión que vincula el derecho internacional, el poder político y la fuerza militar, y menosprecia la interacción compleja entre las estructuras normativas, por una parte, y los procesos culturales y económicos, por la otra”.[3] El gran doctrinario del iusglobalismo fue el jurista judeo-austríaco Hans Kelsen. Pero mal que les pese a juristas, moralistas y teólogos, la realidad es más schmittiana que kelseniana.

¿Significa eso que todo es política y que nada es derecho? La pregunta responde a un enfoque volitivo – quedarnos sólo con la parte que deseamos ver – y eso la hace irrelevante.

El derecho internacional es política y es derecho, y eso es así porque “cada uno de los conceptos, principios o reglas que lo componen tienen esas dos caras que nos sitúan en el terreno de la indeterminación”.[4] A partir de 1945 la sociedad internacional se estructuró como casi siempre lo hizo: de forma jerárquica. Una jerarquía que se polarizó, primero, en torno a dos bloques antagónicos, y después en torno al gran vencedor de la guerra fría. Esa cruda realidad hegemónica fue embellecida – durante los años unipolares – por un uso selectivo del derecho internacional, de forma que el gendarme universal se arroga un derecho de injerencia en base a excelsos argumentos: la promoción de la democracia, la defensa de los derechos humanos, la “responsabilidad de proteger” o el mantenimiento de un orden mundial “basado en reglas”.

La anulación del derecho internacional y la normalización de la guerra y la violencia – más allá de toda consideración jurídica y humanitaria – forman parte del balance de los años unipolares. Pero por muy deplorable que parezca, no le faltan a esta situación apoyaturas teóricas; justificaciones para algo que, a primera vista, parece poco justificable: que cierto tipo de Estados pueden hacer lo que quieran. La llamada “teoría democrática de la paz” es una de esas elaboraciones.

La paz liberal

La llamada “teoría de la paz democrática” (TPD) bien podría llamarse “teoría de la paz liberal” puesto que parte de una identificación entre democracia y liberalismo. Lo que esta teoría viene a decir, básicamente, es que en condiciones normales las democracias liberales no se hacen la guerra entre sí, dado que el respeto a los derechos individuales, la tolerancia y el énfasis en la resolución pacífica de conflictos – características todas ellas de las democracias – prevalecen frente a cualquier inclinación a la guerra. A lo que se añaden los factores institucionales – control del ejecutivo y separación de poderes – que obran a favor de la paz. De este razonamiento se extrae una primera conclusión: luchar por la expansión de la democracia liberal – y por el derrocamiento de las “autocracias” – es luchar por la paz en el mundo. La “TPD” conoció su momento de gloria durante las dos décadas posteriores a la guerra fría, y subyace en el conocido argumento de Fukuyama sobre el “fin de la historia”.

De la TPD se deriva una segunda conclusión: en la sociedad internacional existe una legítima jerarquía de Estados, según la cual “algunos Estados son a priori sospechosos, peligrosos y amenazadores, y como tales son objeto de vigilancia estratégica constante y, si necesario fuere, de intervención por parte de los Estados democráticos”.[5] Se evacúan así los principios de respeto a la soberanía, de no intervención y de prohibición de ataques preventivos, habida cuenta de que los Estados iliberales “son vistos prima facie como no razonables e impredecibles”. Nótese que ésta es una visión (radicalmente “anti-schmittiana”) de la enemistad y del conflicto como patologías, como anomalías provocadas por la presencia residual de regímenes no democráticos. De lo que se sigue un importante corolario (subrayado por los politólogos Linda S. Bishai y Andreas Behnke):

“los límites al uso de la fuerza, que el derecho internacional indiscriminadamente impone sobre las democracias y las no democracias, necesita ser relajado a favor de las primeras, para que éstas puedan controlar mejor a las segundas. Como mínimo, las reglas generales de derecho internacional deben ser definidas y establecidas por los Estados democráticos, incluso cuando también se aplican a los Estados no democráticos”.[6]

Así se justifica – en los casos “urgentes” y ante la parálisis del Consejo de Seguridad – que los guardianes del orden liberal y sus organizaciones subsidiarias puedan intervenir unilateralmente de manera “ilegal pero legítima”. Según este razonamiento la invasión de Irak en 2003 estaba justificada, tuviera o no este país armas de destrucción masiva, dado que en cualquier caso no era una democracia liberal. “La guerra liberal – señalan Bishai y Behnke – es, en último término, una guerra ontológica: una guerra contra una forma diferente de ser, más que contra un enemigo estratégico”.[7]

No es nada casual que en el idiolecto del “Lado Bueno de la Historia” las invocaciones al derecho internacional hayan sido sustituidas por un concepto para-jurídico y brumoso: el respeto a un “orden internacional basado en reglas”, reglas que, en la práctica, son puntualmente reveladas por los adalides de la paz liberal. “Haced lo que nosotros decimos, no lo que nosotros hacemos”, ése es el mensaje que éstos parecen tener para el resto del mundo.[8]

Adictos a la guerra

¿Es realmente el orden liberal un factor de paz en el mundo? Su tan proclamada legitimidad moral ¿es realmente legítima? La “teoría de la paz democrática” ¿responde a la realidad?

