Las élites ya no son financieras/especulativas sino tecnológicas, por lo que no necesitan ser conservadoras, al contrario, tienen necesidad de mostrarse muy proactivas en la elaboración y proposición de iniciativas en los ámbitos social, laboral, convivencial y cultural, lo que viene denominándose ingeniería social.
Las élites ya no son nacionales sino que desarrollan su actividad y obtienen su lucro en la realidad global, por eso odian el concepto mismo de nación, lo suplantan por el de sociedad o ciudadanía e intencionadamente lo confunden con el de Estado. Naturalmente, la composición socio-cultural de esas mismas sociedades les trae sin cuidado; lo que les importa es nutrir al mercado laboral con abundante oferta de mano de obra —necesariamente barata porque la oferta siempre es muy superior a la demanda—, y mantener amplios niveles de consumo de toda clase de bienes, accesibles por masas de aspirantes que hacen cola interminable en el escalafón de los que anhelan mejorar sus vidas.
En la superestructura ideológica, el nuevo paradigma de estabilidad civilizada necesita propagandistas; es el nuevo conservadurismo “progresista”, lo que Horacio Vázquez Rial llamaba la izquierda reaccionaria. Esta gente del izquierdismo redefinido conforme a los intereses estratégicos de las élites tiene ante sí una tarea en verdad ingrata: convencer a los pobres de que su pobreza es liberadora, como un acto de solidaridad humana y ecológica. Algo ingrato, sí, aunque cuentan con el apoyo constante de los discursos oficiales del poder, la actividad de los partidos políticos del sistema y, sobre todo, del impulso obsesivo a la causa por parte de los medios de comunicación. Sostenibilidad, cambio climático, integración, igualdad, multiculturalidad, son mantras indiscutidos, sagrados en la episteme improfanable de la verdad establecida por la propaganda globalista. En resumen: tarea ingrata, como se dijo, pero en absoluto difícil.
Lo peor de esta encomienda asumida mayoritariamente por las élites culturales es que tienen que enfrentar directamente y con la necesaria energía —es decir, siendo desagradables—, a quienes discutan su propuesta y la tachen de injusta o inhumana, porque lo es. Se impone entonces escupir hacia abajo, desnaturalizar y desacreditar a “los pobres tontos que votan a la derecha”, a las “mujeres de derechas”, a las personas racializadas que no comulgan con el dogma, etc. “Negro, pobre y de derechas, lo tienes todo”, he leído esta semana en alguna red social los insultos a Bertrand Ndongo, camerunés español cuyos principios básicos en la vida son Dios, patria y familia; militante identitario a quien sus némesis progres llaman familiarmente “Mondongo” sin que se les pase por la neurona reconocerse racistas. Esa es la ingrata tarea a la que me refería, desprestigiar con bilis apostólica a quienes no se sometan.
Antiguamente esta función era sencilla, incluso agradecida, porque los denostados solían ser ricachones, políticos oportunistas de partidos enmohecidos en la corrupción, señoritos cortijeros y gente así; en breve: los malos eran los mismos, más o menos, que los estridulantes amos del lugar en obras como Los santos inocentes, Matar un ruiseñor y algunas otras obras clásicas centradas en el tema; los mismos malos de Abogadas y demás panfletos contemporáneos. Lo novedoso de la situación, sin embargo, es que los malos en el relato de hoy no van a caballo con escopeta al hombro ni beben coñac al tiempo que fuman farias en burdeles frecuentados por la policía política del franquismo; los poderosos de hoy viven en la soleada California, en Pedralbes o la glorieta de Bilbao, son veganos, ecologistas, antitaurinos y votantes del PSOE, y los pobretones desamparados comen hamburguesas y bollería industrial, viven en barrios de mala muerte y cuando no tienen nada mejor que hacer se dedican a recoger barro, y algunos encima tienen la desfachatez de votar a “la extrema derecha”. Hay momentos en la historia en que notamos que las cosas cambian mucho y muy deprisa, y en otros momentos percibimos que todo se ha dado la vuelta. Los que antes maldecían al poder, ahora escupen a los desposeídos que se niegan a perder lo único que les queda: sus convicciones y su patria.
Así se entiende, por último ejemplo, que la añosa y algo achacosa pero no del todo caduca actriz Lola Herrera —maravillosa intérprete por otra parte—, se haya despachado y se haya quedado tan a gusto la semana pasada, denigrando a las mujeres que no son de izquierdas, “No entiendo que una mujer pueda ser de derechas”, ha declarado; al tiempo que insultaba con su gracejo de siempre a quienes no comulgan con lo que hay que comulgar: “No entiendo que la gente con los años se vuelva de derechas, a no ser que tengan un trastorno”.
Agria dama se muestra la Herrera, a sus años. ¿Se habrá preguntado alguna vez qué trastorno de infantilidad crónica o adolescencia mal curada padecen los que partir de los sesenta, los setenta, los ochenta años, tras medio siglo trascurrido desde la muerte del Caudillo, continúan siendo antifranquistas militantes pero no demócratas practicantes? Ya lo dijo el sobrino de Lenin, y no hay razón para rebatirle, en su ensayo El progresismo como enfermedad infantil del socialismo: “Cuando una vereda se acaba, el necio sigue adelante, quejándose de que no hay vereda”. Y ahí sigue nuestra élite cultural, anclada en el discurso sesentero del antifranquismo y en la obsesión totalitaria de quien no concibe verdad ni bondad fuera de su delirio. Necios no son —no creo que lo sean—, pero inteligentes tampoco. Listos sí son, demostrado. Cosa lógica por otra parte: son los malos de hoy en día. Más que listos, taimados, de los que saben dar puntada con hilo. Así son: listos y taimados. O sea, mala gente. Élites.