En el principio era la guerra: Carl Schmitt ante el siglo XXI ( y IV)

Carl Schmitt ante el siglo XXI. Adriano Erriguel

Leer…En el principio era la guerra: carl schmitt ante el siglo XXI (III)


Hay quien piensa todavía que la distinción “derecha-Izquierda” es el marco inamovible de la realidad política. Y hay quien piensa que esta distinción refleja dos ejércitos bien alineados y sin confusión alguna. El “caso” Carl Schmitt presenta aquí un problema: un católico, conservador y a todas luces de derecha (“nazi”, a decir de algunos) cuya importancia es reivindicada por eminentes radicales de izquierda. ¿Cómo es eso posible?

El caso Schmitt tiene su réplica en el caso Gramsci: un comunista reivindicado (con resultados notables) por la derecha alternativa. Lo que nos invita a pensar, por una parte, que la distinción derecha-izquierda no es tan nítida e inamovible como algunos pretenden; y por otra parte que, cuando el “centro” es un consenso de mediocridad y conformismo, lo verdaderamente interesante se mueve a los “extremos”.

Cuanto más se reconoce la importancia de Carl Schmitt, más se esfuerza el consenso institucional en cubrirle de oprobio. Quienes con más saña se dedican a ello proceden, generalmente, del campo liberal. Lo que no tiene nada de extraño. Al fin y al cabo, “Schmitt dice cosas que son muy desagradables para los oídos liberales, y la aversión que incitan quizá venga de la verdad que se encuentra en ellas” (Chantal Mouffe). Indudablemente, aceptar que Schmitt podría tener razón no sale gratis. “El decisionismo de Schmitt – escribe el politólogo Paul Hirst – desafía la teoría liberal democrática de soberanía, de una manera que demuestra que la mayoría de las doctrinas constitucionales formales son basura”.[1] No es raro, por tanto, que desde el campo de deshechos se esfuercen en pasar página, en denunciar los intentos de “blanquear a Schmitt”, en repetir que “está desfasado”, en exigir que se le olvide. Pero es inútil. Mal que les pese, la sombra de Carl Schmitt es hoy más alargada que nunca.

Tiempos schmittianos

Hay formas políticamente correctas de acercarse a Carl Schmitt. Por ejemplo, la de afirmar que el jurista de Plettenberg era bueno planteando preguntas y era malo dando respuestas. O la de comparar su obra con un antídoto que, necesariamente, ha de contener veneno. Con tales exorcismos sus ideas han ido fecundado un pensamiento que, procedente del marxismo original, se muestra indócil frente al izquierdismo (neo) liberal y la cloaca intelectual del wokismo.

¿Puede hablarse de un marxismo schmittiano? Carl Schmitt ha oficiado de facto como un mediador del pensamiento radical revolucionario. A decir de algunos es imposible ya leer a Marx sin Carl Schmitt, habida cuenta de que “existe una relación de complementariedad histórica natural entre ambos”.[2] La atención prestada por el jurista de Plettenberg a Marx, Lenin, Trotski y Mao – especialmente en su Teoría del Partisano – explica ese juego de reflejos y confluencias malditas, como también lo hacen sus referencias a Georges Sorel, fecunda fuente de inspiración para izquierdas y derechas radicales. En Carl Schmitt ambas tienen un filón.

La crítica al liberalismo es el punto nodal de todas esas confluencias. Una crítica hoy insoslayable frente a la deriva autoritaria de un occidente que, encastrado en la lógica liberal, pone la proa hacia el reseteo social y el estado de excepción permanente. “Así como el fraude lo corrompe todo en derecho – venía a decir Schmitt – el liberalismo lo corrompe todo en política”.[3] La expansión del llamado “liberalismo autoritario” es hoy la cara más visible de ese fraude.[4] Escribe el filósofo Ryszard Legutko: “aunque palabras como diálogo, pluralismo, tolerancia y otras nociones igualmente benévolas están entre sus favoritas, esta orquestación retórica esconde algo muy diferente. El liberalismo es descaradamente agresivo, pues está determinado a abatir a todo agente o idea no liberal, que trata como amenazas hacia sí y hacia la humanidad”.[5] Bajo la máscara de la racionalidad y la imparcialidad normativa, el liberalismo oculta una naturaleza fuertemente política que no tiene reparos en designar abiertamente a sus enemigos. Se configura así una “dictadura de extremo centro”, un estado de excepción permanente contra todos los disconformes, vengan de donde vengan. El liberalismo quiere imponer una política consensual: la suya. Pero a lo que hoy asistimos es al final del consenso. Entramos en tiempos eminentemente schmittianos.