Para el profesor norteamericano John J. Mearsheimer la TPD carece de valor explicativo. Para empezar, la afirmación de que las democracias no luchan contra ellas mismas es históricamente insostenible. Por ejemplo, la primera guerra mundial fue una guerra de democracias entre las que se contaba – a pesar de los estereotipos propagandísticos – el Imperio alemán. Otra ristra de ejemplos la ofrecen los Estados Unidos con su historial de derrocamientos de gobiernos democráticos en todo el mundo.[9] La principal debilidad de la TPD es, por tanto, la afirmación sobre el pacifismo de las democracias. Escribe Mearsheimer:

“Los Estados Unidos han luchado siete guerras desde el fin de la guerra fría, y han iniciado las siete. Durante ese período ha estado en guerra dos de cada tres años. No es exageración decir que los Estados Unidos son adictos a la guerra”.

La TPD también falla estrepitosamente en su afirmación de que las democracias luchan de forma más moral y virtuosa que las no democracias. Numerosos estudios sobre víctimas civiles demuestran que “las democracias están de alguna manera más inclinadas que las no democracias a utilizar objetivos civiles” y que “los Estados Unidos han matado a millones de civiles, muchas veces a propósito”.[10] La conclusión de Mearsheimer es la que ya hemos visto arriba: sin una autoridad para mantener el orden, el liberalismo no puede funcionar. Con lo que al final nos encontramos es, por tanto, con eso que los politólogos llaman la “analogía doméstica” (domestic analogy): así como el Estado asegura la paz en el orden interno, así un gendarme internacional debe asegurar la paz en el mundo. Y como el fin justifica los medios, los escrúpulos legales pasan a segundo plano. No tiene nada de extraño que los Estados Unidos – que aseguran combatir el terror y las drogas – hayan financiado operaciones clandestinas con dinero de la droga y hayan apoyado a grupos terroristas cuando lo han juzgado oportuno. Según la TPD el calificativo de “Estado gamberro” no es aplicable en estos casos, dado que todo ello responde a “una simple realidad de la vida, esta falta de equidad es también legítima (…) es más, a veces puede ser también moralmente legítimo para un hacedor de las reglas el asegurar esta jerarquía interestatal a través de medios violentos, como una forma de preservar el orden del mundo”.[11] Tras su excursión por los cerros de la Virtud el liberalismo acaba en la Realpolitik. ¿Algún problema con eso?

Ante la saturación de monsergas sobre el “orden basado en reglas”, la franqueza siempre es de agradecer. Vemos que en la vida real el liberalismo se posiciona en los términos fijados por Schmitt: la voluntad del soberano prevalece sobre la ley; la decisión tomada en los casos de excepción es la fuente última del orden; el derecho es el reflejo de una relación de fuerzas (de una superestructura, dirían los marxistas). El orden liberal no es una excepción, sino todo lo contrario.[12]

Mesianismo idolátrico

¿Podemos decir que el orden liberal está abocado a la guerra?

Al utilizar el discurso de la humanidad, el orden liberal – con bastante éxito – oculta su política, que es la política de liberarse de lo político. “Cuando la modernidad liberal pone el foco sobre las cuestiones morales lo hace para ignorar o sobrepasar las cuestiones relativas a los conflictos, y es por tanto una batalla contra lo político, tal y como Schmitt define lo político: en los términos de la distinción amigo/enemigo”.[13] Ahora bien, cuando por medio de la moral , de la economía y del derecho el orden liberal pretende acabar con lo político, eso es también – le guste o no – una posición política. El orden liberal aspira a un mundo normalizado, a un mundo sin enemigo, sin esas formas diferentes de ser contra las que el liberalismo se encuentra en permanente guerra ontológica. El filósofo italiano Costanzo Preve lo llamaba “la Cuarta Guerra Mundial”: una guerra geopolítica y cultural de carácter global que es conducida por el imperio mesiánico de los Estados Unidos contra el resto del mundo “rebelde”.[14]

