El concepto de “Estado de Bienestar” es una de las ideas tótem del presente régimen político aunque la mayoría de los españoles no sabe muy bien a qué se refiere exactamente. Casi todos lo relacionana instintivamente con “las pensiones” y, de manera indirecta, con la Seguridad Social. Los sindicatos han envuelto toda esta nebulosa conceptual en una historiografía en la que ellos son los protagonistas. Esta es la principal manera que tienen de justificar su existencia, dado que el peso numérico de los afiliados normalmente alcanza cuotas muy exíguas respecto del total de trabajadores y además, históricamente, lo que hoy entendemos como “Estado de Bienestar” en España es en buena parte obra del Estado franquista.
En realidad no hay una palabra cierta en la versión oficial acerca del origen del Estado de Bienestar y su justificación. Esta afirmación radical puede plantearse también en su forma “débil”, diciendo que existen alternativas a el actual estado de cosas, donde los sindicatos luchan en exclusiva por defender los derechos de los trabajadores, de acuerdo con los patrones impuestos por la lucha de clases marxista.
Para cuestionar estas ideas dominantes es necesario definir antes lo que hoy se entiende vulgarmente por “Estado de Bienestar”. Se trata de todas aquellas instituciones y medidas políticas capaces de garantizar prestaciones de tipo económico (cobertura por desempleo y, más recientemente, dependencia), educativo o sanitario (enfermedad, maternidad, etc), a las que el ciudadano tiene derecho por el único hecho de trabajar o de haber trabajado y, por consiguiente, de haber contribuido al mantenimiento del sistema. Se supone que el Estado de Bienestar garantiza una vida “digna” en aquellas fases de la vida en las que el ser humano está más “desprotegido” (enfermedad, vejez, maternidad, infancia, etc).
Bajo esta idea subyace el supuesto importantísimo de que la cobertura del Estado de Bienestar es un derecho del individuo que se adquiere tras haber cotizado. Pero este derecho, a su vez, se fusiona de manera imprecisa con otros “derechos” nacidos de la ideología dominante individualista; es decir, aquella que considera que el país es la suma de individuos, libres e iguales, en cuya esfera particular nadie, mucho menos el Estado, puede intervenir. La consecuencia principal de esta idea es que, si nadie puede interferir en esta esfera de derechos y libertades; es decir, si no hay ninguna consideración de orden superior al individuo, cualquier tipo de concepción comunitaria desaparece. La principal contradicción de esta perspectiva es que sin una base comunitaria, incluso el Estado de Bienestar como se concibe actualmente está destinado, primero, a volverse insostenible y, en segundo lugar, a desaparecer. Por comunitario debe entenderse todo aquello que hace que el individuo sea consciente de su pertenencia a un todo integrado del que él mismo forma parte. Implica además que las normas y actitudes particulares, cuando alcanzan relevancia social, es decir, cuando las asume un número significativo de individuos, tienen consecuencias que no se acaban en los individuos que las asumen, si no que alcanzan al todo comunitario.
Esto no quiere decir que lo comunitario sea una mera actitud mental, muy necesaria por otra parte, sino que cualquier nación ha sobrevivido a lo largo de la historia cuando ha funcionado de acuerdo con los presupuestos comuntarios que dan primacia al interés de la comunidad frente al interés particular.
Resulta absurdo pretender que invirtiendo esta relación jerárquica puede mantenerse el Estado comunitario. La razón es que deja de haber líneas rojas que el individuo no pueda transgredir alegando su derecho, que pueden implicar actitudes contrarias al interés comunitario. Algunas de estas actitudes escapan totalmente del campo económico. Por ejemplo, la sostenibilidad del Estado de Bienestar descansa obligatoriamente en una base de cotizantes en edad de trabajar. Esto es una cuestión económica que puede ser atacada políticamente, por ejemplo, dando cobertura desde el Estado, los medios, etc, a ideologías individualistas, de corte hedonista, que disminuyan drásticamente la tasa de natalidad. De hecho, la actual masa de cotizantes disminuye en proporción a la inversión de la pirámide poblacional española, tal y como corresponde a una población que envejece. Esta circunstancia típicamente española es extrapolable a multitud de países “avanzados” y constituye la principal amenaza al actual Estado de Bienestar: una masa de trabajadores cotizantes decreciente es imposible que sostenga a otra masa creciente que no trabaja ni cotiza.