Terapias de shock

Desde que en el año 2020 el COVID irrumpió como una terapia de shock, lo excepcional se ha convertido en norma. La acumulación de situaciones de emergencia – las pandemias, el calentamiento global, la desinformación, la amenaza de la “extrema derecha”, la guerra – genera un estado de alerta permanente que, a su vez, proporciona la narrativa para toda una arquitectura de tecnovigilancia, digitalizada y omnipresente (Kingsley L. Dennis).[6] Es el regreso por la puerta grande de un tema schmittiano por excelencia: el estado de excepción como concepto-límite de la política.

En la dicotomía “normalidad/excepción” detectaba Schmitt la naturaleza de lo político. Ése el campo de juego donde se manifiesta el poder soberano: aquél que decide sobre el estado de excepción. Porque la soberanía – conviene advertir – no consiste en el poder de hacer la ley, sino en el poder de suspenderla. Vivimos hoy – no cabe duda – tiempos excepcionales. A través de la “gestión de crisis” las poblaciones son empujadas a situaciones-límite (confinamientos, reconversiones económicas salvajes, ingeniería social, inmigración de repoblación, guerra) sin que el orden liberal se tome el trabajo de consultarlas. Lo que nos lleva a una conclusión: el extremismo se encuentra también en el centro, no solamente en los márgenes.

Es en ese punto donde se sitúa la confluencia entre Carl Schmitt y Karl Marx: en la idea de que el orden “normal” se sustenta sobre una radicalidad oculta, pero siempre latente. Al igual que Marx, Schmitt sabe que la pretendida normalidad y el sentido de la historia – tal y como son presentados por el relato liberal – son solo reflejos de relaciones de poder hegemónicas, de un sistema de poder y de medidas coercitivas que, a la vez que acotan el espacio del pluralismo “legítimo”, neutralizan los conflictos sociales que ellas mismas generan.[7] Pero Schmitt viene a arrancar las caretas. Schmitt destroza la noción normativista según la cual el derecho tiene su fuente – y por tanto su validez – en sí mismo, por medio de una “relación endógena y jerarquizada de superioridad y conformidad” (la célebre “pirámide de las normas” kelseniana).[8] En el principio – viene a decir Schmitt – no se encuentra la ley, sino una decisión que (por así decirlo) “sale de la nada”, una violencia fundadora, un acto de fuerza. El estado de excepción es el recordatorio permanente de esa realidad.

Estado de excepción permanente

El filósofo italiano Giorgio Agamben se hizo célebre, durante la crisis del COVID, por denunciar el estado de excepción como régimen normal de las democracias. Agamben desarrolló – en cierto modo radicalizó – las propuestas de Carl Schmitt. Para el italiano, el estado de excepción adquiere una connotación metafísica: no se trata ya de una decisión “externa” del soberano (según la interpretación algo envejecida de Schmitt) sino la revelación de una tendencia latente dentro del propio sistema.[9] En la estela de Foucault, el posmoderno Agamben denuncia la instauración de un régimen biopolítico que se establece y se reproduce a sí mismo. La diferencia entre Agamben y Schmitt es clara. Para el jurista alemán el estado de excepción es una parte aceptable de las democracias constitucionales, es un período transitorio tras el cual se encuentra el derecho y el orden. Por el contrario, para el filósofo italiano el estado de excepción es un vacío legal o una anomía que es (paradójicamente) generada por el propio derecho (el caso de los detenidos en Guantánamo es, para Agamben, un ejemplo evidente).