Carl Schmitt fue aquí, una vez más, visionario. Caesar dominus et supra grammaticam (“César también reina sobre la gramática”) escribía en El Nomos de la Tierra, anunciando el intento americano de imponer un monopolio global en el léxico y el vocabulario teórico (la corrección política, el LGTBIQ+ y la ideología woke forman parte de esa dimensión polimórfica del imperio americano). Un mesianismo peculiar el de ese imperio – apunta Preve – en cuanto está desprovisto de auténtica promesa mesiánica, es decir, de la promesa de otra realidad que sustituya a la realidad presente. No. Lo que el mesianismo americano ofrece es la extensión planetaria de una des-civilización que – en expresión de Eduard Limonov – hace imposible la verdadera grandeza para garantizar un Happy Meal a todo el mundo. Por su carácter inmanente se trata (si lo miramos bien) de un mesianismo “idolátrico”.[15]

Conviene advertir, no obstante, que la crítica de Carl Schmitt al imperialismo norteamericano (a diferencia de muchas críticas “de izquierdas”) no es una crítica moral. El jurista de Plettenberg tiene por este imperialismo “una especia de consideración, en cuanto observa en él una expresión más auténtica y consecuente de la política moderna que las construcciones humanistas y liberales de las que se reclama la sociedad de naciones”.[16] No hay aquí moralismo, sino toma de posición política frente a la homogeneización del mundo. Como escenario alternativo, Carl Schmitt evoca la posibilidad de un pluriverso, de una pluralidad de “grandes espacios” según la fórmula “grandes espacios frente a universalismo” (Grossraum gegen Universalismus).[17]

 ¿Un nuevo orden “westfaliano”?

Se dice que Carl Schmitt es un pensador de la derecha que inspira a la extrema izquierda. La anarquía es, para Schmitt, preferible a la unidad del mundo.[18] Frente al proyecto de homogeneización liberal del planeta, Schmitt oponía una especie de vuelta del “orden westfaliano”. Pero se trata – por así decirlo – de un orden westfaliano corregido y aumentado. Lo que Schmitt vislumbraba era un orden de “grandes espacios” por encima de los Estados soberanos, dentro un equilibrio que refleje la complejidad y el pluralismo el mundo. Veamos cómo el paso del tiempo ha tratado a su visión.

El “gran espacio” – dice Schmitt –aparece como paradigma con la “doctrina Monroe” (1823), que prohíbe la intervención de potencias extranjeras en el nuevo continente. Pero esta doctrina evolucionó, de manera gradual, hacia un derecho de injerencia de los Estados Unidos en todo el mundo. El “gran espacio” schmittiano recoge la idea original – geográficamente acotada– de la doctrina Monroe. El gran espacio es un área geográfica dominada por una potencia que actúa como campo magnético sobre un grupo de Estados, y que representa una idea política distinta, formulada con un oponente específico in mente. La distinción entre amigo/enemigo es, por tanto, inherente a la idea de gran espacio. El gran espacio no supone la desaparición de los Estados, ni la del derecho internacional, sino su inserción en una dinámica neo-regionalista. Lo que se presta a algunos equívocos que conviene despejar.

Schmitt formuló su teoría de los grandes espacios en 1939. No se puede descartar en ello – escribe Oriol Casanovas – ciertas “dosis de oportunismo en función de las circunstancias del momento”.[19] El planteamiento de Schmitt se distinguía del Lebensraum nazi en cuanto no tenía un sentido biológico-racial, pero tampoco se oponía expresamente a él (si bien eso no le libró de las crítica del partido).[20] El gran espacio no es una teoría ad hoc, sino una tesis predictiva que resulta válida tanto para la política de bloques en la guerra fría, como – en el siglo XXI – para el orden multipolar que toma el relevo de la hegemonía de occidente.

El “gran espacio” se distingue de la idea de Imperio, si bien ambos conceptos no son incompatibles. “Cada gran espacio – escribe Alain de Benoist – debería estar centrado en torno a un Imperio que regularía las relaciones de los países miembros y permitiría al gran espacio desarrollar una idea política propia (…) el Grossraum no debe confundirse con el Reich, cuya misión es solamente organizar el gran espacio y protegerlo de toda intervención exterior”.[21] Este Imperio no es “imperialista” en el sentido de que no se expande territorialmente, ni extiende su soberanía a escala del gran espacio. La existencia de imperios y de grandes espacios – lo que Carl Schmitt denomina “estructura espacial” (Raumstruktur) – generaría un sistema multipolar y opuesto al imperialismo universalista.[22]

La teoría de los grandes espacios no gustó a los ideólogos nazis, que la juzgaban demasiado abstracta. Pero desde la perspectiva actual podemos decir que el diagnóstico de Schmitt sobre la historia y la estructura del orden internacional fue esencialmente correcto.[23] Muchos de sus análisis se vieron confirmados durante la guerra fría: la obsolescencia de las soberanías estatales, el fin del mundo westfaliano de Estados nacionales, el surgimiento de dos grandes bloques dirigidos por potencias imperiales…

Acabada la guerra fría, su predicción sobre un pluriverso de grandes espacios se vio desmentida por la globalización y por el nuevo orden unipolar. O al menos eso parecía.