Pero sería ingenuo decir que la tasa de natalidad a la baja es la consecuencia de estas o aquellas políticas económicas. Éstas, sin duda, pueden influir, pero factores como la “revolución sexual”, la mentalidad hedonista, la desaparición de ideas como “patria”, “servicio», “deber”, o la simple idea de que uno se debe a algo más que a sus intereses aquí y ahora, no han nacido de la economía sino más bien de atroces luchas ideológicas que poco a poco han impuesto una nueva jerarquía de lo que se debe o lo que no se debe desear en la vida. Su origen debe buscarse en determinados “think tanks” -por otra parte muy oscuros-, en la promoción mediática y artística de modelos vitales, en “lobbies” académicos y culturales, en asociaciones de carácter militante o en organizaciones transnacionales como la ONU y sus agencias. Casi siempre, solo tras un intenso trabajo previo, son los políticos los que asumen la nueva mentalidad en forma de reivindicaciones concretas que transforman, de modo aparentemente irreversible, la sociedad. Es a este universo de nuevas aspiraciones a los que los actuales planteamientos económicos han tenido que adaptarse. Ante estos factores cualquier ajuste técnico, por muy acertado o sofisticado que pueda parecer, está abocado a fracasar a corto y medio plazo. Paradójicamente, ese Estado de Bienestar que todo el mundo reclama en calidad de derecho, está puesto en peligro por multitud de derechos que hoy se reclaman por doquier. Puede decirse que el hombre de hoy tiene la letal inmadurez de reclamar cosas para las que no está dispuesto a hacer el mínimo esfuerzo. Asuntos como la droga, hoy un fenómeno social preocupante de alcance mundial, han nacido gracias a patrones culturales que presentaban el consumo de droga como una “rebeldía” frente a “lo establecido”. La “crisis de la educación” -y el hombre nuevo manipulable, que crece en el seno de familias desestructuradas- tiene su origen en las brumosas teorías de ciertas pedagogías “progresistas” y “avanzadas” de los años 60, etc. Esto son solo algunos casos de ideas que, tras difundirse, acaban trastocando el todo social.
Esta situación irresoluble debe ser replanteada de arriba a abajo. Primero que nada, debe replantearse el cometido mismo del Estado de Bienestar en el sentido de que éste no debe limitarse a garantizar cualquier “derecho individual”, sino que aquél debe asumir que su primera tarea es la pervivencia del propio pueblo al que sirve. El Estado de Bienestar debe encajarse dentro de este nuevo esquema, hoy revolucionario. En realidad, cualquier Estado, o es comunitario o a medio o largo plazo resulta insostenible. El Estado de intereses está condenado a ser inestable y a desaparecer.
Esto no quiere decir que el Estado deba constantemente entrometerse en las decisiones individuales, pero sí debe implicar un cambio de actitud: hasta ahora el Estado se ha limitado a recoger neutralmente las “demandas sociales” gestadas por no se sabe quién. Pero el Estado no puede ser neutral y debe primar y prestigiar unas ideas y unas actitudes frente a otras. Dado que las mismas ideas disolventes que minan la comunidad y, por consecuencia, el Estado de Bienestar, no proceden en última instancia del Estado -aunque se valen de él-, éste debe tomar parte activa en fomentar aquellas ideas, actitudes y colectivos que contribuyen a tender de nuevo los puentes comunitarios. El nuevo planteamiento implica que debe revisarse lo que se consideran “derechos” y, del mismo modo que en los ecosistemas, hay especies consideradas beneficiosas y otras no, en el conjunto de creencias que en la sociedad pugnan por conseguir la protección del Estado, éste debe considerar cual es o no beneficiosa.
En conclusión, la nueva perspectiva dice que el Estado de Bienestar no es una cuestión económica, sino que su realidad desborda las concepciones del mismo puramente económicas, aunque incorpore en calidad de herramienta, análisis técnicos que aporta la economía. Resulta absurdo, por tanto, que la defensa del Estado de Bienestar quede en manos de los economistas. Este mero hecho demuestra que no se entiende absolutamente nada del problema que se quiere abordar.