Ahora bien, más allá de esa diferencia, la denuncia del carácter manipulador de las situaciones de emergencia – denuncia en la que hoy coinciden la derecha y la izquierda “radicales” – pasa, como lo demuestra Agamben, por el utillaje intelectual puesto a punto por Carl Schmitt. A lo que se añade otra conclusión importante.

Cuando lo excepcional se convierte en norma, se abren las puertas de la censura, del ostracismo de los disidentes y de la represión de los disconformes. Algunos se preguntan entonces: ¿cómo es eso posible en las democracias liberales? Pero nadie debería llamarse a engaño. Como señala en este punto Alain de Benoist, “los regímenes liberales son perfectamente capaces de adoptar medidas de excepción, y además tienden a convertirlos en permanentes, debido precisamente a su concepción del enemigo”.[10] La concepción moral del enemigo – su identificación con el Mal absoluto –, ahí está la clave. Las categorías de Carl Schmitt nos ayudan a entender la lógica en juego.

Kosmopartisan

La “dictadura del extremo centro” es la visión unívoca de la globalización, un proyecto occidental para el mundo. La acumulación de situaciones de excepción y la tecno-vigilancia centralizada son partes de ese proceso. Ahora bien, la posición del “conservador” Schmitt es clara: el caos anarquista es preferible a la centralización nihilista. Para el jurista de Plettenberg el nihilismo se expresa en la defensa de la unidad del mundo, no en la rebeldía frente a la misma. Lo que nos lleva a un aspecto problemático: ¿cuál es el enfoque schmittiano frente a lo que hoy se califica como el fenómeno nihilista por excelencia, el terrorismo? [11]

Contra lo que suele decirse, el terrorismo no es un fenómeno nihilista (lo que no le quita un ápice de su carácter deleznable). Tampoco es más “irracional” que muchas de las derivas sociales del (neo) liberalismo. Por muy crueles e inhumanos que sean sus métodos, los terroristas tienen su propia lógica, que es una lógica política (lo que no les hace acreedores de un trato especial). Por otra parte, la consideración de un grupo como “terrorista” puede cambiar con el curso del tiempo, y la línea que separa a los terroristas y a los “freedom fighters” varía según desde donde se mire.[12] Schmitt escribió sobre todo esto páginas proféticas. En su Teoría del partisano (1963) se refería a las guerrillas españolas contra Napoleón, al ejército de Mao Zedong, a la revolución cubana y al Vietcong, y ponía de relieve el carácter telúrico de esos movimientos que eran, en cierto modo, emanaciones de la tierra. Pero Schmitt, muy consciente del poder de la técnica, anunció la emergencia de una nueva figura: la del “partisano global” (Kosmopartisan) que prefigura al terrorista de nuestros días. El terrorismo es hoy un fenómeno desterritorializado y global, y sigue por tanto una lógica “marítima”. Aceptar el carácter político del terrorismo no supone de ninguna manera legitimarlo, sino comprender el fenómeno.

El terrorismo es una guerra asimétrica que marca el declive del Estado como protagonista político. Al igual que el occidente liberal, el terrorismo apela también al concepto de “guerra justa” (en su caso por “la revolución”, por el combate contra el “gran Satán”, etcétera). Occidente reacciona con desconcierto ante el terrorismo, no admite que alguien pueda valorar unas ideas (ya sean buenas o malas) por encima de la propia vida. Por eso la mayoría de los occidentales patologizan el fenómeno, lo tachan de “locura criminal” o de “nihilismo absurdo” (lo que no deja de ser una muestra del nihilismo propio). ¿Ante qué escenario nos sitúa todo ello?

El pensamiento liberal desearía que sólo hubiera el tiempo de la normalidad, pero la realidad desmiente una y otra vez esa ilusión. En esa tesitura, el orden liberal lo único que puede hacer es redoblar la apuesta. La guerra contra el terrorismo se presenta como una interminable operación de policía, como una guerra sin fin y sin objetivo claro, porque ninguna de las partes puede aspirar a una victoria total. Como Carl Schmitt predijo en su día, el terrorismo global tiene todavía muchos días por delante.[13] Como también lo tiene – cada vez más – el estado de excepción permanente.