Como el sol que sale

En la tercera década del siglo XXI menos de un 14% de la población mundial vive en Europa y en América del Norte, y más de un 86,49% lo hace en el resto del mundo. La Organización de Shangai reúne por sí sola al 45% de la población mundial. Más de la mitad de la población de la Unión Europea es mayor de 44 años. El 60% del PIB mundial está en la región Asia-Pacífico con China como epicentro. La casi totalidad de las reservas energéticas y minerales del planeta se encuentran en Oriente Medio, en Asia, en Venezuela y África. Las mayores potencias espaciales son Rusia y China. Los BRICS reúnen nuevos miembros e impulsan – de forma cauta pero decidida – un proceso global de desdolarización. Basten esos datos para comprender que el fin de la hegemonía de occidente es tan inexorable como el sol que sale cada mañana. [24] ¿Cómo designar al orden mundial emergente?

Multipolarismo es la palabra de moda. El multipolarismo es una realidad de facto y no de iure. El multipolarismo constata que la igualdad soberana de los Estados es una fachada. Los “polos” del multipolarismo son aquellos actores capaces de garantizar su seguridad por sí mismos, con medios al mismo nivel que los de la primera potencia existente. “Es soberano quien posee la bomba atómica”, venía a decir Gustavo Bueno. Pero esa no es esa la única característica del multipolarismo, ni la más importante.

El orden multipolar es también un pluriverso. Es el orden que no acepta como condición sine qua non el carácter universal de los valores fijados por occidente. El multipolarismo se sitúa más allá de la visión “progresista” del tiempo histórico, según la cual la humanidad se dirige hacia un modelo común para todos los hombres. El orden multipolar es el mundo de la “pluralización de las hegemonías” (Chantal Mouffe), el que renuncia a la esperanza ilusoria de una unificación política planetaria, el que rechaza la idea de una autoridad central. El mundo multipolar no supondrá, desde luego, el fin de las guerras y el fin de los conflictos. Pero hay buenas razones para pensar que esos conflictos serán “menos susceptibles de adoptar un carácter antagónico que en un mundo en el que un modelo económico y político único sea presentado como el único legítimo, e impuesto a todas las partes en nombre de una racionalidad y de una moralidad pretendidamente superiores”.[25] El “orden liberal” no aceptará el orden multipolar, no al menos sin lucha.

La “cuarta guerra mundial” (Costanzo Preve) tiene un carácter continuo, híbrido y total. En comparación con las tres guerras mundiales anteriores – incluida la guerra fría – ésta es la guerra más “cultural” de todas. Lo es porque moviliza a la diversidad del mundo contra un nihilismo respaldado por una fuerza militar aplastante. En una obra de gran impacto, el sociólogo francés Enmanuel Todd ofrece la siguiente definición del nihilismo: “el nihilismo – tal y como yo lo entiendo – comporta dos dimensiones fundamentales. La más visible es la dimensión física: una pulsión de destrucción de las cosas y los hombres, noción a veces útil cuando se estudia la guerra. La segunda dimensión es más conceptual (…): el nihilismo tiende irresistiblemente a destruir toda noción de verdad, a prohibir toda descripción razonable del mundo”.[26] Ahora bien, toda civilización auténtica tiene su propia vía de acceso a la verdad y propone una descripción razonable del mundo. Es inevitable que un choque frontal se produzca.

La era de los Estados-civilización

Tras la segunda guerra mundial un insigne teórico británico de las relaciones internacionales, E. H. Carr, anunciaba la emergencia de una serie de unidades multi-nacionales que culturalmente deberían llamarse “civilizaciones”, y a las que, al no verse confinadas por fronteras nacionales estrictas, cabría aplicar el nombre de “grandes espacios”.[27] E. H. Carr no citaba a Schmitt pero no cabe duda de a quién se refería.

En los años 1950 Carl Schmitt especulaba con las formas que el nuevo Nomos de la tierra podría adoptar y evocaba una combinación de “grandes espacios independientes” o “bloques”: China, India, Europa, la Commonweath, el mundo hispánico y un bloque árabe. En los años 1960 señalaba que el “tercer mundo” podría abrir la vía hacia esa pluralidad de grandes espacios.[28]