Metafísica de la libertad

En la posibilidad real de una unificación del mundo – prefigurada hoy en el relato globalista – se sitúa la clave de todo el pensamiento político de Carl Schmitt. El jurista de Plettenberg se adelantó en un debate cuya importancia no todos sus contemporáneos atisbaron. Si la unidad del mundo es para Schmitt el summum del horror, ello se debe a la concepción que él tenía de la libertad del hombre. Lo que su famosa distinción amigo/enemigo encubre es, en realidad, una metafísica de la libertad. Comprender este punto es situarnos ante todas las encrucijadas actuales. Para el pathos liberal, cualquier amenaza a la libertad individual, a la propiedad y a la libre competencia es algo insoportable, intrínsecamente perverso. Pero ¿hay acaso otra “libertad” posible?

Lo que a Carl Schmitt le interesaba no era la libertad individual, sino algo más profundo: la libertad del hombre como especie. “En contraste con la libertad liberal de hacer lo que uno desea sin crear problemas a los otros, para Schmitt la libertad significa precisamente libertad para crear problemas, cuando la situación así lo requiere. La libertad es para Schmitt “libertad heroica”, la opción de usar la fuerza y la violencia (Gewalt), el poder de testar las propias fuerzas sin ataduras”.[14] Conocemos el reproche: romanticismo reaccionario, belicismo conservador, irracionalismo fascista, etcétera. Pero se puede ver de otras formas.

A diferencia de su amigo Ernst Jünger – para quien la guerra podía ser un espectáculo estético per se – la guerra es para Schmitt el origen de la seguridad y el orden. Todo orden se basa, en último término, en una decisión respaldada por la violencia. Lo que equivale a decir que en el principio era la guerra. Pero aparte de fundar el orden, la posibilidad de la batalla garantiza el punto disruptivo: el de asegurar que ningún orden será definitivo y que el hombre – esa criatura peligrosa y dinámica – nunca será un ave de corral o una abeja en un panal.

Pero más allá de esta visión política, hay una dimensión existencial de la libertad en Carl Schmitt que es, precisamente, la que fija su importancia como pensador contemporáneo.

Vivimos en un proceso de fuerzas y de flujos globales que se presentan como la realidad objetiva, inamovible, frente a la cual el individuo está conminado a adaptarse. En esta tesitura la decisión política – con el riesgo infinito que ésta conlleva como “salto desde el vacío”– se afirma como el acto de rebeldía por excelencia; como una afirmación de libertad que adquiere las características de un “milagro”. Ahora bien – escribe Sergei Prozorov –“tal vez sea cierta creencia en los milagros lo que más nos falta en el pensamiento crítico actual”.[15] El milagro como dimensión de lo imposible, como posición peligrosa en la proximidad del vacío: ése es el acto político auténtico.[16] Frente al hombre inerte ante un poder post-estatal que le supera, la decisión política es la expresión de la dignidad humana.

Pero el mundo “desencantado” del posmodernismo no admite milagros. La ética de la deconstrucción nos aboca, en último término, al refugio en lo individual, a darle la espalda a lo político. Frente a esto, lo que Carl Schmitt ofrece es una “ética de la vida insegura” (Sergei Prozorov). La decisión política es el definitivo “Non serviam”, es la condición de rebeldía y de apertura hacia todo aquello que (interesadamente) se nos presenta como imposible. En ese sentido – concluye Prozorov – “Carl Schmitt se configura no como un conservador-revolucionario belicoso, sino como un pensador ético que intenta afirmar la vida frente a la condición desencantada del nihilismo”.[17]

¿Cuál es la faz de ese orden post-estatal y cosmopolita? ¿Qué perfiles adquiere el mundo del nihilismo?

Los de un mundo sin exterior alguno.

Un mundo sin exterior es un mundo sin fronteras ni divisiones, sin escapatorias ni alternativas. Es un mundo de absoluta pasividad en el que los seres humanos – controlados por una policía mundial – pueden ser objeto de reseteo planetario. En ese mundo la tensión amigo/enemigo es sustituida por la (bio) política: sociedades de cuerpos dóciles en las que la felicidad del “último hombre” llega con “una etiqueta de bioseguridad y de vigilancia digital” (Kingsley L. Dennin), y en las que el voto individual consiste en elegir entre lo mismo y lo mismo. Así se explica – escribe la politóloga Mika Ojakangas – que “un pensador radicalmente conservador como Schmitt – que admiraba a Mussolini – eventualmente aceptase a las guerrillas comunistas como ejemplos del poder de resistencia frente a un mundo organizado hasta los menores detalles según formas tecnológicas”.[18] Hay algo peor que una vida de conflictos e incertidumbres: una vida sin sentido ni significado.

Katechon

Frente a la unidad del mundo es preciso crear espacios exteriores, mantener las fronteras, cultivar – si es preciso – los antagonismos. Esa es la misión de lo político. A la unidad del mundo Carl Schmitt opone la figura del “enemigo”. El enemigo es una figura anti-nihilista. Subyace aquí una interpretación teológica, muy acorde con el catolicismo agreste del autor alemán.

Si evacuamos la figura del enemigo (nuevo recado para el cristianismo bobalicón) negamos el pecado original, y negamos también la enemistad fundamental: la que enfrenta al hombre contra el Mal. Negar la figura del enemigo significa pensar que la tierra puede ser un paraíso, lo cual es un síntoma de hubris. Recordemos aquí dos verdades incómodas: la enemistad está inscrita en el orden de la creación; la fuerza y la violencia son los orígenes del orden. Un mundo definitivamente “pacificado” – en el caso improbable de que eso pudiera conseguirse – no sería propiamente humano, sino algo intrínsecamente desordenado (por mucho que se disfrace de “normas y reglas”).

El autor de El Nomos de la tierra introduce aquí un elemento escatológico: la interpretación de la historia como una lucha continua contra la “falta de ley”, contra el anomos. En la línea del “Leviatán” de Hobbes, Schmitt recurre a otra figura simbólica: el Katechon.

El Katechon (“el que retiene” o “retenedor”) es un concepto bíblico extraído de San Pablo (segunda carta a los tesalonicenses). El Katechon – que se encarna en diferentes figuras o realidades a lo largo de la historia – es aquél o aquello que “retiene” la llegada del anomos. Y el anomos – que para Schmitt se identifica con la unidad del mundo – sólo puede ser un proyecto de iniquidad. Es curioso observar la proximidad de Carl Schmitt con las intuiciones del místico ruso Vladimir Soloviev, quien – en su Breve relato sobre el anticristo – se refiere a un monarca universal que consigue embaucar a todos. Para Schmitt “la argucia del anomos es convencer a todos de que la historia ha concluido y de que el mundo se encuentra unido, por lo que cualquier batalla contra el anomos será inútil y superflua”.[19] ¿Despierta eso algún eco en nuestros días?

Esta es una interpretación posible – no desde luego la única – del pensamiento de Carl Schmitt, un autor que, como todos los grandes, se presta a ambigüedades e intrincadas lecturas.

La astucia de lo político

Podría aventurarse aquí, una vez más, que la enemistad de Schmitt contra la unidad del mundo deriva de un culto reaccionario a la fuerza, de una fobia contra la paz. Al fin y al cabo ¿qué hay de malo en un mundo totalmente pacificado? ¿Qué hay de malo en sacrificar a ello lo político?