En el año 1996 el norteamericano Samuel Huntington publicaba su famoso libro El Choque de Civilizaciones, en el que demolía las tesis de Fukuyama. Huntington nunca habló de bloques cohesionados y homogéneos, sino que sostenía que en cada civilización existiría un Estado central dominante, que aseguraría la unidad y la coherencia estratégica del bloque: Rusia para el bloque ortodoxo, China para el bloque confuciano, los Estados Unidos para occidente, mientras en la “Casa del Islam” la cuestión permanecía abierta. Más allá de su valor descriptivo, la teoría de Huntington tiene una mercancía ideológica: la de “convencer a los europeos de que pertenecen a la misma civilización que los americanos e israelitas, convencerles de que el Islam y China son dos bloques amenazadores, y de que ninguna política de apertura mediterránea es posible para los europeos. Las teorías geopolíticas son también armas estratégicas”.[29]

En los años 1990 hizo su aparición el concepto de Estado-civilización” (Civilisation State), que en el siglo XXI es objeto de atención preeminente. Inicialmente aplicado a Rusia y China, este concepto se extiende hoy a todos los Estados capaces de organizar, apoyándose en su cultura e historia de gran duración, una esfera de influencia que va más allá de su territorio nacional y de su grupo etno-lingüístico: China, Rusia, India, Turquía e Irán, entre otros. Los Estados-civilización – señala Alain de Benoist – pueden ser hoy descritos como “la gran pesadilla de las sociedades liberales”, en cuanto encarnan identidades que no son reducibles a ningún modelo universal.[30] Estas son las entidades geopolíticas que hoy sacuden el tablero del orden internacional. ¿Asistimos a un retorno de los Imperios?

Los Estados-civilización difieren de los Estados-nación, y en eso se aproximan a la idea de Imperio. Pero no son exactamente lo mismo. Tampoco son sinónimos de civilización. Las civilizaciones engloban Estados y naciones en su seno, mientras que lo propio de los Estados-civilización es ejercer una función rectora dentro del área geopolítica afín. A lo que más se aproxima el concepto es, sin duda, a los grandes espacios teorizados por Carl Schmitt. En la actual confrontación entre los tres grandes modelos existentes – el internacionalismo liberal, los Estados-nación westfalianos y los Estados-civilización – estos últimos están a la cabeza para determinar el nuevo Nomos de la tierra.[31]

La (auténtica) revolución de los asuntos militares

La reconfiguración del orden mundial supone una alteración geo-estratégica que conlleva, además, una derivada filosófica. Escribía Carl Schmitt en Tierra y Mar:

“La historia mundial es la historia de la lucha de las potencias marítimas contra las potencias continentales, y la de las potencias continentales contra las potencias marítimas”.[32]

Cada elemento de esa dualidad –Tierra y Mar – tiene su lógica intrínseca. La lógica de la tierra se asocia a las delimitaciones espaciales, a las libertades concretas, al orden. El elemento telúrico está intrínsecamente asociado a lo político, a las instancias estatales y – en la interpretación de Schmitt – al “gran espacio” europeo. Por el contrario, la lógica del mar se asocia a la libertad “líquida”, a los flujos y reflujos de un universo fluctuante y caótico, el propio del comercio, de los intercambios y de las finanzas.[33] No tiene nada de extraño que la libertad de los mares y la libertad del comercio mundial hayan estado históricamente vinculadas. Los “amigos del comercio” asocian la expansión comercial con el fin de los conflictos, de la guerra y de lo político (“cuanto más comercio menos política”, decía George Washington). Pero Carl Schmitt vio perfectamente que la economía, cuando trata de eliminar todo lo que se opone a ella, adquiere tal nivel de intensidad que adopta los caracteres de lo político, y reclama además el control del territorio. El imperialismo americano es el mejor ejemplo de ello.

El orden angloamericano de los últimos dos siglos ha sido, fundamentalmente, un orden marítimo.[34] Con el fin de asegurar sus vías de comunicación, el Imperio británico – una colección de posesiones desperdigadas sin orden ni coherencia – elevó la seguridad de las comunicaciones marítimas a la categoría de principio universal. Este principio fue retomado por los Estados Unidos a través de una gigantesca red de bases militares. Pero si el dominio del mar facilitó la derrota de Alemania en las dos guerras mundiales, el mar podría convertirse, en una nueva guerra mundial, en la desventaja fatal para occidente. La (auténtica) revolución de los asuntos militares es la explicación.

La hegemonía angloamericana depende de su capacidad de proyección naval. Las inmensas flotas de superficie americanas – de costosísimo mantenimiento y desplegadas a gran distancia – son cada vez más vulnerables ante el desarrollo de las nuevas tecnologías de aviación, de submarinos, de drones, de armas anti-satélite y de nuevas generaciones de misiles supersónicos e hipersónicos, sistemas que operan cerca de su base principal: el gigantesco portaaviones eurasiático.[35] Por otra parte, la geopolítica actual se define por sistemas de armas que superan las limitaciones de la geografía; lo que significa que, en el caso extremo una guerra librada con armas nucleares estratégicas, la invulnerabilidad asegurada por la lejanía insular de América pertenece al pasado.[36] A lo cual pueden añadirse otras dos consideraciones.

Por una parte, la completa profesionalización/privatización de los ejércitos occidentales – reflejo de una demografía declinante – choca con el “retorno del partisano”: con las guerras asimétricas y la figura en auge del combatiente/militante apoyado en la población local (el llamado “eje de la resistencia” islámico es un ejemplo).

Por otra parte, se registra un nada desdeñable “factor sorpresa”: la deslocalización y la financiarización de la economía han redundado en una capacidad industrial deficiente a la hora de asegurar la producción de armamentos.

Todos estos factores son los que conforman la auténtica “revolución en los asuntos militares”, y no aquella que había sido triunfalmente proclamada en 1991 tras la primera guerra del Golfo: la de las guerras “quirúrgicas”, tecnológicas y conducidas como juegos de ordenador, con cero víctimas para uno de los bandos.

De todo lo cual se deriva una conclusión capital.

Para consternación de neocones y “Churchills” de guardarropía, la época de las victorias baratas ha pasado para occidente. El mundo ya no es lo como en los años 1990 y nunca volverá a serlo. Gran paradoja de la (auténtica) revolución militar: la desterritorialización del poder y el dominio del espacio favorecen a la tierra frente al mar. Favorecen a los Estados-civilización, al heartland de la geopolítica clásica, a los “grandes espacios” schmittianos. Favorecen a todo lo que representa la importancia insoslayable de lo material – tejidos industriales productivos, materias primas, primacía de la educación científica y tecnológica, redes familiares robustas, demografía – y, junto a ello, el desprecio por los constructos pseudocientíficos y socialmente disolventes.

El nuevo orden del mundo llega con una venganza: la venganza de la tierra.

Continúa…


[1] Carl Schmitt, Tierra y Mar, citado en Jean-Francois Kervegan, Que faire de Carl Schmitt?, Gallimard 2011, p. 231

[2] Danilo Zolo, “El profeta de la guerra total”, prefacio a: Carl Schmitt, Guerre discriminatoire et logique des grandes espaces. Krisis 2011, p.33.

[3] Danilo Zolo, Los Señores de la Paz. Una crítica del globalismo jurídico. Dykinson 2005, p.18.

[4] Cristina García Pascual, “El derecho internacional como filosofía”, introducción a: Martti Koskenniemi, La Política del Derecho Internacional, Editorial Trotta 2020, p. 17.

[5] Linda S. Bishai y Andreas Behnke, “War, violence and the displacement of the political”, en The International Political Thought of Carl Schmitt. Terror, Liberal War and the Crisis of Global Order. Editado por Louiza Odysseos y Fabio Petito. Routledge 2007, p. 114.

[6] Linda S. Bishai y Andreas Behnke, Obra citada, p. 116.

[7] Linda S. Bishai y Andreas Behnke, Obra citada, p. 117.

[8] Al tratarse de un concepto indefinido, el “orden internacional basado en reglas” (rules-based order o rules-based system) tiene la ventaja de que no se puede demostrar si se cumple o no. En la era Biden este concepto ha sustituido a la invocación al “mundo libre”, que era más propia de la guerra fría.

Peter Beinart, “The Vacuous Phrase at the Core of Biden’s Foreign Policy”, New York Times, 22 junio 2021.

https://www.nytimes.com/2021/06/22/opinion/biden-foreign-policy.html

[9] En una encuesta global de la Fundación de la Alianza de Democracias en mayo 2021, los Estados Unidos eran percibidos como la principal amenaza para la democracia, muy por delante de China y Rusia. En el momento de esta curiosa encuesta la Alliance of Democracies estaba presidida por el ex Secretario General de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen.

https://www.theguardian.com/world/2021/may/05/us-threat-democracy-russia-china-global-poll

[10] John J. Mearsheimer, The Great Delusion. Liberal Dreams and International Realities. Yale University Press 2018, pp. 194-204. John Tirman, The Deaths of Others: The Fate of Civilians in America´s Wars. Oxford University Press 2011. Robert A. Pape, Bombing to Win: Air Power and Coercion in War. Cornell University Press 1996.

[11] Carlos Escudé, “The Legitimacy of Interestate Hierarchy”, en Nation, State, Empire, Belonging in a Globalised World. Edited by Kurt Almqvist. Bokförlaget Stolpe 2021, pp. 317-318.