El pensamiento de Schmitt cobra aquí un giro contradictorio: en realidad, es imposible librarse de lo político (y en eso consiste su astucia). Si un Estado mundial llegara a absorber todas las soberanías existentes, éste se convertiría en el único soberano y, como tal, no podría escapar a la necesidad de decidir sobre la excepción y sobre el dilema amigo-enemigo. El Estado mundial asume necesariamente la forma de una policía mundial, todos sus enemigos son “criminales” y todas sus guerras son “guerras civiles”. La situación resultante “no coincidiría con el fin de la violencia, sino con su intensificación ilimitada y nihilista”.[20] En el Estado mundial lo político reaparece a otro nivel, pero revestido de la peor de las formas. La biopolítica, el gran reseteo y la “guerra contra el terror” pueden verse como prefiguraciones de ese escenario.

El globalismo es un proyecto para el “fin de la historia”. Sobre este y otros temas Schmitt mantuvo un diálogo con el filósofo Alexander Kojève, inspirador de Fukuyama. Al contrario de Kojève – para quien el fin de la historia era la realización del Estado universal y perfecto – para Schmitt el fin de la historia sólo puede advenir por un suicidio colectivo con armas de destrucción masiva. La prevención de ese escenario pasa por la emergencia de un nuevo Nomos de la Tierra, por un “pluralismo de los grandes espacios, coexistentes y bien organizados, según dominios de intervención y áreas de civilización, lo que podría determinar un nuevo derecho internacional”.[21] La fórmula preferida de Schmitt es la un regionalismo multilateral y policéntrico que desactive la “hubris” del pretendido soberano universal. En ese escenario. una Europa liberada de la tutela americana – y organizada como un “gran espacio” regional – podría ejercer una función de equilibrio. ¿Una Europa- Katechon? Soñar no está prohibido.

Europa es la guerra

No hay mayor confirmación de la actualidad de Carl Schmitt que el rumbo tomado por la Unión Europea. Lo que no deja de ser irónico.

La Unión Europea se formó – a decir de algunos – como el proyecto anti-schmittiano por excelencia. La Unión Europea fue concebida bajo el signo de la desnacionalización y la tecnocracia, como una construcción post-histórica destinada a enterrar – ¡de una vez por todas! – las identidades nacionales, las políticas de poder, el binomio amigo-enemigo, la guerra y, en suma, todo aquello que constituye lo político. Las instituciones europeas se diseñaron como una pirámide jurídico-normativa, como una gobernanza multinivel y una tecnocracia opaca; un sistema legal completo, endógeno y sin espacio para la controversia más allá de un “consenso” elevado a dogma.[22] Bruselas iba a ser la victoria de la ley sobre la fuerza soberana, sin excepciones ni sobresaltos. El laboratorio-piloto de la globalización. Eso decía el prospecto.

“La unidad del mundo es un proyecto nihilista”, decía Carl Schmitt. ¿Cómo calificar a una Unión Europea para la que cualquier tradición es un lastre y cualquier identidad colectiva es sospechosa? ¿Cómo calificar a esa ambición de desprenderse de calificativos gentilicios para poder decir – por primera vez en la historia – “no somos de aquí, ni de allí”?

Pero si no somos “ni de aquí ni de allí” ¿acaso no nos convertimos en lo Mismo? Si mestizamos todas las culturas ¿acaso no nos condenamos al infierno de lo Igual? De esa forma – escribe Diego Fusaro – “en virtud de los procesos de desarraigo tecno-capitalistas y de la homologación planetaria, todo se vuelve serialmente indistinto y utilizable: nada es ya sí mismo, cuando todo es intercambiable”.[23] La alienación sin fronteras: ese es el proyecto liberal-globalizador. ¿Cómo calificarlo sino de nihilista?

Ese laboratorio del nihilismo que es la Unión Europea proclamó durante décadas que “Europa es la paz” (como contraposición a “el nacionalismo es la guerra” de Miterrand). Lo cual no le impidió exacerbar las crisis en su periferia, tales como la desintegración de Yugoslavia. La intervención de la OTAN en ese país – en marzo 1999 – marcó el punto de inflexión definitivo en la subordinación de Europa a los Estados Unidos. Los Estados europeos se prodigaron en guerras-safari y bombardeos democratizadores, al tiempo que se apropiaban del discurso de la humanidad: un excepcionalismo virtuoso por el que la Unión Europea explicaba al resto mundo donde residen el Bien y la Moral. Y entonces llegó la guerra – la auténtica – y mandó a apagar.

El fin de la mundialización feliz y el retorno de lo trágico han obligado a las elites europeas a quitarse la máscara. La Unión Europea manifiesta a las claras lo que nunca dejó de ser: un espacio subsidiario dentro de un dispositivo imperial-nihilista. Ante la amenaza que ellos mismos contribuyen a azuzar, los tecnócratas y gestores bruselenses piden ¡más armas! y, en una mezcla de histeria e impotencia, pretenden movilizar a una ciudadanía remolona a morir por “nuestros valores”. Tras décadas de denigración de todo lo militar, las narrativas oficiales se ponen marciales y redoblan los tambores de guerra. En un gesto schmittiano, las élites europeas designan al enemigo: Rusia y China en primer término, en la reserva todo aquello que no se someta al orden liberal. Nosotros o ellos. El jardín o la jungla. Europa retorna al redil de lo político.

Los guardianes del consenso institucional decían que Carl Schmitt estaba desfasado. Le acusaban de “no tener una filosofía de la historia”. Porque la filosofía de la historia – al menos desde la Ilustración – es un relato teleológico que culmina en la unidad del género humano. Y sabido es que se puede estar en el “lado bueno” o en el “lado malo” de la historia. Carl Schmitt estaba en el malo. Por eso había que olvidarlo.

Ahora, en la tercera década del siglo XXI ¿quién estaba desfasado? ¿Carl Schmitt o sus detractores? ¿Quién será antes olvidado? Tal vez quienes le daban por muerto escuchen, en sus pesadillas, la risa de un viejo de Plettenberg. Como la risa del dios Marte que juega indiferente con los destinos de los hombres.

 


[1] Chantal Mouffe (compiladora), El desafío de Carl Schmitt. Prometeo Libros 2011, pp. 12-13.

[2] Aristide Leucate, Carl Schmitt et la gauche radicale. Une autre figure de l´ennemi. Éditions La Nouvelle Librairie, 2021, p. 22.

En Italia existió hace años la nebulosa de los Marxisti Schmittiani. Entre los pensadores de izquierda más influenciados por Schmitt se encuentran Giorgio Agamben, Étienne Balibar, Johannes Agnoli, Mario Tronti, Antonio Negri, Paul Piccone y Chantal Mouffe.

[3] Aristide Leucate, Obra citada, p. 17.

[4] Grégoire Chamayou, La Sociedad Ingobernable. Una genealogía del liberalismo autoritario. Akal2022.

[5] Ryszard Legutko, Los demonios de la democracia. Tentaciones totalitarias en las sociedades libres. Ediciones Encuentro 2019, p. 105.

[6] Kingsley L. Dennis, Asalto a la realidad. Biopoder y normalización del engaño. Blume 2022.

[7] Aspectos puestos de relieve, entre otros, por el filósofo marxista francés Étienne Balibar (Aristide Leucate, Obra citada, pp. 103-109).

[8] Aristide Leucate, Obra citada, p. 35.

[9] La cuestión de la soberanía en las situaciones de excepción es seguramente la parte más envejecida de la teoría de Carl Schmitt, en unas circunstancias – las actuales – en las que gran parte de las decisiones se segregan, más que desde un “centro”, desde una gobernanza multinivel y unos medios de comunicación cuyo poder (la “infocracia”, según Byung-Chul Han) juega un papel decisivo.

[10] Alain de Benoist, Carl Schmitt actuel. Guerre “juste”, Terrorisme, état d´urgence, “Nomos de la Terre”. Krisis 2007, p. 130.