Sobre el papel del tráfico de drogas en la política exterior americana: John K. Cooley: Guerras profanas. Afganistán, Estados Unidos y el Terrorismo Internacional Siglo XXI 2002. Alfred W. McCoy: The Politics of Heroin in Southeast Asia, Joanna Cotler Books 1977; War on drugs. Studies in the failure of U.S. Narcotics Policy, Routledge 2022. El libro de referencia es el del ex diplomático y universitario canadiense Peter Dale Scott: American War Machine, Deep Politics, The CIA Global Drug Connection and the Road to Afghanistan, Rowman &Littlefield Publishers, 2014. El Afganistán ocupado por Estados Unidos y sus aliados llegó a representar la fuente del 90% de la producción global de opio

[12] Sobre el “orden basado en reglas”: Estados Unidos se ha negado a firmar o ratificar docenas de tratados internacionales, incluyendo la Convención de las Naciones Unidas sobre la Ley del Mar (el mismo Tratado que Washington acusa a China de incumplir en sus mares adyacentes). Lo mismo cabe decir de su negativa a someterse a la Corte Penal Internacional cuyo estatuto ha sido ratificado por 123 países.

[13] Louiza Odysseos “Crossing the Line? Carl Schmitt on the spaceless universalism of cosmopolitanism and the war on terror”, en The International Political Thought of Carl Schmitt, editado por Louiza Odysseus y Fabio Petito, Routledge 2007, p. 132.

[14] Costanzo Preve, La Quatrième Guerre mondiale. Éditions Astrée 2013, p. 168.

[15] Sobre el carácter “imperialista” de EEUU: una de las características del imperialismo auténtico es el de jugar instrumentalmente con la alternativa entre derecho y política, dejando abierto el terreno a cualquier posible interpretación de las normas, reglas o doctrinas. Ninguna potencia imperialista puede admitir que sus propias acciones estén limitadas por convenciones normativas o por el albedrío interpretativo de otras potencias (Alessandro Campi, “Gran espacio e Imperio en Carl Schmitt”, en Carl Schmitt y el Nomos de lo político. Ediciones Fides 2018, p. 135.

[16] Jean-Francois Kérvegan, Que faire de Carl Schmitt? Gallimard 2011, p. 221.

[17] Las advertencias de Carl Schmitt sobre la política exterior de Estados Unidos se formulan en el escrito de 1932 “Las formas del imperialismo moderno en Derecho Internacional” (“Völkerrechtliche Formen des modernen Imperialismus”, en Positionen und Begriffe im Kampf mit Weimar-Genf-Versailles 1923-1939, 4 º edición corregida, Duncker &Humblot 2015).

[18] Lo que tal vez sea una idea extremista, pero – como decía Costanzo Preve – las ideas extremistas son las únicas dignas de consideración crítica, y hay que dejar los lugares comunes para las cátedras universitarias y los consensos político-sindicales.

[19] Oriol Casanovas, Carl Schmitt pensador del orden internacional. Tecnos 2022, p. 49.

Carl Schmitt empieza a manejar la idea de “gran espacio” en el escrito de 1939: Völkerrechtliche Grossraumordnung mit Interventionsverbot für raumfremde Mächte (El orden del gran espacio según el derecho internacional con prohibición de la intervención de potencias extranjeras).

[20] Los jerarcas de las SS Werner Best y Reinhard Höhn escribieron contra las tesis de Schmitt, el primero oponiéndole el concepto de “gran espacio étnico” (völkische Grossraumordnung) de contenido racialista (Oriol Casanovas, Obra citada, p. 48).

[21] Alain de Benoist, Carl Schmitt actuel. Guerre “juste”, Terrorisme, État d´urgence, “Nomos de la terre”. Krisis 2007, p. 146.

[22] Oriol Casanovas, Obra citada, pp. 46-47.

Conviene recordar que la noción de Imperio ha sido revalorizada en la teoría política del siglo XXI en varios sentidos. En un sentido de izquierda “progresista” en la famosa obra de Toni Negri y Michael Hardt “Imperium”. En un sentido benéfico de soft power identificado con la Unión Europea por el politólogo alemán Ulrich Beck.

[23] Mika Luoma-aho, “Geopolitics and Grosspolitics. From Carl Schmitt to E. H. Carr and James Burnham”, en The International Political Thought of Carl Schmitt, editado por Louiza Odysseus y Fabio Petito, Routledge 2007, p. 41.

[24] Nos referimos a los datos de PIB aún a sabiendas de que se trata de un concepto en gran medida obsoleto, y que – en palabras de Emmanuel Todd – debería hacernos reflexionar sobre el carácter fraudulento de la economía política como “ciencia reina” de occidente, así como sobre el grado de relación de la economía política neoliberal con la realidad (Emmanuel Todd, La Défaite de l´Occident, 2024).

[25] Chantal Mouffe, Agonistique. Penser politiquement le monde. Beaux-Arts de Paris éditions, 2014, p. 44.

[26] Enmanuel Todd, La Défaite de L´Occident. Gallimard 2024, Edición Kindle.