[11] Conviene puntualizar que para Carl Schmitt la anarquía en la sociedad internacional – entendida ésta como ausencia de una autoridad superior – no es sinónimo de falta de leyes (anomía) o de “estado de naturaleza” hobbesiano. El hecho de que la sociedad internacional no esté sujeta a una autoridad superior no significa que no se reconozcan unas reglas comunes de juego. La regulación jurídica de la guerra (situación anárquica por excelencia) es el mejor ejemplo de institucionalización de la vida internacional (Alessandro Colombo, “The realist institucionalism of Carl Schmitt”, en The International Political Thought of Carl Schmitt. Terror, Liberal War and the Crisis of Global Order. Editado por Louiza Odysseos y Fabio Petito. Routledge 2007, pp. 23 26)

[12] Los antiguos terroristas judíos Menachem Begin e Itzhak Shamir son hoy celebrados como padres de Israel. La “contra” nicaragüense, las guerrillas angoleñas y los talibanes (hasta la expulsión de los soviéticos) fueron celebrados en su día como “freedom fighters”. La red “Gladio” y la manipulación de células terroristas en Europa occidental – que resultó en los “años de plomo” en Italia – formaban parte de la estrategia de defensa del “mundo libre”. El “Ejército de Liberación de Kosovo” dejó de ser terrorista cuando empezó a colaborar con la OTAN. ¿Qué decir de la independencia de Irlanda, de Argelia, del caso palestino? Los ejemplos son prácticamente incontables…

[13] Alain de Benoist, Carl Schmitt actuel. Guerre “juste”, Terrorisme, état d´urgence, “Nomos de la Terre”. Krisis 2007, p. 107.

[14] Mika Ojakangas, “A terrifying world without an exterior. Carl Schmitt and the metaphysics of international (dis) order”, en The International Political Thought of Carl Schmitt. Terror, Liberal War and the Crisis of Global Order. Editado por Louiza Odysseos y Fabio Petito. Routledge 2007, p. 210.

[15] Sergei Prozorov, “The ethos of insecure life. Reading Carl Schmitt´s existential decisionism as a Foucauldian ethics”, en The International Political Thought of Carl Schmitt. Terror, Liberal War and the Crisis of Global Order. Editado por Louiza Odysseos y Fabio Petito. Routledge 2007, p. 237.

[16] Si lo vemos desde otro enfoque – el de la teoría psicoanalítica de Lacan – esa dimensión de lo imposible (condición del auténtico acto político) es precisamente la que marca el encuentro con lo Real. Lo que llamamos el Trauma (el acto) es cuando lo Real ocurre, y eso es lo difícil de aceptar. Slavoj Zizek, “Conversations with S. Zizek”, Cambridge Polity Press 2004 p. 70. Citado en Sergei Prozorov, Obra citada, pp. 237-238.

[17] Sergei Prozorov, Obra citada, p. 237.

[18] Mika Ojakangas, Obra citada, p. 217.

[19] Esta interpretación ha sido sostenida por el politólogo alemán Heinrich Meier (citado por Mika Ojakangas en Obra citada, pp. 205-211).

[20] Fabio Petito, “Against World Unity. Carl Schmitt and the Western-Centric and Liberal Order”. En The International Political Thought of Carl Schmitt. Terror, Liberal War and the Crisis of Global Order. Editado por Louiza Odysseos y Fabio Petito. Routledge 2007, pp. 176-177.

[21] Danilo Zolo, “Le prophète de la guerre totale”, en Carl Schmitt, Guerre discriminatoire et logique des grands espaces. Krisis 2011, pp35-36.

[22] Sobre el “consenso” escribe Carl Schmitt lo siguiente: “todo consenso – incluso uno “libre” – es de alguna manera motivado y llevado a la existencia. El poder produce el consenso y, con frecuencia, un consenso desde ya racional y con justificación ética. Por el contrario, el consenso produce poder, y con frecuencia un poder irracional y – a pesar del consenso – repugnante desde el punto de vista ético (…) surge la cuestión de saber quién controla los medios de generación de consenso “libre” de las masas”. (Carl Schmitt, “Ética de Estado y Estado Pluralista”, en Chantal Mouffe (compiladora) El Desafío de Carl Schmitt, Prometeo libros, 2011, p. 292.

[23] Diego Fusaro, “De comer insectos. O de la Globalización repugnante”.

https://posmodernia.com/de-comer-insectos-o-de-la-globalizacion-repugnante/

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