[27] Mika Luoma-aho, “Geopolitics and Grosspolitics. From Carl Schmitt to E. H. Carr and James Burnham”, en The International Political Thought of Carl Schmitt, editado por Louiza Odysseus y Fabio Petito, Routledge 2007, p. 45.

[28] Fabio Petito, “Against world unity. Carl Schmitt and the Western-centric and liberal global order”, en The International Political Thought of Carl Schmitt, editado por Louiza Odysseus y Fabio Petito, Routledge 2007, pp. 167-168.

[29] Aymeric Chauprade, “Une présentation analytique de la géopolitique”, en Nouvelle École, nº 55, año 2005, pp. 25-27.

[30] Alain de Benoist, “La fin de la “communauté internationale””, en Éléments pour la Civilisation Européenne, nº 198, octubre-noviembre 2022, p. 3.

La noción de Estado-civilización ha sido teorizada, entre otros, por Martin Lacques (When China rules the World, 2009), por Zhang Weiwei (China Wave. The Rise of a Civilisational State, 2012), por Bruno Macaes (The Dawn of Eurasia, 2018) y por Christopher Coker (The Rise of the Civilizational State, 2019)

[31] No es casualidad que, desde su introducción en China en los años 1990 por el filósofo Liu Xiaofeng , la obra de Carl Schmitt sea una referencia intelectual para los pensadores políticos en ese país, hasta el punto de que puede hablarse de una “fascinación china por Carl Schmitt”.

Xie Libin, Haig Patapan, “Schmitt Fever: The use and abuse of Carl Schmitt in contemporary China”

https://academic.oup.com/icon/article/18/1/130/5841486

[32] Carl Schmitt, Terre et Mer. Un point de vue sur l´histoire mondiale, Labyrinthe 1985, p. 23.

La tensión entre la tierra y el mar como clave geopolítica de la historia fue propuesta, antes de Schmitt, por el británico Halford Mackinder. Las guerras entre Atenas y Esparta, entre Roma y Cartago, entre Venecia y el Imperio Bizantino y entre Estados Unidos y la Unión Soviética son ejemplos clásicos de esta constante histórica, que Carl Schmitt evoca con la oposición simbólica entre los monstruos bíblicos Leviatán y Behemot.

[33] Alain de Benoist, Carl Schmitt actuel. Guerre “juste”, Terrorisme, État d´urgence, “Nomos de la terre”. Krisis 2007, p. 133.

[34] Es muy significativo que Thomas Hobbes, en el siglo XVII, eligiese al monstruo marino Leviatán a la hora de ejemplificar el poder del Estado, justo cuando Inglaterra se disponía a establecer un Imperio basado en el dominio del mar.

[35] John J. Mearsheimer habla del “poder paralizante del agua” (the stopping power of water) al referirse a las dificultades que las grandes potencias experimentan para proyectar fuerzas más allá de las grandes distancias marítimas. Para el profesor americano no cabe duda de que el poder terrestre es la fuerza militar decisiva en el mundo moderno, un escenario en el que los grandes Estados territoriales actúan hoy como gigantescos portaaviones (John J. Mearsheimer, The Tragedy of Great Power Politics. Norton & Company 2014, 114-128).

Escribe el profesor y diplomático Augusto Zamora R: “La potencia marítima está obligada (como reconoce EEUU indirectamente en sus astronómicos presupuestos militares) a invertir ingentes cantidades de recursos para mantener su supremacía naval (…) EEUU está obligado, si quiere persistir en sus sueños hegemónicos, a construir 10 portaaviones más del tipo del USS Gerald Ford, cuyo coste superaría los 130.000 millones de dólares (…) Rusia y China no necesitan incurrir en tal espiral de gastos. Necesitan construir misiles (…) 10.000 misiles representarían 5000 millones de dólares. 10.000 misiles hipersónicos podrían, teóricamente, hundir 25 portaaviones (…) Rusia y China, como potencias terrestres que pueden hacer proyección de su poder del océano Ártico al Índico sin necesidad de gastos militares ruinosos, están destinadas a prevalecer sobre la potencia marítima, sin que ello implique dejar los océanos en manos de EEUU” (Augusto Zamora R., Réquiem Polifónico por Occidente, Foca 2028, pp. 85-86).

[36] Escribe el analista militar Andrei Martyanov: “La nueva tecnología militar hace que la nueva forma de hacer la guerra sea cada vez más personal: el tiempo en el que los hacedores de decisiones podían disfrutar haciendo la guerra, bien protegidos y muy alejados del teatro de operaciones en las guerras convencionales, está llegando a su fin. Los centros de toma de decisiones – y con ellos, los hacedores de las decisiones– serán atacados y aniquilados si deciden hacer lo impensable y desencadenan un conflicto global” (Andrei Martyanov, The (Real) Revolution in Military Affairs. Clarity Press 2019, p. 110).

Top